viernes, 3 de julio de 2009

El cesarismo democrático en América Latina




TOMÁS ELOY MARTÍNEZ 02/07/2009

La última campaña electoral ha confirmado en la Argentina el papel inagotable del cesarismo en las naciones que aún tienen instituciones débiles en América Latina. Es decir, casi todas.

Si se toma la definición de Antonio Gramsci, "el cesarismo expresa siempre la solución arbitraria, confiada a una gran personalidad, de una situación histórico-política caracterizada por un equilibrio de fuerzas de perspectivas catastróficas".

Para el marxista italiano puede haber cesarismos progresistas -Julio César y Napoleón I- o regresivos -Napoleón III y Bismarck-, pero en todos los casos se trata de una salida encabezada por un líder militar, aunque no sólo militar, a una situación desesperada y excepcional.

De ahí que la figura -llámese cesarismo, bonapartismo, bismarckismo- sea tan familiar en América Latina, donde, desde las revoluciones independentistas, la mayor parte de las naciones, castigadas por sucesivas crisis políticas y escenarios de transición, conocieron más caudillos que soluciones institucionales.

Esas tierras han sido fértiles en autócratas de gran popularidad que, en los tiempos modernos, han ido expandiendo y afianzando su poder mediante el control de la corrupción, de la policía y de la facultad para repartir los recursos del Estado como les conviene.

No hay mayor símbolo de cesarismo democrático que el régimen del venezolano Juan Vicente Gómez, uno de cuyos ministros, Laureano Vallenilla Lanz, estableció la validez del término en un libro de 1919. Gómez inspiró a Gabriel García Márquez el personaje del dictador de su sexta novela, El otoño del patriarca, y es la encarnación favorita del hombre fuerte de las tierras pobres para artistas plásticos como Fernando Botero y Pedro León Zapata.

Cuando llegué a Venezuela en 1975, la figura de Gómez seguía ocupando el centro de la imaginación nacional, y ahora, que ha encontrado en Hugo Chávez a su mejor discípulo, casi no pasa semana sin que la oposición invoque el término. Gómez creció al lado de su predecesor, Cipriano Castro, quien inició el siglo XX enfrentando una poderosa amenaza internacional al no poder pagar la deuda contraída con empresas extranjeras expropiadas. Buques de bandera inglesa, italiana y alemana bloquearon el puerto de La Guaira en 1902 y Venezuela logró zafarse de la asfixia cuando invocó la Doctrina Drago, que dictamina la ilegalidad del cobro violento de las deudas por parte de las grandes potencias en detrimento de la soberanía, estabilidad y dignidad de los Estados débiles.

Al convertirse en adalid del nacionalismo, Gómez pudo dar el salto a la vicepresidencia. Cuando Cipriano Castro debió

someterse a una cirugía delicada en Alemania, lo traicionó con un golpe que lo instaló en la jefatura del Gobierno durante 27 años. Allí, en el sillón patriarcal, murió en 1935.

Su ideólogo Vallenilla Lanz, un sociólogo positivista, intentó argumentar que pueblos como el venezolano no estaban capacitados para respirar una atmósfera republicana; sólo "el gendarme necesario" -como definió a su modelo de César- podía sacarlos de la miseria y de la anomia. Dictaminó que "el Caudillo constituye la única fuerza de conservación social" y que "el gendarme electivo o hereditario de ojo avizor" es una necesidad fatal "en casi todas estas naciones de Hispanoamérica, condenadas por causas complejas a una vida turbulenta".

Como eficaz vocero de la ideología oficial, Vallenilla Lanz no se refiere a Gómez en su ensayo de manera directa. Se ampara en cambio en la figura tutelar de Simón Bolívar, quien propuso la presidencia vitalicia. Escribe que Bolívar "nunca abrigó la más ligera esperanza" de que "aquellas constituciones de papel" pudieran establecer el orden. Sus críticos, como el exiliado Rómulo Betancourt, del Partido Revolucionario Venezolano -luego presidente constitucional-, lo llamó "Maquiavelo tropical empastado en papel higiénico". Lejos de ofenderse, Vallenilla Lanz agradeció la comparación con el autor de El Príncipe.

Chávez no es el único heredero de la idea de un César avalado periódicamente por elecciones libres. Decidido a concentrar férreamente todo el poder en sus solas manos, lleva por ahora 10 años en el Gobierno, el mismo tiempo que Carlos Menem.

Figuras como Alberto Fujimori o Álvaro Uribe, por distintas que sean, han visto en la perpetuación presidencial el vehículo para modelar sus países a la medida de sus deseos. Qué decir de Fidel Castro, quien no logró hallar un sucesor que no llevara su sangre.

Si Brasil ha logrado superar, con los Gobiernos de Fernando Henrique Cardoso y Luiz Inácio Lula da Silva, la herencia del autoritarismo populista de Getulio Vargas, en la Argentina el ejemplo de Perón impregna demasiado al partido que él fundó y que ya se confunde con el Estado.

Ayudan, y mucho, las torpezas de una oposición que muestra menos interés en la construcción de la democracia que en el asalto a los privilegios que confiere la cosa pública, así como parece tener menos convicción para reintegrar a los marginales al mundo de la ciudadanía que en reemplazar a un firmante de los Decretos de Necesidad y Urgencia por otro que haga lo mismo.

Néstor Kirchner, como Gómez, ha intentado prolongar sus planes de hegemonía alternándose con sus parientes en el Gobierno, tal como hizo al decidir la candidatura de la actual presidenta, su mujer. Ahora sale a defender el modelo agitando el fantasma de un conflicto de intereses entre grupos y clases que sólo una figura providencial, el César, podría contener. "Tengan en claro", declaró el líder del justicialismo antes de las elecciones de este domingo pasado, "que (...) no es una elección más. O es la vuelta al pasado para tratar de imponer proyectos que no tienen nada que ver con el pueblo, o es la consolidación de un proyecto nacional y popular que devuelva la justicia social".

Ese juego al todo o nada fue explotado ya por Carlos Menem en 2003. Es, de alguna manera, el juego bonapartista, una de las formas del cesarismo. Luego de las revoluciones de 1848, Luis Bonaparte fue elegido -el primer voto universal en Europa- presidente de la Segunda República Francesa. Sus constantes convocatorias a referendos desnaturalizaron la representatividad republicana y cimentaron su popularidad. El 2 de diciembre de 1851 aplastó a la creciente oposición monárquica al llamar a un plebiscito con la pregunta "¿Queréis ser gobernados por Bonaparte? ¿Sí o No?". Un año más tarde, previa reforma constitucional, se convirtió en emperador autoritario.

La presidenta Cristina Fernández conoce bien la historia de Napoleón III, pues ha citado la obra de Carlos Marx sobre su golpe de Estado, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, evocando la famosa frase según la cual, cuando la historia se repite, primero lo hace como tragedia y luego como farsa. La influencia del estilo cesarista de su marido, para quien disentir equivale a traicionar, amenaza la estabilidad institucional tanto como la falta de ideas de la oposición.

Desde su púlpito partidario, el ex presidente Kirchner no ha vislumbrado otros futuros que el caos o la continuidad del modelo impuesto por la voluntad del César. Nada se ha empobrecido tanto en la Argentina como la imaginación de sus políticos.

© 2009, Tomás Eloy Martínez. Distribuido por The New York Times Syndicate.

miércoles, 1 de julio de 2009

Marcos Novaro: "Los Kirchner destruyeron su propia herencia"

MARCOS NOVARO
Sociólogo e historiador
Doctor en Filosofía y profesor de Teoría Política Contemporánea en la UBA.
Libros : El derrumbe político en el ocaso de la convertibilidad, La dictadura militar (en colaboración con Vicente Palermo), Historia de la Argentina contemporánea.

Para LA NACION


Para el sociólogo e historiador Marcos Novaro, los esposos Kirchner destruyeron su propia herencia. "Es interesante trazar un paralelo entre Néstor Kirchner y Carlos Menem. Los dos se fueron transformando en parodias de sí mismos y en los peores defensores de su herencia. Los Kirchner no eran tan ideológicos cuando tenían éxito. Eran, más bien, pragmáticos. Lo mismo Menem: se fue transformando en un neoliberal furioso, pero no había sido así al principio. Habría que preguntarse por qué tanto Menem como Kirchner terminaron destruyendo su herencia."

En la entrevista con La Nacion, este profesor de Teoría Política en la Universidad de Buenos Aires, de 44 años, vaticinó que el Gobierno deberá pagar caro el apoyo político recibido de los gobernadores, del mismo modo que sucedió con Menem después de la derrota de 1997: "Un ciclo se termina y se abre otro, en el que habrá nuevos debates, líderes y conflictos y en el que, necesariamente, tendrán más peso las provincias. La política argentina suele tener ciclos pronunciados de poder concentrado en torno a líderes fuertes en el gobierno, seguidos por etapas de provincialización, fragmentación de partidos y federaciones de caudillos locales. Entramos en la fase de predominio de los caudillos locales. Pero con un riesgo: que pasemos abruptamente de la concentración política a la desconcentración caótica, y que ese desorden político se replique en un descalabro fiscal", advierte Novaro, investigador independiente del Conicet y director del Programa de Historia Política del Instituto Gino Germani en la UBA.

Novaro tiene especialización en Ciencia Política en el Centro de Estudios Constitucionales de Madrid, y un doctorado en Filosofía de la UBA. En 2007, ganó la Beca Guggenheim y un año antes publicó su último libro hasta hoy, Historia de la Argentina Contemporánea . Dirige el Centro de Investigaciones Políticas (Cipol), desde el que difunde sus ideas a través de un blog: El agente de Cipol .

-¿Cuáles serán las claves en esta etapa de auge de los caudillos territoriales?

-Será más fácil para los gobernadores la formación de mayorías en el Congreso. Y, claro, tener compensaciones financieras por el apoyo político al gobierno nacional. Es probable que al Gobierno no logre aprobar leyes que mantengan su salud fiscal (como la ley del cheque, el presupuesto, los superpoderes) a menos que esté dispuesto a dar mucho a cambio. Uno de los problemas serios de este escenario, que habría que tratar de evitar, es que se reproduzca lo que le pasó a Menem en su segundo mandato, en el que también tuvo un auge federal con la derrota de 1997. En una palabra: hay peligro de pasar de la concentración del poder a la desconcentración caótica, y de que ese ciclo político desordenado se reproduzca en un ciclo fiscal de desequilibrio creciente.

-¿Cuánto se tardará en construir una nueva mayoría política?

-Eso depende de muchos factores: de cómo el Gobierno absorba el golpe, que fue inapelable e irremontable -creo que la renuncia de Kirchner a la jefatura del PJ fue una buena señal-, de cómo se produzca la transición dentro del peronismo, de cómo se resuelva la lucha por el liderazgo y de si se reunifica la UCR. Estamos ante un panorama plural, dinámico y de conflicto: una nueva mayoría tardará en aparecer porque hay mucha competencia intrapartidaria e interpartidaria. Una clave será cómo resolverá el PJ su crisis interna y si lo hará dentro del peronismo o trasladará su interna, una vez más, a la sociedad. El cierre de este ciclo dependerá de todos esos factores. Los Kirchner se han ido convirtiendo en una parodia de sí mismos, igual que Menem. Cuando tenían éxito no eran tan ideológicos. Eran más pragmáticos, más moderados: un poco de Lula y un poco de Chávez. Lo mismo con Menem: con el tiempo, se fue convirtiendo en un neoliberal furioso. No había sido así al principio.

-La oposición acusa al Gobierno de autismo. ¿Qué pasa si se fortalece la fórmula de un kirchnerismo aislado del peronismo?

-Si se resisten a tomar medidas que sinceren la situación y siguen con esta táctica de tapar los problemas con soluciones absurdas, podemos asistir a la continuidad de un kirchnerismo populista cada vez más alejado del PJ. Y a que el PJ no quiera colaborar en esas condiciones. Será un gobierno que pierde sustento institucional, que se aísla de la opinión pública y sigue con su tesitura: si la opinión pública no nos acompaña, ya van a ver qué va a pasar. Seguramente, encontrarán los intelectuales adecuados para argumentar en estos términos y darle pasto a esa idea. Ahí, los problemas objetivos puede que no sean tan graves, pero la política puede convertirlos en graves.

-No habló todavía del PJ. ¿Qué pasa si no resuelve rápidamente el problema de su sucesión? Duhalde vaticinó que el próximo presidente no será peronista...

-Bueno, eso sería en el caso de que el Gobierno enfrentara muy mal la crisis y de que, a la vez, el PJ se fragmentara mucho. Entonces, en el marco de una crisis mal llevada por un gobierno de signo peronista, más la imposibilidad del propio PJ de articularse, ahí quedaría abierta la puerta para una coalición no peronista. Me parece el escenario más improbable.

-Algunas interpretaciones de intelectuales oficialistas describen al kirchnerismo como una fuerza transformadora que no pudo imponer un nuevo orden y que uno de esos obstáculos fueron los medios. ¿Cómo lo ve?

-Absurdo. Al contrario: creo que el kirchnerismo es una fuerza profundamente conservadora que quiso cambiar la política, pero no pudo cambiar las políticas. Me refiero a las políticas públicas: hay ministerios que están dibujados. Por lo demás, la Argentina no es un país con un orden consolidado que hay que destruir, sino que lo que predomina es el desorden. En todo caso, si algo hace falta es construir un orden nuevo, con sus propias reglas del juego.

domingo, 28 de junio de 2009

Ideas para la izquierda


Daniel Innerarity 28/06/2009


El fracaso de los socialistas en las recientes elecciones europeas, precisamente por haber afectado a todos los países, remite a algunas causas ideológicas de carácter general. La pregunta que se plantea con irritación y desconcierto sería la siguiente: ¿cómo explicar que la crisis o los casos de corrupción golpeen de manera muy diferente, desde el punto de vista electoral, a la izquierda y a la derecha?

Pienso que la raíz de esa curiosa decepción, que se reparte tan asimétricamente, está en las diversas culturas políticas de la izquierda y la derecha.

Por lo general, la izquierda espera mucho de la política, más que la derecha, a veces incluso demasiado. Le exige a la política no sólo igualdad en las condiciones de partida sino en los resultados, es decir, no sólo libertad sino también equidad. La derecha se contenta con que la política se limite a mantener las reglas del juego. Es más procedimental y se da por satisfecha con que la política garantice marcos y posibilidades, mientras que el resultado concreto (en términos de desigualdad, por ejemplo), le es indiferente; a lo sumo, aceptará las correcciones de un "capitalismo compasivo" para paliar algunas situaciones intolerables.

Por supuesto que ambas aspiran a defender tanto la igualdad como la libertad y que nadie puede pretender el monopolio de ambos valores, pero el énfasis de cada uno explica sus distintas culturas políticas. La diferencia radicaría en que la izquierda, en la medida en que espera mucho de la política, también tiene un mayor potencial de decepción. Por eso el vicio de la izquierda es la melancolía, mientras que el de la derecha es el cinismo.

Esto explicaría sus distintos modos de aprendizaje, lo que probablemente responde a dos modos psicológicos de gestionar la decepción. La izquierda aprende en ciclos largos, en los que una decepción le hunde durante un espacio de tiempo prolongado y no consigue recuperarse si no es a través de una cierta revisión doctrinal; la derecha tiene más incorporada la flexibilidad y es menos doctrinaria, más ecléctica, incorporando con mayor agilidad elementos de otras tradiciones políticas.

Por eso la izquierda sólo puede ganar si hay un clima en el que las ideas jueguen un papel importante y hay un alto nivel de exigencias que se dirijan a la política. Cuando estas cosas faltan, cuando no hay ideas en general y las aspiraciones de la ciudadanía en relación con la política son planas, la derecha es la preferida por los votantes.

La izquierda debería politizar, en el mejor sentido del término, frente a una derecha a la que no le interesa demasiado el tratamiento "político" de los temas. La derecha hoy exitosa en Europa es una derecha que promueve, indirecta o abiertamente, la despolitización y se mueve mejor con otros valores (eficacia, orden, flexibilidad, recurso al saber de los técnicos...). Lo que la izquierda debería hacer es luchar, a todos los niveles (frente al imperialismo del sistema financiero, contra los expertos que achican el espacio de lo que es democráticamente decidible, contra la frivolidad mediática...) para recuperar la centralidad de la política.

Hoy no es que haya una política de izquierdas y otra de derechas; el verdadero combate se libra actualmente en un campo de juego que está dividido entre aquellos que desean que el mundo tenga un formato político y aquellos a los que no les importaría que la política resultara insignificante, un anacronismo del que pudiéramos prescindir. Por eso la defensa de la política se ha convertido en la tarea fundamental de la izquierda; la derecha está cómodamente instalada en una política reducida a su mínima expresión, a la que le han reducido enormemente sus espacios el poder de los expertos, las constricciones de los mercados y el efectismo mediático. Para la izquierda, que el espacio público tenga calidad democrática es un asunto crucial, en el que se juega su propia supervivencia.

La idea de que la izquierda está por lo general menos movilizada se ha convertido en un tópico que a veces revela una concepción mecánica y paternalista (cuando no militar) de la política. Hay quien entiende la movilización como una especie de hooliganización, como si la ciudadanía fuera una hinchada, y, llegado el momento, propone suministrar la dosis oportuna de miedo o ilusión para que la clientela se comporte debidamente. Este automatismo no es la solución sino el síntoma del verdadero problema de una izquierda que se está acostumbrando a chapotear en una ciudadanía de baja intensidad.

Lo que la gente necesita no son impulsos mecánicos sino ideas que le ayuden a comprender el mundo en el que vive y proyectos en los que valga la pena comprometerse. Y la actual socialdemocracia europea no tiene ni ideas ni proyectos (o los tiene en una medida claramente insuficiente).

No quiero caer en un platonismo barato y exagerar el papel de las ideas en política, pero si la izquierda no se renueva en este plano seguirá sufriendo el peor de los males para quien pretende intervenir en la configuración del mundo: no saber de qué va, no entenderlo y limitarse a agitar o bien el desprecio por los enemigos o bien la buena conciencia sobre la superioridad de los propios valores.