domingo, 21 de junio de 2009

Los hijos de la revolución


TIMOTHY GARTON ASH 21/06/2009

Independientemente de lo que ocurra a partir de ahora, Irán ya ha escrito un nuevo capítulo en la historia del poder popular. Cada hombre y cada mujer iraní que ha atravesado una barrera personal de miedo para manifestarse pacíficamente por las calles de Teherán, Isfahán y Shiraz con un brazalete verde ha hecho historia. A solas, un individuo es impotente. Juntos, la fuerza de los números hace que -aunque sólo sea por unas horas- sean capaces de desconcertar totalmente al Estado y todo su violento poder de represión. Ni siquiera los brutales matones de la milicia basij pueden golpear en la cabeza a tantos seres humanos. Mientras las protestas de verde sigan siendo no violentas, como lo están siendo en su gran mayoría, y mientras la gente siga saliendo en masa, Mahatma Gandhi aplaudirá desde su tumba. Porque significará que han aprendido la lección fundamental de Gandhi sobre el poder de los impotentes.

La quintaesencia del poder popular es la misma desde hace mucho tiempo, pero cada capítulo de su historia aporta una novedad. La innovación iraní de este año es el uso de las últimas tecnologías de la información y la comunicación. Los detalles sobre los lugares de convocatoria, las tácticas y los eslóganes se transmiten a través de Twitter, redes sociales como Facebook y mensajes de teléfono móvil. Se cuelgan vídeos de las manifestaciones y los tiroteos en YouTube y otras páginas web, a las que se puede acceder desde fuera del país y desde las que se pueden volver a emitir dentro de él. El David digital lucha contra el Goliat teocrático.

Todo eso no quiere decir que los jóvenes iraníes que utilizan Twitter para luchar por la libertad vayan a tener éxito a corto plazo. Ni que los matones basij no vayan a seguir atacando y asesinando a más estudiantes en sus residencias, como ya ha ocurrido. Ni que en Occidente debamos apresurarnos a aplicar la etiqueta de "revolución verde" y compararla con el derrocamiento del Sha hace 30 años. Ni que debamos ser ingenuos sobre los motivos de conspiradores clericales como Hashemi Rafsanyani, cuyas maniobras ocultas forman parte importante de esta historia.

Los movimientos populares, muchas veces, fracasan, al menos a corto plazo. Como las protestas de 2007 en Birmania, pasan a formar parte de la memoria como recuerdos e imágenes conmovedoras de un breve momento de poder; hasta que, quizá décadas más tarde, logran ocupar por fin su lugar en la mitología retrospectiva de un país liberado.

En este caso, no tengo duda de que los jóvenes que aportan gran parte de la energía en las manifestaciones de oposición acabarán triunfando. Dos de cada tres iraníes tienen menos de 30 años. Muchos nacieron en una época en la que los mulás exhortaban a las familias a tener más hijos -pequeños "soldados del imán oculto", los llamaban los propagandistas- para fortalecer el nuevo régimen islámico y sustituir a los mártires de la guerra con Irak. Gracias a una enorme expansión de la educación superior en la República Islámica, millones de esos jóvenes han llegado a la universidad. Aproximadamente la mitad de esos licenciados son mujeres. Y más de dos tercios de los habitantes de Irak viven en las ciudades.

Esta población joven, urbana y cada vez más educada quiere trabajo, vivienda, oportunidades y más libertad. Cualquiera que haya viajado por Irán y haya hablado con los jóvenes sabe que están muy insatisfechos. La semana pasada lo vio todo el mundo: sobre todo en los rostros y las palabras inolvidables de esas iraníes que, como mujeres en un Estado islámico, necesitan doblemente el poder de los impotentes.

Nos encontramos, pues, con que la revolución islámica ha engendrado los hijos que acabarán devorándola. Los que tenían que haber sido los "soldados del imán oculto" acabarán expulsando, un día, a los autodesignados soldados de ese imán oculto, como Mahmud Ahmadineyad. Pero no parece probable que eso vaya a ocurrir hoy ni mañana.

Por ahora, concentrémonos en las elecciones robadas. La escala y el descaro del fraude electoral han convertido un momento político en un momento histórico. Si el régimen hubiera amañado las votaciones para que Ahmadineyad hubiera ganado por poco, digamos un 52%, y los candidatos de la oposición hubieran ganado en sus circunscripciones de origen, habría habido protestas, pero seguramente no de esta dimensión. Muchos, incluidos los gobiernos occidentales, quizá habrían aceptado los resultados y habrían reconocido que Ahmadineyad cuenta con un nivel significativo de apoyo real. Pero el líder supremo, el ayatolá Alí Jamenei, autorizó esta victoria abrumadora y fraudulenta e incluso la bendijo y dijo que era un "juicio divino".

Como consecuencia del supremo error político del líder supremo, los protagonistas del cambio disponen hoy de dos grandes ventajas. Primero, hacen un llamamiento claro y sencillo que atrae el respaldo de millones de iraníes ordinarios que quizá no están de acuerdo en muchas más cosas: "Han tratado mi voto con desprecio. Deben respetarlo". Segundo, el régimen está profundamente dividido, y eso siempre ha sido crucial para el éxito de otros movimientos populares.

Los iraníes que desean el cambio se enfrentan ahora al reto de continuar la presión popular pacífica y mantenerla estratégicamente centrada en la exigencia de Musaví de que se celebren nuevas elecciones. Un momento fundamental se producirá la próxima semana o la siguiente, cuando el Consejo de los Guardianes, que está revisando el "juicio divino" hasta el punto de haber ordenado un recuento parcial, decida que Ahmadineyad ha ganado pero por un margen menor de falsificación divina. ¿Qué sucederá entonces? ¿Hay suficiente energía, entre una juventud que se ha movilizado a sí misma a través de las redes, la gente de Musaví y las facciones desafectas del régimen, para seguir exigiendo nuevas elecciones? ¿O se desinflará todo el movimiento, derrotado por una mezcla de represión, censura, agotamiento y desunión?

Sólo el pueblo de Irán puede responder a esta pregunta. Sólo ellos tienen derecho a responderla. Si los gobiernos occidentales mostrasen explícitamente su apoyo a Musaví y los manifestantes -como habría hecho George W. Bush, y como pretende ahora que se haga John McCain-, proporcionarían al régimen un palo con el que golpear a los demócratas iraníes. Estamos hablando, al fin y al cabo, de un Estado que lleva decenios culpando de todos los males a las maquinaciones de los Satanes occidentales, el grande (Estados Unidos) y el pequeño (Reino Unido). Por el contrario, hacer como China y Rusia, que han reconocido la victoria fraudulenta de Ahmadineyad -en un intento equivocado de poner el interés inmediato de las negociaciones nucleares por delante del interés a largo plazo de la democratización-, sería dar una bofetada a los iraníes desposeídos. Como, por suerte, hemos podido ver tantas veces durante los últimos cinco meses, Barack Obama ha dado con el punto medio necesario.

Sin embargo, sí hay una cosa que los gobiernos democráticos pueden y deben hacer, sin necesidad de decir nada directamente relacionado con las autoridades en Irán. Se trata de mantener y mejorar la infraestructura mundial de la información que en este siglo XXI permite a los iraníes -apoyen al candidato que apoyen- mantenerse en contacto unos con otros y averiguar lo que sucede verdaderamente en su país. Hace unos días, estuve en el estudio londinense del servicio de televisión en persa de la BBC viendo cómo colgaban en la red y emitían impactantes imágenes de vídeo, comentarios de blog y mensajes enviados por iraníes desde el interior de su país. Seguramente, lo más importante que ha hecho el Departamento de Estado norteamericano por Irán en los últimos tiempos fue ponerse en contacto con Twitter durante el fin de semana y pedirle que aplazara unos trabajos de actualización que tenía previstos y que podrían haber dejado sin servicio a los iraníes durante unas horas cruciales de las protestas populares. Bienvenidos a la nueva política del siglo XXI.