lunes, 21 de abril de 2008

La plaza fatídica

Raúl Faure
Abogado

Durante tres semanas, la protesta de los productores, trabajadores, comerciantes y pobladores de localidades vinculadas al agro paralizaron el país. Cuando este acontecimiento sea analizado con la perspectiva que da el paso del tiempo, se lo valorará como la más firme y vasta protesta civil de nuestra historia.

La rebelión rural, además, prescindió de consideraciones retóricas y abordó los verdaderos problemas que afrontamos, llamando a las cosas por su nombre. Así, denunció la iniquidad de nuestro sistema impositivo (que grava al consumo popular y al trabajo y exime a las operaciones financieras) y hasta se calificó de “unitario” al sistema que somete a los estados provinciales a la condición de colonias.

La señora Presidenta respondió presidiendo un acto partidario. En su discurso, eludió toda consideración sobre esos reclamos concretos limitándose a denunciar que tras las protestas se esconden intenciones golpistas. Era innecesario. Ningún argentino sensato fomenta el uso de métodos violentos para sustituir la voluntad expresada en los comicios. Contrariamente, es el propio Gobierno el empeñado en vaciar las instituciones republicanas al ejercer, sin contrapesos ni controles, las facultades extraordinarias conferidas por un Congreso domesticado.

Utilizar un acto partidario para amedrentar a los opositores y a la prensa es un grave error. Es retomar prácticas que, en el pasado, sólo sirvieron para profundizar rencores. Además, la Presidenta (quien se define como “hegeliana”) no ignora que el filósofo alemán que admira predicó, entre otras cosas, que la historia es cíclica y que, por ello, suele repetirse en ocasiones. Pensamiento que Carlos Marx completó diciendo: “Es cierto, la historia se repite, pero no de la misma manera, una vez lo hace como tragedia, otra vez como farsa”. La farsa (es decir, la tramoya que se exhibe para engañar) aun cuando se monte en la venerable Plaza de Mayo no sirve para resolver los graves problemas que afronta el país.

Lo cierto es que, en muchas circunstancias de nuestra historia, la innoble utilización de la Plaza de Mayo la convirtió en un recinto fatídico. Sobran los ejemplos, de ayer y de antes de ayer. Es inevitable que vuelvan a la memoria algunos episodios. El 8 de setiembre de 1930 ante una muchedumbre enfervorizada prestó juramento como jefe del Estado el general Uriburu (“muchas botas, poca cabeza”, según la ingeniosa expresión utilizada por Cárcano para condenar sus inclinaciones antirrepublicanas), luego de derrocar al presidente Yrigoyen. Poco tiempo después, esa misma plaza enmudeció cuando se pretendió imponer al país un régimen fascista y sus propios camaradas lo despidieron sin honores.

A partir del 17 de octubre de 1945 fue la “plaza de Perón” el sitio emblemático donde se celebraban los fastos de la “nueva Argentina”, se coronaban reinas y se anatematizaba a los “contreras” que se atrevían a denunciar los abusos que suprimían las garantías constitucionales. Fue en esa misma plaza, el 31 de agosto de 1955, cuando el país se paralizó de terror al escuchar al presidente Perón. Tal vez despechado porque la oposición puso condiciones a su plan pacificador luego del sangriento ataque de la aviación naval a la Casa Rosada, dijo: “Les hemos ofrecido la paz y no la han querido. Ahora hemos de ofrecerles la lucha... pero sepan que esta lucha que iniciamos no ha de terminar hasta que los hayamos aniquilado y aplastado... el que intente alterar el orden ... puede ser muerto por cualquier argentino... y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos”. Veinte días después dimitió y buscó refugio en la embajada paraguaya.

Vencedores y vencidos. El 21 de setiembre la plaza volvió a llenarse, ahora para vitorear al jefe de la insurrección cívico-militar triunfante, el intrépido y noble general Eduardo Lonardi, quien afirmó: “No hay vencedores ni vencidos”. Para enmudecer semanas después cuando se enteró que sus camaradas le habían despedido para imponer la consigna “vencedores y vencidos”.

Inmovilizada por la prepotencia de las armas (y la indiferencia de gran parte de la sociedad) la plaza asistió al derrocamiento de los presidentes Frondizi e Illia. Y el 1° de mayo de 1974, en ejercicio del tercer mandato presidencial, Perón condenó sin contemplaciones las disidencias que brotaban en el interior de su propio partido calificando a los montoneros y a sus simpatizantes de “imbéciles e imberbes”.

Dos meses después falleció Perón, dejando el poder a su esposa, quien sólo un año después, en ese mismo escenario, fue repudiada por negarse a homologar los convenios celebrados para atenuar los efectos de una incontenible inflación y el consiguiente aumento de los precios. Ocho meses después, la plaza, otra vez enmudecida asistió a su derrocamiento mientras se desataba la más cruel represión de la que se tenga memoria.

También convocó a la plaza el dictador Galtieri para anunciar el desembarco en las Islas Malvinas y desafiar al poderío militar del Reino Unido. Semanas después, la rendición lo privó del poder y sus camaradas lo juzgaron convirtiéndolo en un convicto.

Más cerca, la plaza albergó a las multitudes que fueron a apoyar la investidura del romántico presidente Alfonsín, que debieron callar cuando se enteraron que el precio del acuerdo con los militares sublevados se pagó con la sanción de las leyes de punto final y obediencia debida.

Sí, la Plaza de Mayo es fatídica. El coro de enfervorizados asistentes muchas veces mutó por el silencio de las muchedumbres desilusionadas. Por eso la señora Presidenta no debe otorgarle un valor absoluto a su reciente convocatoria. Cuando la inflación se desboque, incontrolable, y el costo de vida pulverice los aumentos obtenidos por los trabajadores en las paritarias de este año, tendrá un amargo despertar. A la plaza no irán los adulones ni los piqueteros alquilados, en ella reclamarán trabajadores y productores empobrecidos. Entonces comprenderá que con sólo discursos (como decía Lisandro de la Torre, discursos insustanciales que sólo exhiben la riqueza de Craso en materia de lugares comunes y la pobreza de Job en materia de ideas) no se puede gobernar.

© La Voz del Interior

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