lunes, 21 de abril de 2008

Carta abierta de Fernando Peña a Cristina Kirchner


Cristina, mucho gusto. Mi nombre es Fernando Peña, soy actor, tengo 45 años y soy uruguayo. Peco de inocente si pienso que usted no me conoce, pero como realmente no lo sé, porque no me cabe duda que debe de estar muy ocupada últimamente trabajando para que este país salga adelante, cometo la formalidad de presentarme. Siempre pienso lo difícil que debe ser manejar un país… Yo seguramente trabajo menos de la mitad que usted y a veces me encuentro aturdido por el estrés y los problemas. Tengo un puñado de empleados, todos me facturan y yo pago IVA, le aclaro por las dudas, y eso a veces no me deja dormir porque ellos están a mi cargo. ¡Me imagino usted! Tantos millones de personas a su cargo, ¡qué lío, qué hastío! La verdad es que no me gustaría estar en sus zapatos. Aunque le confieso que me encanta travestirme, amo los tacos y algunos de sus zapatos son hermosísimos. La felicito por su gusto al vestirse.

Mi vida transcurre de una manera bastante normal: trabajo en una radio de siete a diez de la mañana, después generalmente duermo hasta la una y almuerzo en mi casa. Tengo una empleada llamada María, que está conmigo hace quince años y me cocina casero y riquísimo, aunque veces por cuestiones laborales almuerzo afuera. Algunos días se me hacen más pesados porque tengo notas gráficas o televisivas o ensayos, pruebas de ropa, estudio el guión o preparo el programa para el día siguiente, pero por lo general no tengo una vida demasiado agitada.

Mi celular suena mucho menos que el suyo, y todavía por suerte tengo uno solo. Pero le quiero contar algo que ocurrió el miércoles pasado. Es que desde entonces mi celular no deja de sonar: Telefe, Canal 13, Canal 26, diarios, revistas, Télam… De pronto todos quieren hablar conmigo. Siempre quieren hablar conmigo cuando soy nota, y soy nota cuando me pasa algo feo, algo malo. Cuando estoy por estrenar una obra de teatro -mañana, por ejemplo- nadie llama. Para eso nadie llama. Llaman cuando estoy por morirme, cuando hago algún “escándalo” o, en este caso, cuando fui palangana para los vómitos de Luis D’Elía. Es que D’Elía se siente mal. Se siente mal porque no es coherente, se siente mal porque no tiene paz. Alguien que verbaliza que quiere matar a todos los blancos, a todos los rubios, a todos los que viven donde él no vive, a todos lo que tienen plata, no puede tener paz, o tiene la paz de Mengele.

Le cuento que todo empezó cuando llamé a la casa de D’Elía el miércoles porque quería hablar tranquilo con él por los episodios del martes: el golpe que le pegó a un señor en la plaza. Me atendió su hijo, aparentemente Luis no estaba. Le pregunté sencillamente qué le había parecido lo que pasó. Balbuceó cosas sin contenido ni compromiso y cortó.

Al día siguiente insistí, ya que me parecía justo que se descargara el propio Luis. Me saludó con un “¿qué hacés, sorete?” y empezó a descomponerse y a vomitar, pobre Luis, no paraba de vomitar. ¡Vomitó tanto que pensé que se iba a morir! Estaba realmente muy mal, muy descompuesto. Le quise recordar el día en el que en el cine Metro, cuando Lanata presentó su película Deuda, él me quiso dar la mano y fui yo quien se negó. Me negué, Cristina, porque yo no le doy la mano a gente que no está bien parada, no es mi estilo. Para mí, no estar bien parado es no ser consecuente, no ser fiel.

Acepto contradicciones, acepto enojos, peleas, puteadas, pero no tolero a las personas que se cruzan de vereda por algunos pesos. No comparto las ganas de matar. El odio profundo y arraigado tampoco. Las ganas de desunir, de embarullar y de confundir a la gente tampoco. Cuando me cortó diciéndome: “Chau, querido…”, enseguida empezaron los llamados, primero de mis amigos que me advertían que me iban a mandar a matar, que yo estaba loco, que cómo me iba a meter con ese tipo que está tan cerca de los Kirchner, que D’Elía tiene muuuucho poder, que es tremendamente peligroso. Entonces, por las dudas hablé con mi abogado. ¡Mi abogado me contestó que no había nada qué hacer porque el jefe de D’Elía es el ministro del Interior! Entonces sentí un poco de miedo. ¿Es así Cristina? Tranquilíceme y dígame que no, que Luis no trabaja para usted o para algún ministro. Pero, aun siendo así, mi miedo no es que D’Elía me mate, Cristina; mi miedo se basa en que lo anterior sea verdad. ¿Puede ser verdad que este hombre esté empleado para reprimir y contramarchar? ¿Para patotear? ¿Puede ser verdad? Ése es mi verdadero miedo. De todos modos lo dudo.

Yo soy actor, no político ni periodista, y a veces, aunque no parezca, soy bastante ingenuo y estoy bastante desinformado. Toda la gente que me rodea, incluidos mis oyentes, que no son pocos, me dicen que sí, que es así. Eso me aterra. Vivir en un país de locos, de incoherentes, de patoteros. Me aterra estar en manos de retorcidos maquiavélicos que callan a los que opinamos diferente. Me aterra el subdesarrollo intelectual, el manejo sucio, la falta de democracia, eso me aterra Cristina. De todos modos, le repito, lo dudo.

Pero por las dudas le pido que tenga usted mucho cuidado con este señor que odia a los que tienen plata, a los que tienen auto, a los blancos, a los que viven en zona norte. Cuídese usted también, le pido por favor, usted tiene plata, es blanca, tiene auto y vive en Olivos. A ver si este señor cambia de idea como es su costumbre y se le viene encima. Yo que usted me alejaría de él, no lo tendría sentado atrás en sus actos, ni me reuniría tan seguido con él.

De todas maneras, usted sabe lo que hace, no tengo dudas. No pierdo las esperanzas, quiero creer que vivo en un país serio donde se respeta al ciudadano y no se lo corre con otros ciudadanos a sueldo; quiero creer que el dinero se está usando bien, que lo del campo se va a solucionar, que podré volver a ir a Córdoba, a Entre Ríos, a cualquier provincia en auto, en avión, a mi país, el Uruguay… por tierra algún día también.

Quiero creer que pronto la Argentina, además de los cuatro climas, Fangio, Maradona y Monzón, va a ser una tierra fértil, el granero del mundo que alguna vez supo ser, que funcionará todo como corresponde, que se podrá sacar un DNI y un pasaporte en menos de un mes, que tendremos una policía seria y responsable, que habrá educación, salud, piripipí piripipí piripipí, y todo lo que usted ya sabe que necesita un país serio. No me cabe duda de que usted lo logrará. También quiero creer que la gente, incluso mis oyentes, hablan pavadas y que Luis D’Elía es un señor apasionado, sanguíneo, al que a veces, como dijo en C5N, se le suelta la cadena. Esa nota la vio, ¿no? Quiero creer, Cristina, que Luis es solamente un loco lindo que a veces se va de boca como todos. Quiero creer que es tan justiciero que en su afán por imponer justicia social se desborda y se desboca. Quiero creer que nunca va a matar a alguien y que es un buen hombre. Quiero creer que ni usted ni nadie le pagan un centavo. Quiero creer que usted le perdona todo porque le tiene estima. Quiero creer que somos latinos y por eso un tanto irreverentes, a veces también agresivos y autoritarios. Quiero creer que D’Elía no me odia y que, la próxima vez que me lo cruce en un cine o donde sea, me haya demostrado que es un hombre coherente, trabajador decente con sueldo en blanco y buenas intenciones.

Cuando todo eso suceda, le daré la mano a D’Elía y gritaré: “Viva Cristina”… Cuántas ganas tengo que todo eso suceda. ¿Estaré pecando de inocente e ingenuo otra vez? Espero que no.

La saluda cordialmente,

Fernando Peña

Fue una provocación


Por Beatriz Sarlo
Para LA NACION

Estuve en la Plaza de Mayo más o menos a las once de la noche del martes. Poco después llegó una camioneta que transportaba un gran pasacalle con la leyenda “Sociedad Rural vergüenza nacional”.

A una señora que caminaba con su cacerola y su hija de seis o siete años le sugerí que se fuera porque iban a empezar las piñas. La señora quedó estupefacta, porque no sabía, ni nadie sabía en la Plaza de Mayo, que en el Obelisco ya le habían roto la cara a un manifestante. Que se venían las piñas era evidente para cualquiera que hubiera participado en alguna manifestación de los años setenta, experiencia que probablemente no realizó la mayoría de los que estaban allí en un comienzo.

La Plaza estaba llena de gente que, por los motivos más diversos, se había sentido provocada por el discurso de Cristina Fernández de Kirchner. No había grupos organizados, sino caceroleros autoconvocados en una linda noche de verano; tampoco había mucha oligarquía, salvo que para ir a la Plaza hubieran tomado en préstamo la ropa de algún subalterno de sus prósperas empresas.

Hablé con gente de San Telmo y Barracas que, por lo general, no vende soja a futuro en los mercados internacionales. O hijos de chacareros que estudian en las universidades porteñas y no viven como aristócratas. Cuando terminaba la noche por huida y dispersión, una mujer de la edad de la Presidenta dijo: “No creo que esta mujer haya sido una dirigente política en su juventud, porque yo estaba en la política y discutir con los JP era difícil. Había que ganarles, mientras que esta mujer me parece que nunca le ganó a nadie una discusión mano a mano”.

En la Plaza de Mayo no se oyeron gritos pidiendo que se fueran todos, como los que transmitió la televisión desde Olivos, cuya concurrencia parecía mucho más ajustada a las clases pudientes que la que estaba en la Plaza. Cuando entraron los kirchneristas, sus columnas, que habían llegado con banderas argentinas, estandartes rojos y negros de la JP y el gran cartel contra la Sociedad Rural, avanzaron por Avenida de Mayo casi hasta la altura del Cabildo.

Los fotógrafos y camarógrafos formaron para hacer su trabajo y durante casi media hora fueron la línea providencial que separó en dos a los manifestantes enfrentados. La policía de Aníbal Fernández formaba en la calle Perú, con una disposición difícil de descifrar.

A un militante de D’Elía que me saludó le dije: “Esto es una provocación”. No entendió, y por cinco minutos discutimos: una provocación significa que un grupo organizado irrumpe en la manifestación de otro grupo para romperla, si es necesario con violencia. Le dije: “En la tradición progresista, la provocación fue un acto político despreciable, atribuido casi siempre a la policía o a los enemigos de clase. Hoy, en cambio, los provocadores son ustedes”.

Los manifestantes de la Plaza no tenían cultura de enfrentamiento físico (ni siquiera parecía que tuvieran cultura de cancha). Jóvenes que podrían haber reaccionado con cierta resistencia física salían disparando por la calle San Martín o corrían por Avenida de Mayo hacia la Diagonal. En poco rato quedó claro que la Plaza les pertenecía a D’Elía y a Pérsico. El que haya asistido a cualquier enfrentamiento por el espacio público sabe que podría haber habido mucha más violencia si los manifestantes solidarios con el campo hubieran resistido sólo un poco a los kirchneristas.

Para el peronismo, la ocupación de la Plaza de Mayo tiene una carga simbólica enorme, cuya larga historia comienza el fundacional 17 de octubre de 1945.

Pérsico y D’Elía responden a una tradición que no hay que subestimar ni pensar que es totalmente instrumental: hay destellos de memoria y de identidades en conflicto, además de provocación e impunidad.

El 1° de mayo de 1974, los montoneros retiraron sus columnas de la Plaza de Mayo después de desatar una guerra de consignas mientras Perón estaba hablando. Se retiraron al grito de que volverían victoriosos. En cada acto peronista de esos años, la disputa por los lugares en la Plaza entre juventud peronista y juventudes sindicales incluyó desde el cuerpo a cuerpo, que avanza ganando metros por presión física, hasta el enfrentamiento a golpes o con armas.

Los bosques de Ezeiza fueron escenario, en 1973, de una disputa por el espacio que comenzó la noche anterior a la llegada de Perón: nuevamente juventudes peronistas y juventudes sindicales se toparon para colocarse en las primeras filas frente al palco que el líder no llegó a ocupar.

Finalmente, ese gigantesco forcejeo que cubrió hectáreas terminó con un enfrentamiento armado: desde el palco, grupos de la derecha peronista, que luego serían parapoliciales, tirotearon a los de abajo, donde también había algunas armas.

Si Cristina Fernández de Kirchner no ignora esta historia (o no la olvidó en los años pasados en Santa Cruz), debió elegir con más cuidado las palabras de su discurso del martes, que empezó así textualmente: “Las imágenes que me tocó ver especialmente en Semana Santa, siempre Semana Santa ha sido emblemática para los argentinos, como si fuera una señal pegada en esta oportunidad a una de las peores tragedias que tiene la historia argentina, y que fue la del 24 de marzo de 1976. Señales, tal vez, que se toma la historia, la casualidad, pero lo cierto es que en estos cinco días, el último día fue 24 de marzo”. La Presidenta les dio línea a Pérsico y D’Elía, que a los gritos acusaron a los manifestantes de haber apoyado la dictadura militar.

Se dice que Cristina Fernández de Kirchner habla bien. Su discurso no lo prueba, si hablar bien significa algo más que hablar de corrido, no vacilar ni confundirse con los tiempos de los verbos.

El comienzo de su discurso, al señalar un vínculo entre las manifestaciones ruralistas actuales y el golpe de Estado de 1976 tuvo dos defectos graves. En primer lugar, se trató de una sugerencia, como si una cuestión de esta magnitud pudiera ser dicha al pasar, sin tomar en cuenta que va a ser escuchada como línea interpretativa que puede dar paso a las acciones y no como la ocurrencia de alguien que visualiza “señales” sin ton ni son.

No era el momento adecuado para que la presidenta de la República esbozara su tesis historiográfica sobre la complicidad de cualquier sector de la producción agraria con el golpe militar.

Por otra parte, cuando un político pronuncia un discurso de esa dureza debe saber que cada uno de sus párrafos puede tener efectos poco controlables sobre quienes se sienten atacados y quienes se sienten expresados por sus palabras. Cuando la gente de Pérsico y D’Elía entró en la Plaza de Mayo para desalojar a los manifestantes, la consigna gritada contra ellos asimilándolos a la dictadura militar había estado sugerida por las “señales” que creyó descubrir la Presidenta, emanadas de una clásica oposición “oligarquía versus pueblo” que palpita, desde hace cincuenta años, en el corazón del peronismo. No era momento para reactivarla.

No puede decirse con certeza si los grupos de Pérsico y D’Elía fueron enviados allí. Lo que parece cierto es que el discurso duro de la Presidenta, la insinuación de coincidencia, las “señales” intuidas y la irrupción de los piqueteros constituyen un dispositivo político, más allá de quienes se mueven dentro de sus engranajes o quienes creen que pueden manejarlo.

La plaza fatídica

Raúl Faure
Abogado

Durante tres semanas, la protesta de los productores, trabajadores, comerciantes y pobladores de localidades vinculadas al agro paralizaron el país. Cuando este acontecimiento sea analizado con la perspectiva que da el paso del tiempo, se lo valorará como la más firme y vasta protesta civil de nuestra historia.

La rebelión rural, además, prescindió de consideraciones retóricas y abordó los verdaderos problemas que afrontamos, llamando a las cosas por su nombre. Así, denunció la iniquidad de nuestro sistema impositivo (que grava al consumo popular y al trabajo y exime a las operaciones financieras) y hasta se calificó de “unitario” al sistema que somete a los estados provinciales a la condición de colonias.

La señora Presidenta respondió presidiendo un acto partidario. En su discurso, eludió toda consideración sobre esos reclamos concretos limitándose a denunciar que tras las protestas se esconden intenciones golpistas. Era innecesario. Ningún argentino sensato fomenta el uso de métodos violentos para sustituir la voluntad expresada en los comicios. Contrariamente, es el propio Gobierno el empeñado en vaciar las instituciones republicanas al ejercer, sin contrapesos ni controles, las facultades extraordinarias conferidas por un Congreso domesticado.

Utilizar un acto partidario para amedrentar a los opositores y a la prensa es un grave error. Es retomar prácticas que, en el pasado, sólo sirvieron para profundizar rencores. Además, la Presidenta (quien se define como “hegeliana”) no ignora que el filósofo alemán que admira predicó, entre otras cosas, que la historia es cíclica y que, por ello, suele repetirse en ocasiones. Pensamiento que Carlos Marx completó diciendo: “Es cierto, la historia se repite, pero no de la misma manera, una vez lo hace como tragedia, otra vez como farsa”. La farsa (es decir, la tramoya que se exhibe para engañar) aun cuando se monte en la venerable Plaza de Mayo no sirve para resolver los graves problemas que afronta el país.

Lo cierto es que, en muchas circunstancias de nuestra historia, la innoble utilización de la Plaza de Mayo la convirtió en un recinto fatídico. Sobran los ejemplos, de ayer y de antes de ayer. Es inevitable que vuelvan a la memoria algunos episodios. El 8 de setiembre de 1930 ante una muchedumbre enfervorizada prestó juramento como jefe del Estado el general Uriburu (“muchas botas, poca cabeza”, según la ingeniosa expresión utilizada por Cárcano para condenar sus inclinaciones antirrepublicanas), luego de derrocar al presidente Yrigoyen. Poco tiempo después, esa misma plaza enmudeció cuando se pretendió imponer al país un régimen fascista y sus propios camaradas lo despidieron sin honores.

A partir del 17 de octubre de 1945 fue la “plaza de Perón” el sitio emblemático donde se celebraban los fastos de la “nueva Argentina”, se coronaban reinas y se anatematizaba a los “contreras” que se atrevían a denunciar los abusos que suprimían las garantías constitucionales. Fue en esa misma plaza, el 31 de agosto de 1955, cuando el país se paralizó de terror al escuchar al presidente Perón. Tal vez despechado porque la oposición puso condiciones a su plan pacificador luego del sangriento ataque de la aviación naval a la Casa Rosada, dijo: “Les hemos ofrecido la paz y no la han querido. Ahora hemos de ofrecerles la lucha... pero sepan que esta lucha que iniciamos no ha de terminar hasta que los hayamos aniquilado y aplastado... el que intente alterar el orden ... puede ser muerto por cualquier argentino... y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos”. Veinte días después dimitió y buscó refugio en la embajada paraguaya.

Vencedores y vencidos. El 21 de setiembre la plaza volvió a llenarse, ahora para vitorear al jefe de la insurrección cívico-militar triunfante, el intrépido y noble general Eduardo Lonardi, quien afirmó: “No hay vencedores ni vencidos”. Para enmudecer semanas después cuando se enteró que sus camaradas le habían despedido para imponer la consigna “vencedores y vencidos”.

Inmovilizada por la prepotencia de las armas (y la indiferencia de gran parte de la sociedad) la plaza asistió al derrocamiento de los presidentes Frondizi e Illia. Y el 1° de mayo de 1974, en ejercicio del tercer mandato presidencial, Perón condenó sin contemplaciones las disidencias que brotaban en el interior de su propio partido calificando a los montoneros y a sus simpatizantes de “imbéciles e imberbes”.

Dos meses después falleció Perón, dejando el poder a su esposa, quien sólo un año después, en ese mismo escenario, fue repudiada por negarse a homologar los convenios celebrados para atenuar los efectos de una incontenible inflación y el consiguiente aumento de los precios. Ocho meses después, la plaza, otra vez enmudecida asistió a su derrocamiento mientras se desataba la más cruel represión de la que se tenga memoria.

También convocó a la plaza el dictador Galtieri para anunciar el desembarco en las Islas Malvinas y desafiar al poderío militar del Reino Unido. Semanas después, la rendición lo privó del poder y sus camaradas lo juzgaron convirtiéndolo en un convicto.

Más cerca, la plaza albergó a las multitudes que fueron a apoyar la investidura del romántico presidente Alfonsín, que debieron callar cuando se enteraron que el precio del acuerdo con los militares sublevados se pagó con la sanción de las leyes de punto final y obediencia debida.

Sí, la Plaza de Mayo es fatídica. El coro de enfervorizados asistentes muchas veces mutó por el silencio de las muchedumbres desilusionadas. Por eso la señora Presidenta no debe otorgarle un valor absoluto a su reciente convocatoria. Cuando la inflación se desboque, incontrolable, y el costo de vida pulverice los aumentos obtenidos por los trabajadores en las paritarias de este año, tendrá un amargo despertar. A la plaza no irán los adulones ni los piqueteros alquilados, en ella reclamarán trabajadores y productores empobrecidos. Entonces comprenderá que con sólo discursos (como decía Lisandro de la Torre, discursos insustanciales que sólo exhiben la riqueza de Craso en materia de lugares comunes y la pobreza de Job en materia de ideas) no se puede gobernar.

© La Voz del Interior

Carta a los fachoprogresistas

por Eduardo Antin (Quintín)

Los acontecimientos de dominio público, algunos artículos de prensa y, sobre todo, ciertos comentarios hechos en LLP y otros blogs motivan mi deseo de escribirles. Para que no queden dudas, me refiero bajo este título a los que apoyan al gobierno y se oponen al paro del campo invocando un supuesto pensamiento de izquierda. A los que llaman oligarcas a los chacareros, a los que repiten que el aumento a las retenciones tiene fines redistributivos, a los que festejan las incursiones de la patota de D’Elía en la Plaza de Mayo, a los que entienden este momento histórico como una lucha del pueblo contra la clase dominante o de la patria contra el colonialismo. A los que repiten los argumentos sin consistencia del gobierno, a los que festejan sus amenazas y sus golpizas, a los que aplauden el discurso de una presidenta de actitud autista y de sus ministros aislados en una burbuja de soberbia que ha vaciado la política de toda capacidad de mediación. A ustedes quiero decirles que se han convertido en sordos y ciegos. Peor aun, su adhesión al kirchnerismo los ha vuelto no sólo autoritarios sino insensibles socialmente. Hay una palabra para representar su papel en la política argentina de hoy: son reaccionarios. Se oponen a la libertad y al progreso en nombre de los restos fósiles de una utopía y de los viejos eslóganes de un movimiento popular usurpado por malas caricaturas. Los Kirchner son ajenos al espíritu de modernidad, de igualdad y solidaridad que significó el peronismo. Por elcontrario, sólo encarnan las que fueron su peores facetas a lo largo de la historia: el verticalismo y la obediencia, la propaganda y la persecución, la corrupción y la violencia, la censura y la mentira.

Lamento decirles que han dejado de ser progresistas, peronistas, marxistas o cualquier otra filiación que impulse la justicia social y de la que crean formar parte. El kirchnerismo confeso o implícito en sus comentarios revela que la ignorancia, la sordera y la ceguera políticas de las que son víctimas son consecuencia de un mal todavía más grave. Se han hecho insensibles, están quebrados. No son capaces ya de distinguir un reclamo justo, han olvidado cómo ser solidarios con los más débiles, se han acostumbrado a apostar por el poder político y la lógica económica dominantes a espaldas de sus víctimas.

El paro del campo es el perfecto ejemplo de que han perdido el rumbo, de que prefieren engañarse con oxidadas descripciones de la sociología de bolsillo antes que mirar el país y el mundo real. El conflicto del campo es transparente: un caso antropológico, un proyecto de ingeniería social que implica la eliminación de una forma de vida. El aumento de las retenciones —brutal, inconsulto, abusivo— acentúa el proceso de liquidación de los pequeños productores por parte de las grandes empresas agroindustriales. Los chacareros han sabido reconocer con auténtica inteligencia política y social que vienen por ellos, que terminarán perdiendo el campo y han reaccionado espontánea y unánimemente, desbordando a los dirigentes. Exigen lo que los sujetos del progresismo político han exigido toda la vida: el derecho a trabajar y a continuar con un modo de producción que contribuye a su bienestar, al de su entorno y al del país entero. No hay manera de no verlo, salvo que uno prefiera refugiarse en la imagen de un par de vecinos de barrio norte golpeando cacerolas para no advertir que es una parte sustancial del país profundo la que se ha alzado contra la política oficial. Es más, aun haciendo centro en la Sociedad Rural y en algunos residuos de la vieja aristocracia que conforman la minoría de la unánime protesta del campo, ustedes han logrado la hazaña de quedar a la derecha de esas expresiones: en este caso son ustedes, bajo la infantil excusa de la batalla entre dos supuestos modelos económicos y de una lucha de clases que opera exactamente en el sentido contrario al que predican, los que defienden la lógica del capitalismo monopólico y la complicidad de este gobierno con sus peores prácticas, las que día a día aumentan la exclusión y ensanchan la brecha entre ricos y pobres. Se han vuelto tan estúpidos como para levantar el dedo acusador frente a las 4×4 del campo mientras permanecen insensibles a las manifestaciones cada vez más ostentatorias del lujo en la ciudad, de las que participan sin tapujos los miembros del elenco gobernante.

La tradición ideológica en la que se van encerrando cada vez más desprecia las formas de la democracia. Parece no importarles que el Congreso Nacional sea capaz de humillarse hasta declarar, por orden del Ejecutivo, que la valija de Antonini Wilson era parte de una conspiración yanqui o que hoy esa mayoría automática convalide la exacción al campo, la negación al diálogo y las amenazas de todo tipo contra los que se oponen a la arbitrariedad y la torpeza de un modo de gobernar. No les preocupa que gobernadores, intendentes, legisladores y dirigentes de todo tipo se encuentren amenazados por el chantaje del que son víctimas por parte de las autoridades nacionales, lo que configura una inédita y peligrosa concentración del poder en muy pocas manos. Pero ustedes la quieren y la promueven, hasta en sus gestos exteriores como la arrogancia de la presidenta, su marido y sus ministros. Tampoco parece importarles tener como imagen y vanguardia a una figura como D’Elía ni sus provocaciones amparadas por las fuerzas policiales. Vengadores implacables de los 70, no son capaces de advertir que están mucho más cerca de López Rega que de Agustín Tosco, ni que la intimidación y el autoritarismo de hoy poseen una lógica intrínseca que va camino a la dictadura, aunque ustedes sigan fingiendo creer que vivimos en una democracia cabal porque los Kirchner obtuvieron una mayoría circunstancial en las elecciones. Pero no se engañen, la camisa negra de D’Elía, con su escolta y su actitud mussoliniana, son el símbolo que hoy los representa y los invita a ser parte de su fuerza de choque como intelectuales: están del lado de la crueldad y de la muerte y, lo que es peor, no les importa. Sin embargo, la imbecilidad política no es excusa: aún tienen tiempo, en nombre de los ideales que declaman, de asquearse frente a lo que han elegido como bandera.

El infantilismo funcionario


Por Alfredo Leuco | 28.03.2008 | 23:23

El peor de los pecados de los Kirchner fue haber autodenigrado la investidura presidencial al delegarla en un lúmpen como Luis D’Elía, acaso la figura pública de mayor desprestigio social. Son muy difíciles de suturar las heridas profundas que esos comportamientos dejan en la conciencia colectiva. Blindado de impunidad, más soldado de Hugo Chávez y de Mahmud Ahmadinejad que de Kirchner, D’Elía reflotó las viejas patotas de tipo mussoliniano. Su declarado odio hacia los blancos millonarios de Barrio Norte con 4x4 se hace patético si consideramos que los mismísimos Kirchner son blancos, millonarios, vecinos de ese barrio y felices poseedores de esas camionetas. Hace algunos meses, D’Elía dijo que Cristina, Alberto Fernández y Héctor Timerman eran el ala derecha del Gobierno, y que respondían al Partido Demócrata de los Estados Unidos y al lobby de Israel. El jueves fue premiado con un lugar de privilegio en el palco de Parque Norte, donde los K pusieron toda la carne al asador.
Esto es simbólico. Resume la confusión de un gobierno a la defensiva que muestra su peor cara lastimándose a sí mismo y pagando altos costos políticos por convertir en un tsunami un problema con el campo que era un vaso de agua si se aplicaba sentido común.
Asusta el rosario de torpezas cometidas. Es legítimo preguntarse, a la luz de lo que pasó, cuál será la reacción de los Kirchner si en el futuro tuvieran que enfrentar una crisis económica más o menos seria.
Teniendo todo a favor, fueron hasta el borde del precipicio. Así es este matrimonio: redobla la apuesta y construye casi desde el abismo. Por eso lograron todo lo contrario a lo que buscaban. Se preguntaban quién estaba oculto detrás del conflicto sin ver que ellos mismos ayudaban a multiplicarlo.
Es difícil diagnosticar cuál es la enfermedad que los lleva a hacerse expulsar de la cancha cuando van ganando 5 a 0 y faltan diez minutos para el final del partido. Un viejo diputado patagónico los define con una frase: “Siempre logran por violación lo que pueden conseguir por seducción”.
Recién anteayer buscaron el diálogo y el consenso. Su metodología es quebrar al que se atreva a desafiarlos y, si es posible, ponerlo de rodillas hasta la humillación. Algo de eso aplicaron con la protesta agropecuaria. Aprovecharon el desgaste de gente mansa e inexperta en combates sociales que no tuvo tácticas y se jugó al todo o nada a fuerza de bronca y falta de confianza en sus representantes sectoriales. Esa clase de victorias, arrasadoras como la 4x4 del pingüino Varizat, son triunfos pírricos que inoculan en los derrotados el veneno del resentimiento, que puede reaparecer en posturas más exacerbadas o como una lluvia de votos-castigo.
Tal vez esa lógica de los Kirchner se pueda explicar por dos vertientes: la generacional-militante y el carácter personal.La primera tiene que ver con su formación política en los 70. “Ni sectarios ni excluyentes, Montoneros solamente”, solían cantar en los congresos los integrantes de la Juventud Universitaria Peronista. Los que se definen como vanguardia revolucionaria siempre sienten que son los elegidos. La metodología cerrada de la “orga”, tan necesaria para preservar la seguridad de todo grupo político-militar, también contribuye a forjar militantes con visiones conspirativas, acostumbrados al secretismo y a resolverlo todo entre poca gente y cuatro paredes, casi en la clandestinidad. Eso muchas veces los aleja de los problemas reales y de la vida cotidiana de sus semejantes y empuja a cometer errores de diagnóstico. Y, en algunas ocasiones, puede llevar a un aislamiento que achica niveles de inserción social.
Tal vez esa misma cuna lleve a los Kirchner y a varios de los suyos a tener la palabra “traidor” demasiado a flor de piel. Cualquiera que, estando con ellos, modifique su pensamiento en algún tema no será portador de ideas enriquecedoras: es un traidor. Fue lo primero que dijeron del gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti, cuando, producto de la racionalidad que le impuso la marca personal de los productores agropecuarios que lo votaron, envió varios mensajes de prudencia y disposición al diálogo.
Aquel infantilismo revolucionario que sacrificó la vida de tantos jóvenes reaparece en estos tiempos como una suerte de infantilismo funcionario, que ojalá no sacrifique el éxito de este modelo económico por moverse a fuerza de espasmos, de enojos y de actitudes sólo dignas de arrepentimiento. Elisa Carrió definió esos gestos como de “adolescentes tardíos”.

Miopía. En su gigantesca metida de pata, el Gobierno ha dejado jirones de su musculatura política. Al obligar a intendentes y gobernadores a que sostengan posturas equivocadas con subordinación y valor, los Kirchner los sometieron a un desgaste inesperado a poco de haber sido legitimados electoralmente. José Alperovich, en Tucumán, perdió dos ministros. También Sergio Uribarri, en Entre Ríos. Raúl Rivara, ex ministro de Felipe Solá, se puso del lado del campo. El senador por Córdoba Roberto Urquía, quien hasta hace unas horas era el preferido de la Presidenta, se quedó del lado del campo (es el dueño de Aceitera General Deheza). Varios intendentes K y Radicales K no tuvieron más remedio que diferenciarse de Cristina para que no se los llevaran puestos sus vecinos chacareros. Por si fuera poco, lograron el milagro de hacer hablar a Carlos Reutemann, quien superó la cobardía de muchos y desde su experiencia de hombre de campo aportó una visión distinta. Tal vez eso reciba el castigo del freezer y de no ser invitado al santuario de Puerto Madero por un largo tiempo. Hasta Roberto Lavagna salió a advertir sobre los riesgos de la fractura social, corriendo el riesgo de ser otra vez marginado. Algunos que habían tomado distancia de Kirchner, como Luis Juez, apuraron sus pasos hacia la otra vereda y, en la opinión pública, los números van a reflejar en las próximas encuestas una caída fuerte de la imagen de Cristina, profundizando la tendencia de los dos últimos meses.
Néstor Kirchner se metió en la refundación del PJK para ampliar las bases de sustentación del Gobierno de su esposa y no le estaba yendo mal. Pero la miopía e impericia para afrontar los reclamos del campo les hicieron perder mucho de lo que habían logrado.
La crispación oficial, las palabras cargadas de pólvora y el río revuelto de las operaciones de prensa, las cadenas de mails y mensajes de texto fueron el caldo de cultivo para algunos nostálgicos de la dictadura militar que aprovecharon para rapiñar algo de prensa. Es el caso de la minúscula Cecilia Pando.
Hubo un genuino y pacífico rechazo al estilo intolerante y mandón de los Kirchner. La historia ya demostró que, cuando los gobiernos no escuchan, sólo terminan obligando al pueblo a levantar la voz. Y, luego, a golpear cacerolas. La industrialización del miedo para imponer disciplina tiene patas cortas.
La altanería está en el ADN de Néstor y Cristina. Puede más que ellos mismos. En Parque Norte, el jueves, ella quiso hacer una broma distendida y le salió un reto: “Ya es hora compañeros de que vayan actualizando las consignas y comprendan que tienen una Presidenta”, dijo con excesiva rigidez facial cuando los muchachos identificados con la gloriosa Jotapé le reclamaban “huevos” para liberar a la Patria.
Los
otros Cristina y Néstor. Norma Morandini es una lúcida diputada que no perdió su tonada cordobesa ni en el exilio. Sus dos hermanos desaparecidos estudiaban periodismo conmigo y se llaman igual que el matrimonio presidencial: Cristina y Néstor. Todos ellos militaban en el peronismo universitario que seguía a Montoneros. Su madre es de Plaza de Mayo, pero en Córdoba. Por lo tanto, nadie puede sospechar que Morandini tenga posturas derechosas o antipopulares. Desde su banca confesó que su corazón latía con angustia y dolor por lo que estaba pasando, por la pobreza extrema de los pueblos rurales de Tulumba y Río Seco que aportaban fortunas al Estado nacional con las retenciones de las que después no veían ni un centavo. Pero lo más conmovedor fue el final de su discurso. Sus ojos transmitieron una tristeza sincera al decir: “Ojalá que la sensatez, la cordura y una palabra que es ajena a la política –el amor al otro, al cualquiera­– sirvan para que nuestros compañeros del oficialismo desactiven esa bomba de tiempo que son los matones puestos en nombre del pueblo. No puede ser que la Justicia esté juzgando a la Triple A, de la que muchos compañeros han sido víctimas, y hoy tengamos que ver a estos matones que en nombre del pueblo no garantizan lo único que tenemos que garantizar: la democracia”.
Lo dicho: los Kirchner cometieron el peor de los pecados. Tienen tiempo de arrepentirse. Es urgente que la Presidenta recupere y lleve a la práctica su mejor discurso, el que pronunció el día que asumió, cargado de promesas institucionales y llamados a desterrar el odio. Sería trágico partir la sociedad a la venezolana. Tirar para siempre por la borda el lastre de la violencia fraticida es una responsabilidad de todos, pero, ante todo, del Gobierno. Antes de
que sea demasiado tarde para lágrimas.

Los deseos imaginarios de Cristina



Marcos Duarte


Cristina se proclamo hegeliana en la apertura del Congreso de Filosofía que los Kirchner organizaron para recordar aquel de 1949 en el que Juan Domingo Perón que presentó al mundo el concepto de la "Comunidad Organizada".

Hasta el momento esa afirmación no había tenido consecuencias prácticas de ningún tipo, pero en estos últimos días la Presidenta de la Nación parece haber hecho suya aquella reflexión del pensador alemán en la que sostenía que todos los hechos y personajes de gran importancia en la historia aparecen, como si dijéramos, dos veces.

Pareció creer que se reeditaba alguno momento épico donde ella encarnaba a la abanderada de los humildes que embestía contra los intereses de la oligarquía terrateniente y que ante la reacción golpista de las clases dominantes su gobierno iba a ser sostenido con la movilización de las clases populares aliadas a la juventud maravillosa.

Todas estas imágenes fueron reproducidas hasta el cansancio por los voceros del Kirchnerismo con el claro objetivo de lograr que el miedo, la confusión y los corsés pseudo-ideológicos debilitaran lo que parecía la primera manifestación social masiva de descontento en la Argentina K.

Como siempre, la realidad era más compleja, la “oligarquía terrateniente” no era el sector social mas afectado por la suba de las retenciones. No lo era por una razón muy sencilla: el volumen de las ganancias de los grandes inversores agropecuarios los hacen más inmunes a las exacciones estatales. Además, si este sector era el enemigo jurado del gobierno popular, ¿como se explica la enorme simpatía demostrada una y mil veces por la Presidenta alguien tan alejado al estereotipo de “peón rural” como Roberto Urquia?, catapultándolo incluso al primer lugar de la lista que la acompañaba en nuestra provincia.

Los mas perjudicados eran, por simple lógica, los pequeños y medianos productores agropecuarios, tradicionalmente representados por la Federación Agraria Argentina, organización considerada hasta hace un par de semanas como “amiga” del “proyecto nacional” del matrimonio K.

La embestida redistributiva tampoco parecía tan clara. La Presidenta nunca intento indicarnos en que manual del gobierno popular se explicaba porque las alícuotas de las retenciones eran exactamente iguales para el magnate sojero Grobopatel que para el chacarero raso de Río Primero. Curiosa omisión para la jefa de un Estado que justifica la regresividad de su sistema impositivo en su propia incapacidad para cobrar el tributo redistributivo por excelencia, el “viejo y glorioso” impuesto a las ganancias.

Por otro lado, tampoco son muy visibles las políticas redistributivas hacia el resto de la sociedad, financiadas con el dinero de las retenciones. Salvo que consideremos como tal los cuatro mil millones de dólares que se van a invertir en el Tren Bala.

La foto se pone aun más borrosa cuando analizamos la inesperada reacción de los sectores urbanos. ¡Son los militantes de Carrio! bramo el inefable Jefe de Gabinete, ¡Son conocidos defensores de genocidas! Dijo Cristina, horas después de que el bloque oficialista dejara sin quórum la sesión convocada para anular los indultos de Menem.

Es difícil saberlo, pero ¿es muy alocado pensar que quienes salieron a manifestarse espontáneamente fueran las mismas personas que provocaran la derrota electoral del “proyecto nacional” en ciudades como Córdoba, Rosario, La Plata, Capital Federal, Mendoza y Mar del Plata, entre otras?

¿No será que las valijas de dinero, la soberbia de los Fernández, la presencia de los De Vido y los Moreno, las mentiras del INDEC, y hasta la incertidumbre sobre el paradero de Julio López, hayan llevado a un sector importante de la sociedad a expresar su hartazgo y malestar aprovechando una referencia social tan inesperada como los sectores rurales?

Por ultimo, los grupos que se concentraron en una oficina gubernamental y provocaron los incidentes en Plaza de Mayo o los que acamparon en Ceiba, no parecían precisamente sectores concientes de la clase obrera movilizados en defensa sus conquistas. De no ser por la falta de uniformes, se acercarían más a los grupos de choque mussolinianos o a los tradicionales rompehuelgas.

Lamentablemente Cristina no pudo tener su revival histórico hegeliano. Esperemos que descubra que Marx corrigió a su maestro: Los hechos y los personajes aparecen dos veces en la historia… la primera vez como tragedia, la segunda como farsa.