martes, 10 de junio de 2008

Campo, peronismo y golpes de Estado

Los pueblos que olvidan su pasado están condenados a repetirlo. Es grave, pero más grave aún es cuando los que pierden la memoria o cometen errores históricos son los profesores universitarios.


Raúl Faure Abogado

El Gobierno nacional y las autoridades del Partido Justicialista condenaron la reciente protesta rural y social, y atribuyeron a sus impulsores y adherentes intenciones golpistas. Es, también, la opinión del profesor universitario Salvador Treber (La Voz del Interior, edición del 6 de junio, página 14 A) quien cree que el conflicto reproduce mecánicamente “hechos semejantes acaecidos en la luctuosa década de 1970” y que las protestas empresarias a lo largo de 1975 y, en especial, el lock out del 16 de febrero de 1976 “fueron el caldo de cultivo para la consumación del golpe de Estado”, en alusión al que dieron las Fuerzas Armadas contra el gobierno de la señora Isabel viuda de Perón. Hay errores conceptuales e históricos en esas aseveraciones. El “caldo de cultivo” –para utilizar la metáfora del profesor Treber– se fue cocinando especialmente a partir de mayo de 1973, cuando las irreductibles disputas internas del peronismo transformaron al país en un vasto y cruel campo de batalla. El 20 de junio, los manifestantes que marchaban para dar la bienvenida a Perón (cuyo regreso puso fin a un placentero exilio) fueron atacados por comandos parapoliciales organizados por los sindicatos enfrentados con el peronismo montonero con un luctuoso saldo de más de 200 muertos y miles de heridos. El contraataque llegó tres meses después, cuando a horas de la victoria electoral que llevó a Perón por tercera vez a la presidencia, milicianos montoneros asesinaron a José Rucci, secretario general de la CGT. Innumerables y sangrientos hechos de violencia cometieron casi a diario los fanáticos que proclamaban “la patria peronista” y quienes sostenían la bandera de la “patria socialista”. En febrero de 1974, un motín policial –bendecido por el propio presidente de la Nación– suprimió la voluntad popular que sólo ocho meses antes había consagrado a Ricardo Obregón Cano y Atilio López como gobernador y vice de la provincia. El Día del Trabajo, en la Plaza de Mayo, Perón rompió con el autollamado Ejército Montonero y calificó a sus militantes de “imbéciles” cuando las protestas rozaron a su esposa y a su ministro López Rega. A partir de esos episodios y bajo la protección del Estado se multiplicaron las siniestras y criminales acciones punitivas de la Triple A, que eligió como blancos predilectos a los propios peronistas y a los dirigentes democráticos que denunciaban los procedimientos terroristas que ponían en riesgo la vida misma del Estado de derecho. La sucursal local de la Triple A (protegida por la intervención federal que había asumido el gobierno de Córdoba) dinamitó y destruyó la planta impresora de La Voz del Interior, un atentado perpetrado el inicio de 1975. A mediados de ese año (ya muerto Perón y con su viuda al frente del Poder Ejecutivo) se dispuso una devaluación de ciento por ciento. Se congelaron los salarios y se triplicaron los precios de los servicios públicos y de los alimentos. La crisis se descargó en mayor medida sobre las espaldas de los trabajadores y de los sectores medios. El “pacto social” firmado en junio de 1973 quedó hecho añicos. Los gremios se sublevaron. Por primera vez, se ejecutó una huelga general bajo un gobierno peronista. A partir de estos episodios, la fuerza reemplazó a la ley como método para dirimir los conflictos. La crisis arrasaba. Cuatro ministros se sucedieron entre junio de 1975 y marzo de 1976, la crisis arrasaba cuanto obstáculo se cruzaba en su camino y, en tanto, las organizaciones guerrilleras que actuaban en la “clandestinidad” asesinaban a policías, militares y empresarios y asaltaban cuarteles del Ejército. En noviembre, Frondizi renunció a seguir formando parte de la coalición política que llevó a Perón a la presidencia y reclamó, vanamente, que se adoptaran correcciones heroicas para evitar la quiebra del orden constitucional. Al mes siguiente, se sublevó la Fuerza Aérea para reclamar la renuncia de la presidenta. Para entonces, el embajador de Estados Unidos había informado a su gobierno que “la rapiña y la arrogancia con las que el pequeño entorno de la viuda de Perón se abalanzó sobre el Tesoro Nacional no tiene precedentes en la historia argentina”. Aseveró, también, que el golpe era inevitable, que sería encabezado por el general Videla y que tendría características “sangrientas”. El país se hundía en una ciénaga de crímenes y corrupción. La guerra civil podía estallar de un momento a otro. “La Argentina –dijo Félix Luna al prologar Montoneros, soldados de Perón, del historiador británico Gillespie– terminó convirtiéndose en un campo salvaje donde la lucha armada se exaltaba como un fin a sí mismo... y la competencia política era, simplemente, una apuesta a la calidad de las metralletas...”. De manera que cuando el campo y los más diversos sectores de la producción (incluidas nueve federaciones provinciales de empresarios peronistas que actuaban a través de la sigla CGE) decretaron el paro del 16 de febrero de 1976, el proceso de descomposición del gobierno y del peronismo era irreversible. No fue el campo, ni sus chacareros, ni siquiera la Sociedad Rural quienes planearon y dieron el golpe. El golpe se fue gestando en los despachos oficiales y dentro de las filas del peronismo, único partido político del planeta que incluye dentro de sus filas a las víctimas y a los victimarios. Como se gesta hoy, desde los máximos niveles de gobierno, un sectarismo desbordado que provocará gravísimos daños morales y patrimoniales al conjunto de la sociedad. El País, de Madrid (edición del 14 de enero de 2004), proporcionó una interpretación objetiva de los episodios evocados: “Isabel de Perón fue un títere de quienes condujeron al país a una fascistoide derechización... se intervinieron universidades, provincias, sindicatos, medios de comunicación... desaparecida Argentina como exportadora, sin reservas en el Banco Central, la inflación galopó sobre una deuda creciente y una corrupción desbocada... y acabó franqueando el paso al período más siniestro de la historia, la dictadura encabezada por el general Videla y otros de su calaña...”. “¡Pobre de los pueblos que olvidan su pasado!”, dice aparentemente compungido el profesor Treber. Cierto es que hay muchos desmemoriados y, ya se sabe, los pueblos que olvidan su pasado están condenados a repetirlo. Es grave, pero más grave aún es cuando los que pierden la memoria o cometen errores históricos son los profesores universitarios. © La Voz del Interior