miércoles, 14 de julio de 2010

La ex jueza Aída Kemelmajer de Carlucci dio sus fundamentos a favor del matrimonio gay





La Cámara de Senadores debe tratar un proyecto de ley, aprobado por la Cámara de Diputados, que extiende la regulación del matrimonio civil a las parejas del mismo sexo o, en otros términos, habilita el matrimonio a las personas, con independencia de su orientación sexual. El debate generado en torno a este proyecto es muy positivo. Es hora de que la sociedad argentina hable sin eufemismos de éste como de otros temas que hasta ahora han sido tabú.

Uno de los artículos centrales de la reforma proyectada es la modificación del artículo 172 del Código Civil, que al establecer los requisitos para el matrimonio exige el consentimiento expresado por “hombre y mujer”. Desde fines del año pasado, diversos tribunales del país han declarado la inconstitucionalidad de ese artículo; otros resuelven lo contrario; este desorden requiere una urgente intervención del legislador, desde que esta jurisprudencia contradictoria pone en jaque la seguridad jurídica en un campo tan sensible como es la unión matrimonial.

La mayoría de las opiniones son favorables a dictar una ley que establezca algún tipo de regulación para las parejas homosexuales; de hecho, la ciudad de Buenos Aires y otras del resto del país reglamentan aspectos que están dentro de la competencia local (por ejemplo, si uno de los integrantes de la pareja es un empleado público y el otro se enferma, se le otorga derecho a días de licencia con los mismos alcances que a un cónyuge). La posición es correcta: por muy conservador que se sea, sólo el que no quiere ver ignora que en la sociedad existen parejas homosexuales y que ellas requieren la protección de la ley. Las discusiones giran en torno a si esas parejas deben tener la misma opción que las heterosexuales; es decir, tener el derecho a elegir si quieren casarse o simplemente convivir, o, por el contrario, no deben tener derecho a celebrar matrimonio y su derecho se limita a recibir de la ley una protección mínima.

La solución no es idéntica en todos los países. Hay algunos, como España, que han optado por la primera solución; o sea, una pareja homosexual, igual que una heterosexual tiene la posibilidad de elegir entre casarse o no casarse. Otros –por ejemplo, Francia– han dictado normas que les permiten a las parejas homosexuales tener un régimen legal de protección, pero no se lo llama matrimonio ni tiene los mismos efectos; los franceses denominan a esa figura legal “pacto de solidaridad” y se la conoce con el nombre PACS.

En mi opinión, el legislador argentino debe inclinarse por la solución española. Explicaré brevemente por qué.

La Constitución argentina y los tratados de derechos humanos reconocen el principio de igualdad ante la ley. Por eso, cuando el Estado le niega a un grupo de la población un derecho fundamental –y casarse lo es–, debe hacerlo por razones que se adecuen a los principios fundamentales del ordenamiento jurídico. De lo contrario, la distinción se convierte en una discriminación arbitraria.

Algunas personas sostienen que el requisito legal de la diversidad de sexos es justo, no arbitrario, en tanto el matrimonio es una institución que naturalmente exige un hombre y una mujer. No coincido con esta posición.

El matrimonio no es una institución “natural”, sino el fruto de concepciones sociales, culturales, económicas, jurídicas de un momento determinado; por eso, la definición de matrimonio, al igual que la de familia, ha variado a lo largo de la historia. Hasta no hace muchos años (un siglo, quizás), el matrimonio era un acto previamente concertado por los padres; el libre consentimiento de los contrayentes era prácticamente inexistente, tal como lo relatan cientos de obras de la literatura universal. El matrimonio como acto de libre elección y comunidad de afecto responde a la ética de la modernidad, mal que les pese a los nostálgicos del pasado. El error consiste en considerar los hechos sociales como algo “natural”, olvidando que todo cuanto acontece entre los seres humanos tiene una historia, un contexto de aparición y, por lo tanto, de interpretación.

Recuérdese que, durante siglos, el calificativo “natural” fue usado para “justificar” las diferencias entre hombres y mujeres, incluso, para impedir el voto femenino. El mismo tipo de razonamiento (decir que es conforme a la naturaleza) sirvió para fundar las leyes que prohibían el matrimonio mixto entre judíos y arios, entre negros y blancos, etcétera. Piénsese que, recién en 1967, la Corte Suprema norteamericana declaró inconstitucional una ley del Estado de Virginia que les impedía a los blancos casarse con personas de otras razas.

Por lo tanto, es un craso error acudir a la “naturaleza” para decir qué es el matrimonio, no sólo porque nadie puede decir qué es lo natural en esta materia, sino porque se corre el claro riesgo de generar una discriminación injusta y arbitraria.

Por lo tanto, desde la perspectiva de la ley civil, la cuestión a decidir es si la diferencia entre pareja homosexual y heterosexual tiene justificación jurídica, cultural y social en el contexto de un país que, como el nuestro, ha suscrito y ratificado innumerables convenios internacionales de derechos humanos que garantizan la igualdad de derechos.

Se intenta justificar la diferencia en la situación de los hijos. La realidad muestra que la distinción tampoco puede pasar por ese ámbito. La ciencia, la tecnología, ayuda –aquí sí– a “la naturaleza” para procrear con vínculos biológicos que darán lugar a la filiación, figura jurídica que no se reduce a lo puramente genético, sino que comprende otros aspectos. De hecho, dos mujeres lesbianas pueden conformar una verdadera familia conjuntamente con un hijo que una de ellas haya gestado con material genético proporcionado por la otra y por un tercero.

Si esta filiación de origen genético es posible, no se advierte por qué no puede serlo la adopción, acto voluntario fundado en vínculos afectivos profundos que incluso algunas veces, lamentablemente, no existen con los nacidos de la sola “naturaleza”. Claro está, como en todos los casos, sea la pareja homosexual o heterosexual, el juez deberá analizar si esa adopción, en ese caso concreto, respeta el interés superior del niño.

En definitiva, la ley debe amparar la familia como núcleo dentro del cual el sujeto puede desarrollar las potencialidades de su personalidad, y en el cual encuentran protección las personas más vulnerables (niños, ancianos, etcétera). Si la familia no sirve para eso, entonces estamos muy mal.

-Doctora en Derecho de la Universidad de Mendoza, Argentina.
Miembro de las Academias Nacionales de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires y de Córdoba.
Ministro de la Suprema Corte de Justicia de Mendoza.
Profesora titular de Derecho Civil (Facultad de Derecho) y Derecho Privado (Facultad de Ciencias Económicas), Universidad Nacional de Cuyo.