viernes, 27 de junio de 2008

León Gieco "Yo soy del campo"



Ala hora de trazar sus coordenadas de tiempo y espacio, León Gieco dice que está sin hacer nada y contando las horas para “ir a la presentación de Café de los Maestros”, la película de Walter Salles sobre proyecto de Gustavo Santaolalla.
Pero el cantautor santafesino sabe que lo más oportuno para hablar con él, un emergente del campesinado convertido en referencia de la canción testimonial, es el conflicto entre el Gobierno y el campo. También es de interés la cuestión porque él siempre se ha mostrado favorable a los actos de gobierno del matrimonio Kirchner. “El conflicto está en que en el campo no todos piensan igual. Es muy burdo decir ‘el campo nos ha dado de comer toda la vida’. No señor, fue la tierra. Porque hay mucha gente del campo que tiene depositada la plata en bancos de Norteamérica, ¿viste?”, es lo primero que expresa León con respecto a un cortocircuito que lleva más de 100 días.
Luego sigue: “El conflicto es antiguo, y viene de los tiempos de unitarios y federales. Y ahora, la pelea es ésta; no es una cuestión de retenciones sino de política. Está bueno que se haya armado este quilombo porque se pusieron muchas cosas en caja. Lo de las retenciones, que la presidenta haya mandado todo al Congreso, me parece que lo tendría que haber hecho de movida. ¿Y los congresistas que hicieron desde el vamos? Hay una quietud medio pelotuda por parte de la gente del Congreso. También hay gestos de arrogancia de algunos referentes del campo; de algunos”.

–¿Quiénes serían los no arrogantes?
–Yo soy del campo, mi abuelo me llevaba a arar con caballos. Nada de siembra directa. Sé cuál es el discurso representativo del campo, que es el que da De Angeli. No es oligarca, ni especulador. Es un pequeño empresario del campo, el que se banca las sequías, las inundaciones. Se banca eso de pasar dos años sin cosechar. De Angeli sabe de lo que habla. Después están los que tienen millones de hectáreas que son los que ponen la plata afuera y, por otro lado, el Gobierno, que tardó mucho para armar una comisión para atender los problemas del sector. No creo que los Fernández sepan tanto de campo para ser ellos mismos “la” comisión. La gente del campo no es toda lo mismo. No da para meterlos en la misma bolsa.

–Entonces no da poner “Bandidos rurales” como música de fondo de un informe televisivo.
–No, esa canción está referida a otra cuestión. El otro día, antes del discurso de Cristina pasaron Bandidos Rurales. Es un vivillo que dijo “pasemos esto”. Cuando lo escuché, lo único que atiné a decir fue “¡qué hijo de puta!”

León tiene un nuevo disco, aunque no de canciones inéditas. Se llama Por partida triple y consta de colaboraciones suyas para otros artistas. La edición es de disco triple y se ampara en tres preceptos: “rock, folklore y rutas”. De los tres, y teniendo en cuenta cuál es el tema más espinoso por estos días, conviene concentrarse en “folklore”.

–¿Considerás al folklore música emergente del campo?
–La base del folklore es la música del campo, como el folk americano. Allá, el jazz es capitalino y el country es de campo. Acá, el rock es lo capitalino tanto como el tango, mientras que el folklore es del campo. Lo que pasa es que los mercados confunden la cosa. No obstante, vamos a creer lo que decía Facundo Cabral: “No es lo mismo cantar una zamba debajo de un ombú que en un décimo piso”.

Fuente: La Voz del Interior

martes, 24 de junio de 2008

En busca de partidos estables

Timothy Garton Ash 28/10/2007

De vez en cuando, justo cuando estamos empezando a hartarnos, alguna cosa nos recuerda que la democracia es maravillosa। El domingo pasado, jóvenes polacos hicieron pacientemente cola no sólo en Varsovia y Wroclaw, sino en Dublín y Londres, para votar por una Polonia en la que puedan tener futuro। El placer más elemental de la democracia -nosotros, el pueblo, elegimos a nuestros gobernantes- les estuvo negado a sus padres hasta el fin del comunismo, en 1989। Los chicos de 18 y 19 años en esas colas también estaban experimentándolo por primera vez. La participación, aunque baja, fue la mayor desde las históricas elecciones de aquel año. Fueron sobre todo los jóvenes los que acudieron en un número que no se esperaba; el resultado ha sorprendido a todo el mundo.

Ya estaba bien. Había llegado el momento de cambiar. Así que, por utilizar una expresión rotunda, "expulsaron a los sinvergüenzas". El más moderado de los "gemelos terribles" sigue siendo presidente, pero Jaroslaw Kaczynski, más sanguinario y dado a las conspiraciones, ha dejado de ser primer ministro. Su partido, aunque obtuvo casi la tercera parte de los votos, sufrió una derrota inequívoca. E igualmente satisfactorio fue que dos pequeños partidos populistas y obstinados, el llamado Partido de Autodefensa y la Liga de Familias Polacas, consiguieran menos del 5%, por lo que no estarán representados en el Parlamento. La noche de las elecciones me gustó especialmente el momento en el que la televisión polaca conectó con el cuartel general del horrible Partido de Autodefensa para mostrar un salón totalmente iluminado y completamente desierto. No parecía que hubiera nadie aparte del periodista de la televisión y un melancólico portavoz con bigote. Se acabó la fiesta. El último, que apague las luces.

Éste es un buen resultado para la democracia, para Polonia y para Europa. En ciertos aspectos, la secuencia histórica no podría ser mejor. Una vez que Polonia está a salvo en la UE y la OTAN, la tendencia xenófoba, provinciana, retrógrada y germanófoba que siempre ha existido en la sociedad polaca tiene su oportunidad de gobernar. Lo estropea todo en sólo dos años. Entonces, una clara mayoría de votantes decide en elecciones libres y justas que ésa no es la Polonia en la que quiere vivir, no es el rostro que quieren enseñar al mundo. Quieren un país más moderno, más progresista, más europeo y más occidental. ¿Hay algo más claro y limpio que esta decisión libre? La democracia, como decía Karl Popper, es el sistema en el que la gente puede cambiar su Gobierno por medios pacíficos.

Por desgracia, los gemelos Kaczynski no se limitaron a empeorar las cosas para sí mismos; también empeoraron las cosas para un Estado débil, dominado por el sectarismo y la corrupción. Prometieron un país más fuerte y más limpio, y han dejado uno más débil y más sucio. El nuevo Gobierno polaco tendrá que trabajar enormemente para restaurar -mejor dicho, para instaurar desde cero- una buena práctica de gobierno, sujeta al imperio de la ley. No estoy seguro de que lo consigan. Ahora bien, por lo que respecta a la política exterior, el cambio debería ser más fácil. Dentro de la UE, este Gobierno seguirá estando más próximo a los euroescépticos, pero seguramente será moderado y razonable en la defensa de sus intereses nacionales. No se dejará llevar por un miedo anacrónico y decimonónico a Alemania. La tarea de incordiar en la UE volverá a recaer sobre su encargada tradicional, Gran Bretaña.

Existe otro aspecto en esta historia que tiene una dimensión más amplia. Desde el final del comunismo, la política polaca se ha caracterizado por su imposibilidad de consolidar partidos políticos grandes y duraderos, ni en el centro-izquierda, ni en el centro-derecha. A lo largo de los años ha habido partidos que han surgido y han desaparecido como solteros esperanzados en una sesión de citas rápidas. Los acrónimos no han dejado de bailar, como letras dentro de un caleidoscopio. Durante un tiempo pareció que los poscomunistas iban a crear un partido socialdemócrata moderno, pero todo se derrumbó en una ciénaga de escándalo y corrupción. Tampoco ha logrado este país abrumadoramente católico crear un partido democristiano moderno, como el de Alemania. Los políticos son siempre los mismos, los partidos cambian. El grupo que ha ganado en esta ocasión, la Plataforma Cívica, está en el Parlamento desde 2001. No hay más que un partido que haya estado presente de forma ininterrumpida desde 1989: el Partido Campesino (que es, por cierto, el socio más probable para formar Gobierno con la Plataforma). No creo que sea casual que este partido sea además el único que representa a un grupo social concreto y bien definido: los campesinos, benditos sean.

El caleidoscopio de acrónimos no es un fenómeno exclusivo de Polonia. Si se observan las elecciones de otros países poscomunistas, es frecuente ver una volatilidad parecida: menor en algunos sitios (la República Checa, Hungría) y casi equiparable en otros. Pero tampoco es sólo una cacofonía poscomunista. Piénsese en Italia, que al acabar la guerra fría sufrió un terremoto en su sistema político. Por lo que muestran las actas, ninguno de los partidos que se encontraban en la Cámara baja del Parlamento italiano en otoño de 1987 está todavía presente. El único que ha tenido escaños de forma ininterrumpida desde 1992 es el de Refundación Comunista (el segundo, que sólo estuvo ausente dos años, es el Partido Popular del Sur del Tirol, o Südtiroler Volkspartei; es decir, el premio es para los representantes de una minoría de habla germana y una ideología nacida en Alemania).

A principios de este mes, los italianos recibieron una invitación de otro partido nuevo. En un extraordinario sondeo de opinión, vagamente parecido a una primaria de Estados Unidos, más de 3,4 millones de votantes escogieron al alcalde de Roma, Walter Veltroni, para encabezar un nuevo partido de conjunto llamado (a la americana) Demócrata, que reúne a los antiguos Demócratas de Izquierdas y el antiguo Partido de la Margarita; es decir, a ex comunistas, ex democristianos, ex republicanos, ex liberales y ex socialistas (aunque tal vez, en el fondo de sus corazones, sigan siendo todas esas cosas). "No nos están pidiendo que seamos el siguiente escalón", dijo Veltroni, "sino que hagamos un partido completamente nuevo".

Para países como Gran Bretaña y Estados Unidos, que aguantan impasibles desde hace tiempo con los dos o tres mismos partidos, todo esto puede parecer una serie de mareantes danzas latinas y eslavas. Perder un partido político es comprensible, perderlos todos parece una auténtica dejadez. Por su parte, los politólogos disponen de complejos argumentos sobre la relación entre los sistemas electorales y los sistemas de partidos (por ejemplo, que las elecciones de tipo británico, en las que el ganador se queda con todo, son seguramente las que más favorecen un sistema de dos partidos).

Piénsenlo por un momento: si nuestros partidos tradicionales no existieran, ¿los inventaríamos? Lo más seguro es que no. Están ahí porque están ahí. Ya no representan a grupos sociales distintivos (es decir, el laborismo ya no representa a los trabajadores) ni principios característicos. En Gran Bretaña, laboristas y conservadores cruzan las líneas sin cesar en su lucha por ganarse el afecto de una (pequeña) clase media más o menos liberal. En la conferencia del Partido Laborista, el primer ministro, Gordon Brown, pronuncia un discurso propagandístico sobre la identidad británica, la ley y el orden, frente a un fondo azul y conservador; el líder conservador, David Cameron, se muestra descorbatado y progresista, aunque luego vuelve a arreglarse. Se roban uno a otro los planes políticos -el último, sobre la reducción de los impuestos de sucesión- como travestís que se pelearan por el mismo vestido de cóctel. Son meros aparatos para sumar intereses y prejuicios; máquinas para ganar elecciones, unidas sólo por la historia y el ansia común de poder. No obstante, tener un sistema de partidos estable sigue ofreciendo muchas ventajas. El problema es: ¿cómo crearlo si nunca se ha tenido, lo que ocurre en Polonia, o cómo recrearlo si se ha venido abajo, como en Italia?

lunes, 23 de junio de 2008

REPORTAJE a Santiago Kovadloff

Por Magdalena Ruiz Guiñazu

A lo largo de 15 libros y después de innumerables conferencias, en las que ha explicitado la lucidez de su pensamiento, Santiago Kovadloff llega ahora a las librerías con otro título: El enigma del sufrimiento, una encrucijada que los argentinos hemos transitado ya en demasiadas oportunidades।
—Yo he escrito, y escribo, cuentos para niños, poemas y muchos ensayos. Espero que este libro no sea el último, puesto que el terror de todo escritor, cuando finaliza una obra en la que ha trabajado durante mucho tiempo, es que junto con esa última obra él se despida de la posibilidad de crear. Usted sabe que la inspiración es frágil y, a la vez, indispensable...
—Pero, Kovadloff, en el país en que vivimos, la inspiración no le va a faltar... A veces, uno piensa que para los argentinos es difícil curarse del todo, por no poder cerrar viejas heridas...
—En este último libro, yo intento realzar el sentido fecundo del sufrimiento y lo distingo del dolor al que, en cambio, asocio al puro padecimiento. Aquí intento estudiar la viabilidad o no del tránsito del dolor al sufrimiento. El sufrimiento está asociado con la capacidad que un individuo o un pueblo tiene para elaborar sus dificultades. Y lo llamo “sufrimiento”, porque la huella de lo padecido siempre queda en quien va más allá de lo padecido.
—Y el miércoles 18, por ejemplo, en aquella multitudinaria Plaza de Mayo ¿dónde estaban las huellas del padecimiento?
—Yo creo que una de las grandes dificultades que tiene el oficialismo es la capitalizar los fracasos que la Argentina ha tenido en su transición a la vida democrática. El ex presidente Kirchner ha tratado de decir que, en la actualidad, se enfrentan el presente y el pasado. El asocia el pasado a la protesta que, siendo inicialmente campesina, desbordó hacia las ciudades y se convirtió en protesta ciudadana. En cuanto al presente, el Dr. Kirchner lo vincula con el posicionamiento del Gobierno. Yo creo que es exactamente al revés. Y le explico por qué. Me parece que la demanda de vida constitucional sólida, y de vida parlamentaria fecunda con democratización del debate, es un rasgo distintivo de la protesta que se origina en el campo y pasa a las ciudades. En cuanto al pasado entendido como reivindicación de lo inamovible, de lo intolerante, del autoritarismo, está presente en el discurso de este ex presidente que no conoce los matices de la convivencia. Kirchner está dispuesto a ejercer el poder a expensas del prójimo, y ha hecho de toda diferenciación de sus ideas un signo de hostilidad y de golpismo. La pobreza de los conceptos que emplea para caracterizar a quienes no coinciden con él prueba la densidad de su intolerancia al intercambio de ideas y al ejercicio democrático del poder.
—¿Usted no cree que Néstor Kirchner tiene características adolescentes muy acentuadas?
—¡Bueno, eso que usted dice va en desmedro de los adolescentes!
—¿Por qué?
—Simplemente, porque en los adolescentes la crisis va acompañada de una fuerte angustia, mientras que aquí hay una rigidez que es más bien característica de una adultez dogmática. Es un pensamiento que está más cerca del integrismo que de lo que podríamos llamar una crisis cabal. En la crisis cabal hay matices. De hecho, en la crisis social que vive la Argentina hay matices. Si de un lado están los voceros del ex presidente, como D’Elía, del otro lado, dentro de la comunidad, lo que podemos advertir es un afán de interdependencia entre los que son voceros del conflicto. Nadie quiere tener el monopolio de la palabra. ¡Y esto no es un rasgo del Gobierno!...
—Pero aquí surge (y no sé si usted estará de acuerdo) una especie de síndrome de abstinencia del poder. Daría la sensación de que esto obsesiona al Dr. K. Fíjese que el miércoles, después del acto en la Plaza de Mayo, pensando en que quizás se había cortado la cadena oficial, veíamos a Kirchner solo, en medio del escenario, agitando una Bandera argentina como si fuera un niño. Es, en cambio, un hombre grande que ha sido exitoso, pero que no puede abandonar el escenario...
—Mire, en filosofía hay un concepto, el de solipsismo, que encarna lo que usted acaba de describir. Le explico: el solipsismo es una corriente de pensamiento que caracteriza al individuo que está ensimismado, cerrado en su autorreferencia absoluta. El individuo para el cual, su “yo” es la totalidad de lo real. Este ensimismamiento profundo es muy insular, y caracteriza la formación cultural de individuos que han vivido en el aislacionismo característico de 16 años de administración de una provincia en la que, para afianzarse en el poder, la descalificación del prójimo como interlocutor ha sido esencial. Trasladar estos criterios a una República, pretender hacer de la totalidad del país un escenario monótonamente sometido, es confundir las demandas de un Gobierno intolerante con las necesidades de una República que tiene que crecer.
—Sí, pero ¿cómo crece un país? ¿Siempre tiene que ser a través del sufrimiento?
—Los países crecen capitalizando el dolor. Aprendiendo de sus experiencias y de sus errores. De sus experiencias frustradas. Mire, el gran capital de la maduración cívica es la meditación y el aprovechamiento de los errores pasados. Cuando caemos en el campo de la monotonía (es decir, de la reiteración de los criterios que van desde las entonaciones de voz hasta el repertorio de conceptos machacados), uno advierte que no se está trabajando por el crecimiento, sino por la duración. “Durar” es algo muy difícil de vivir. Es algo muy distinto a vivir. “Durar” es empeñarse en no perder protagonismo aunque la vitalidad del propio posicionamiento no sea rica. Y lo indispensable para poder “durar” es dirigirse al otro como si tampoco quisiera vivir. Como si sólo aspirara a durar. Entonces, una de las estrategias de la supervivencia, como es el prebendarismo, entra en escena para condenar al beneficiario a sostenerse en la duración. No se le habilita la posibilidad, por ejemplo, de crecer y desplegarse. Se lo condena a la inmovilidad de la dependencia. Este discurso paternalista y autoritario es un signo de la tendencia que los gobernantes muestran al aferrarse al pasado y al no aceptar los desafíos del porvenir.
—¿A usted le parece que la pareja presidencial (y me refiero a ellos en estos términos porque el miércoles, cuando los veía abrazarse en el escenario, parecían una pareja monárquica y reinante) comparte estos conceptos?
—Yo pienso que si en la intimidad no los comparten, de hecho, en la vida social y en la manifestación pública, no se advierten fisuras en los dos discursos. Hay una posición fundamental que es el maniqueísmo. Le explico: maniqueísmo es el capital básico compartido. La idea de que uno no está frente a un adversario, ¡sino frente al enemigo! Esta presunción obliga, entonces, a dividir el país en clases sociales, en ideologías irreconciliables y es la manifestación de una profunda pérdida de actualización. En la senilidad no hay nada más penoso que la pérdida del sentido de lo real. Y estas dos personas (Néstor y Cristina), si bien no son viejas, son seniles conceptualmente. ¿Por qué? Pues porque se mueven en un mundo que ya no tiene consistencia real, pero al que necesitan perpetuar para no perder el sentido de su propia identidad.
—¿Y cuál sería, a través de su mirada, la identidad que hoy tiene la Argentina como país?
—Yo diría que el rasgo positivo que advierto en esta crisis es la reivindicación inamovible de la institucionalidad. El deseo de inscribir los conflictos en un cauce institucional es una demanda con que la inmensa mayoría de la gente ha venido a reemplazar (con creces) aquel triste: “¡Que se vayan todos!”. Lo que la gente quiere, hoy, son instituciones. Un marco legal dentro del cual encarar los conflictos, porque la mera sectorialización de los problemas, cuando no se inscribe en el marco institucional, lleva a la democracia directa. Y la democracia directa les quita protagonismo a las inve stiduras de la República. Lo que yo advierto en quienes hoy no están situados en una posición de conformidad con el Gobierno es un enorme anhelo de institucionalidad.
—Sí, parecería ser algo bastante espontáneo, ¿pero cómo analiza la decisión de reanudar el paro que, en realidad, iba a terminar el 18 a la noche?
—¡La decisión de reanudar el paro es una medida tan drástica como la que tuvo la Presidenta al calificar a los dirigentes rurales más o menos como a cuatro caballeros del Apocalipsis! Yo creo que la respuesta que se les debe dar a las decisiones intolerantes es la amplitud y la constante demostración de que el diálogo no puede ser reemplazado por el abroquelamiento en la propia intransigencia.
—También aquí, Kovadloff, se da un fenómeno interesante y es que no hay una oposición vertebrada. La protesta y el enojo se dan, entonces, como usted bien dice, no en el fatídico “¡que se vayan todos!”, sino en un “¡que se queden todos, pero que se queden bien!”.
—Cuando advertimos en la gente una mayor demanda de fortaleza institucional, se le está haciendo directamente un reclamo a la oposición para que se ubique a la altura de las circunstancias y del ejemplo de interdependencia que han brindado las direcciones de las distintas agrupaciones campesinas que han sabido sostenerse en el marco de un conflicto tan profundo sin sufrir un desgaste en su convivencia. ¿Por qué no tenemos una oposición unida? Bueno, precisamente porque se ha privilegiado el liderazgo personal sobre los intereses colectivos.
—¿Usted no cree que la catástrofe de la Alianza también ha gravitado como un golpe casi mortal al pensamiento político?
—Creo que no, porque la estructura de la Alianza fue totalmente oportunista. La Alianza se vertebró para ganar una elección y no para sostener en el poder un ideal de convivencia. De hecho, apenas ganó las elecciones, se desintegró. Yo creo que ahora la situación es distinta. Hoy no estamos buscando una alianza oportunista para derrotar al oficialismo en las elecciones venideras. Estamos buscando una alternativa en la concepción del poder político. Y esa alternativa tiene, como signo distintivo, la demanda de consistencia institucional. Esto es lo que estamos pidiendo. En una palabra, que la vida institucional esté convalidada como el escenario exclusivo de la disidencia y de la coincidencia. Sólo un proyecto de mediano y largo plazo en la concepción de lo político puede ayudar a que el país se vertebre de verdad –Kovadloff se detiene, piensa y retoma con vehemencia–. Fíjese usted, lo que necesitamos es una oposición que venga desde el porvenir hacia el presente. Es decir, desde un ideal de futuro hasta una actualidad que se muestra muy difícil en función de ese ideal. ¡Hoy, la oposición está conceptualmente exigida por esta demanda popular que pide más civilidad y no necesariamente más poder!
—Más civilidad, pero también (algo muy interesante) más presencia de la Constitución...
—Es el centro de la demanda de más civilidad. La demanda de una vida constitucional rica es la que permite que el Parlamento tenga una vida real, y no de ficción. Hoy en día, estamos amenazados por la posibilidad de ver desplegado en el Parlamento un concepto de institucionalidad ficticia. Porque al estar los legisladores del oficialismo sometidos a una demanda de obediencia no crítica con respecto al Poder Ejecutivo, no contribuyen a otra cosa que a fortalecer la vida espectral del Congreso.
—Quizá dentro de esta tristeza haya algo saludable, y es que los legisladores tendrán que rendir cuenta, frente a sus votantes, de su desempeño en la banca. El país estará muy atento a lo que, a su vez, voten los legisladores...
—Es muy posible, pero esto también llevaría a una crisis muy profunda de la demanda del Poder Ejecutivo y las exigencias de la población que otorgó representatividad a los legisladores. Ojalá haya espacio para la reconsideración crítica de esta posición rígida con la que el Ejecutivo quiere que se encare el problema de las retenciones. Yo no soy muy optimista en cuanto a los resultados, porque me parece que si los legisladores aspiran a perpetuar su representatividad y el valor de su investidura, tendrían que haberse preparado a lo largo de mucho tiempo para reconsiderar lo que han hecho hasta hoy. Si actúan de un modo imprevisible para el oficialismo, es porque no han hecho otra cosa que intentar salvar su propio papel. Yo desearía más bien que la consideración de estas cuestiones, prolongándose en el tiempo y dando lugar a una reflexión madura, evidencie posiciones que no sean puramente circunstanciales.
—Es un toque de atención a la conciencia de cada uno. No sé si usted, cuando en su libro habla de sufrimiento, eso implica el esfuerzo por mantener una conducta coherente, llamémosle “moral”...
—Estoy de acuerdo. A mi visión del sufrimiento se asocia esta idea del esfuerzo que realiza un individuo para capitalizar sus padecimientos, para poder inscribirlos en un marco de aprendizaje. Una persona sufrida no es una persona doliente.
—¿Cuál es la diferencia?
—Una persona sufrida es aquella que evidencia las huellas que en ella ha dejado el duro aprendizaje que le impusieron el dolor y la adversidad.
—¿Usted definiría a la gente que fue el miércoles a la Plaza de Mayo como una masa sufriente o dolida?...
—Era una masa doliente, porque no era la demandante del discurso que se le destinó, sino la destinataria pasiva de la mayor parte del discurso que escuchó. Las voluntades se pueden comprar, y el precio se nota.
—¿Esto implica carencia de dirigentes?
—Sí, lógicamente. Mire, el gran “triunfo” de la dictadura militar fue haber vaciado de significación la vida cívica. La vida constitucional. Y no nos hemos repuesto de esto pese al enorme esfuerzo que realizó el gobierno del Dr. Alfonsín para transitar del autoritarismo a la vida democrática. El proceso no se pudo cumplir porque se privilegió la disputa por el poder, y no por el afianzamiento de la República. Entonces, esta carencia de líderes puede ir paliándose lentamente a medida que la demanda de otra calidad de liderazgo provenga no de los partidos, sino en dirección a los partidos. Y esto es lo que está ocurriendo hoy. Poco a poco, la exigencia de más calidad cívica y de una mejor vida constitucional está viniendo de las bases, de las clases medias que están pidiendo otro modo de gestionar lo político.
—Uno no puede dejar de pensar en las lecciones de la Historia. Por ejemplo, los países europeos, después de una terrible Segunda Guerra Mundial, ¿cómo se rehicieron? ¿Cómo apareció gente de transición como Adolfo Suárez en España después de la muerte de Franco? ¿Qué ingredientes mezclaron esos países para que aparecieran estos políticos?
—Bueno, comprendieron la esterilidad de los caminos que habían recorrido hasta ese momento. Y esto es fundamental: entender que transitando por el camino en el que veníamos no nos podemos encaminar hacia donde debemos. ¿Cuál es la dirección, entonces? En el orden nacional, regional y planetario, la demanda de la época es integración y convivencia. Esta es la gran demanda que está en el corazón de los desafíos del siglo XXI. Integración y convivencia significan entender que, en mi relación con el prójimo, constituyo mi identidad y no la subordino a mi poder, y constituyo mi poder si lo integro a mi identidad. Entonces, no tenemos todavía en la Argentina una cultura planetaria, capaz de inspirar estas soluciones nacionales. Y digo “cultura planetaria” porque significa una concepción de lo que la vida en el planeta está pidiendo en el presente, para que podamos aplicarla concretamente a nuestro país. Nuestro país necesita integración en el orden regional, provincial. Necesita federalismo, que es la expresión acabada de la convivencia en el nivel planetario. Es indispensable estar unidos, pero respetando las diferencias. Si no se respetan las diferencias, no hay unidad posible.

domingo, 22 de junio de 2008

El nacimiento del ciberactivismo político

ANTONI GUTIÉRREZ-RUBÍ 22/06/2008

Existe una notable efervescencia digital en la preparación de los congresos que la mayoría de las fuerzas políticas españolas (ERC, PP, PSOE, CDC...) han celebrado, están celebrando o van a celebrar antes de las vacaciones de verano. Se han llegado a debatir online diversas enmiendas de política 2.0 a las ponencias oficiales. En la mayoría de los casos, estas enmiendas abordaban el uso de las nuevas tecnologías en la acción política. Pero algunas han ido incluso más allá y, confiando en el potencial de cambio de las nuevas tecnologías, han propuesto repensar tanto el modelo organizativo de los partidos como sus fórmulas para el debate programático y sus mecanismos de relación con la ciudadanía.

Existe una fuerte convicción de oportunidad inaplazable. Las dificultades sociales y políticas a las que todos debemos enfrentarnos, en lo local y global, exigen que el talento y la creatividad latentes en la Red penetren y revitalicen las estructuras de los partidos democráticos para actualizar su concepción básica: la de servicio público. Hay hambre -y urgencia- de nuevas ideas para los nuevos desafíos. Y la Red palpita mientras las estructuras partidarias languidecen. Hay quien lo intuye y hay quien no quiere verlo aunque lo sabe.

El eco de la videopolítica y del activismo digital en la campaña para las elecciones generales del pasado 9 de marzo está muy presente en este contexto. Por primera vez, los partidos políticos utilizaron en España de forma masiva, estratégica y organizada diversas iniciativas en la Red para movilizar recursos humanos (descubrieron el potencial de los cibervoluntarios) y ensayaron acciones de comunicación viral muy efectivas. Asimismo, los medios de comunicación tradicionales, escritos o audiovisuales, experimentaron fórmulas de participación ciudadana basadas en el ciberespacio. Incluso se intentó, sin éxito, un debate digital entre los dos principales candidatos a la presidencia, Zapatero y Rajoy.

A esto se añade el que el apasionante duelo de las primarias demócratas norteamericanas ha impactado con fuerza en la política española, que se interroga sobre el capital de energía política y organizativa que suponen los ciberactivistas y la posibilidad de enrolarlos como cibermilitantes. Hay un gran consenso en que buena parte del éxito de Barack Obama ha radicado en el uso inteligente de las herramientas de la cultura 2.0. Obama ha comprendido la capacidad política de las redes sociales digitales, empezando por su capacidad para movilizar seguidores o para captar donaciones. Él ve las nuevas tecnologías no como un medio más, sino como el reflejo organizativo de una nueva cultura política. Y a ello se debe buena parte de la conexión del senador con los jóvenes y los sectores más dinámicos, que sienten que el candidato conversa con ellos a través de sus propios medios y sus propios códigos.

El momento es apasionante y sería imperdonable no aprovecharlo como palanca de renovación de la política española. Es una gran oportunidad para que los partidos acometan en profundidad un cambio de estilo y de cultura organizativa que sea capaz de hacerlos evolucionar hacia estructuras más abiertas, flexibles e innovadoras, como ya lo han hecho gran parte de las empresas, universidades y otras organizaciones en el marco de la sociedad de la información y la comunicación.

El anuncio, por ejemplo, del Plan de Modernización de las Agrupaciones con el que el PSOE está estudiando una reforma de su organización interna, ha creado un marco adecuado, en el espacio socialista, para este debate sobre el modelo de militancia en el siglo XXI. Las Casas del Pueblo no ofrecen hoy para muchos ciudadanos ningún atractivo, ni como espacio de socialización, diálogo o representación, ni como espacio de activismo político. Se han quedado casi sin pobladores y no reflejan la pluralidad sociológica y cultural de su entorno (especialmente en contextos urbanos). Mientras tanto, las causas y las ganas por comprometerse crecen en nuestra sociedad.

Otros partidos, como los catalanes PSC y CDC, también viven con intensidad la efervescencia de sus bases y se encuentran en pleno debate precongresual preguntándose cómo interpretar la pulsión de cambio y cómo acogerla sin defraudarla. Hay demanda de otra -y nueva- política. Hay urgencia de nuevas organizaciones.

Sin embargo, no todo el mundo participa de este ciberentusiasmo en el debate precongresual del PSOE. La enmienda 445 (impulsada por algunos socialistas valencianos) y la Facebook (animada por muchos activistas y recogida por varias federaciones) han recibido apoyos pero también fuertes rechazos. Hay miedo a que lo digital desborde y contamine. Algunos dirigentes, incluso jóvenes dirigentes, creen que los culos de hierro y los brazos de madera (en alusión al control orgánico de las asambleas de discursos interminables y votaciones unánimes) son más democráticos, "porque la gente está presente y da la cara". Y existe el recelo mal disimulado de que tanto hervor digital sea una moda, esté vacío de contenido político y sea prisionero de nuevos y elitistas dogmáticos que acaben ampliando la brecha digital. Pero los riesgos, algunos de ellos muy reales, no pueden ni deben paralizar los cambios necesarios y urgentes. La política formal puede llegar tarde y mal a lo emergente. Que no se extrañe entonces de ocupar el último lugar en la valoración social.

En este fuego cruzado, a algunos dirigentes tan sólo les tienta canalizar la energía de los activistas digitales para instrumentalizar su capacidad movilizadora, pero lateralizando su protagonismo y liderazgo. Creen que el espacio digital hay que colonizarlo, sin comprender que de lo que se trata es de influir y dejarse influir. Pretenden convertir lo digital en un nuevo espacio dogmático o de reclutamiento, pero así sólo se encontrarán con redes vacías de vitalidad. Otros identifican la Política 2.0 con propuestas sobre las TIC o con expresar simpatía con los defensores del software libre. Pero aquéllos y éstos se equivocarán (o se quedarán cortos) si simplifican o reducen la intensidad de estos cambios políticos a lo simplemente "tecnológico".

La cultura digital es una ola de regeneración social (de ahí su fuerza política) que conecta con movimientos muy de fondo en nuestra sociedad: placer por el conocimiento compartido y por la creación colectiva de contenidos; alergia al adoctrinamiento ideológico; rechazo a la verticalidad organizativa; fórmulas más abiertas y puntuales para la colaboración; nuevos códigos relacionales y de socialización de intereses; reconocimiento a los liderazgos que crean valor; sensibilidad por los temas más cotidianos y personales; visión global de la realidad local y creatividad permanente como motor de la innovación. Sí, hay esperanza de nuevos liderazgos. Pero en la Red sólo se reconoce la autoridad, no la jerarquía. Mejor las causas que los dogmas.

Así que no estamos hablando simplemente de nuevos militantes (cibermilitantes) o de un nuevo campo de batalla política (la Red). Tampoco se trata tan sólo de nuevas herramientas (blogs, wikis, twitter, redes, videopolítica...). Ni tampoco se resuelve esta cuestión con una nueva "sectorial" (la de la sociedad del conocimiento y la información). No, no hablamos sólo de tecnología. Hablamos de la política del futuro. De comprenderla nuevamente, de repensarla en la sociedad red.

Si se quiere, puede empezarse por el nombre de la cosa. ¿Cibermilitantes? Ahora que estamos en pleno periodo de celebración de congresos, sería una gran contribución hacer una pequeña renovación semántica. ¿Por qué no abandonar definitivamente la palabra "militante" y reivindicar la de "socio" o "activista"? A pesar del valor emocional y político que tuvo en el pasado, la palabra "militante" tiene hoy resonancias comunicativas de disciplina férrea, excluyente y acrítica. Además, no aparece ni una sola vez en la Ley de Partidos, que utiliza siempre el término "afiliados".

Ahora que están a tiempo, piénsenlo, por favor. Si quieren hacer ciberpolítica, no insistan en llamar cibermilitantes a los activistas. Empiecen por las palabras. No es un cambio menor. Y sigan luego con los otros. Ha llegado el momento.