lunes, 21 de abril de 2008

Carta a los fachoprogresistas

por Eduardo Antin (Quintín)

Los acontecimientos de dominio público, algunos artículos de prensa y, sobre todo, ciertos comentarios hechos en LLP y otros blogs motivan mi deseo de escribirles. Para que no queden dudas, me refiero bajo este título a los que apoyan al gobierno y se oponen al paro del campo invocando un supuesto pensamiento de izquierda. A los que llaman oligarcas a los chacareros, a los que repiten que el aumento a las retenciones tiene fines redistributivos, a los que festejan las incursiones de la patota de D’Elía en la Plaza de Mayo, a los que entienden este momento histórico como una lucha del pueblo contra la clase dominante o de la patria contra el colonialismo. A los que repiten los argumentos sin consistencia del gobierno, a los que festejan sus amenazas y sus golpizas, a los que aplauden el discurso de una presidenta de actitud autista y de sus ministros aislados en una burbuja de soberbia que ha vaciado la política de toda capacidad de mediación. A ustedes quiero decirles que se han convertido en sordos y ciegos. Peor aun, su adhesión al kirchnerismo los ha vuelto no sólo autoritarios sino insensibles socialmente. Hay una palabra para representar su papel en la política argentina de hoy: son reaccionarios. Se oponen a la libertad y al progreso en nombre de los restos fósiles de una utopía y de los viejos eslóganes de un movimiento popular usurpado por malas caricaturas. Los Kirchner son ajenos al espíritu de modernidad, de igualdad y solidaridad que significó el peronismo. Por elcontrario, sólo encarnan las que fueron su peores facetas a lo largo de la historia: el verticalismo y la obediencia, la propaganda y la persecución, la corrupción y la violencia, la censura y la mentira.

Lamento decirles que han dejado de ser progresistas, peronistas, marxistas o cualquier otra filiación que impulse la justicia social y de la que crean formar parte. El kirchnerismo confeso o implícito en sus comentarios revela que la ignorancia, la sordera y la ceguera políticas de las que son víctimas son consecuencia de un mal todavía más grave. Se han hecho insensibles, están quebrados. No son capaces ya de distinguir un reclamo justo, han olvidado cómo ser solidarios con los más débiles, se han acostumbrado a apostar por el poder político y la lógica económica dominantes a espaldas de sus víctimas.

El paro del campo es el perfecto ejemplo de que han perdido el rumbo, de que prefieren engañarse con oxidadas descripciones de la sociología de bolsillo antes que mirar el país y el mundo real. El conflicto del campo es transparente: un caso antropológico, un proyecto de ingeniería social que implica la eliminación de una forma de vida. El aumento de las retenciones —brutal, inconsulto, abusivo— acentúa el proceso de liquidación de los pequeños productores por parte de las grandes empresas agroindustriales. Los chacareros han sabido reconocer con auténtica inteligencia política y social que vienen por ellos, que terminarán perdiendo el campo y han reaccionado espontánea y unánimemente, desbordando a los dirigentes. Exigen lo que los sujetos del progresismo político han exigido toda la vida: el derecho a trabajar y a continuar con un modo de producción que contribuye a su bienestar, al de su entorno y al del país entero. No hay manera de no verlo, salvo que uno prefiera refugiarse en la imagen de un par de vecinos de barrio norte golpeando cacerolas para no advertir que es una parte sustancial del país profundo la que se ha alzado contra la política oficial. Es más, aun haciendo centro en la Sociedad Rural y en algunos residuos de la vieja aristocracia que conforman la minoría de la unánime protesta del campo, ustedes han logrado la hazaña de quedar a la derecha de esas expresiones: en este caso son ustedes, bajo la infantil excusa de la batalla entre dos supuestos modelos económicos y de una lucha de clases que opera exactamente en el sentido contrario al que predican, los que defienden la lógica del capitalismo monopólico y la complicidad de este gobierno con sus peores prácticas, las que día a día aumentan la exclusión y ensanchan la brecha entre ricos y pobres. Se han vuelto tan estúpidos como para levantar el dedo acusador frente a las 4×4 del campo mientras permanecen insensibles a las manifestaciones cada vez más ostentatorias del lujo en la ciudad, de las que participan sin tapujos los miembros del elenco gobernante.

La tradición ideológica en la que se van encerrando cada vez más desprecia las formas de la democracia. Parece no importarles que el Congreso Nacional sea capaz de humillarse hasta declarar, por orden del Ejecutivo, que la valija de Antonini Wilson era parte de una conspiración yanqui o que hoy esa mayoría automática convalide la exacción al campo, la negación al diálogo y las amenazas de todo tipo contra los que se oponen a la arbitrariedad y la torpeza de un modo de gobernar. No les preocupa que gobernadores, intendentes, legisladores y dirigentes de todo tipo se encuentren amenazados por el chantaje del que son víctimas por parte de las autoridades nacionales, lo que configura una inédita y peligrosa concentración del poder en muy pocas manos. Pero ustedes la quieren y la promueven, hasta en sus gestos exteriores como la arrogancia de la presidenta, su marido y sus ministros. Tampoco parece importarles tener como imagen y vanguardia a una figura como D’Elía ni sus provocaciones amparadas por las fuerzas policiales. Vengadores implacables de los 70, no son capaces de advertir que están mucho más cerca de López Rega que de Agustín Tosco, ni que la intimidación y el autoritarismo de hoy poseen una lógica intrínseca que va camino a la dictadura, aunque ustedes sigan fingiendo creer que vivimos en una democracia cabal porque los Kirchner obtuvieron una mayoría circunstancial en las elecciones. Pero no se engañen, la camisa negra de D’Elía, con su escolta y su actitud mussoliniana, son el símbolo que hoy los representa y los invita a ser parte de su fuerza de choque como intelectuales: están del lado de la crueldad y de la muerte y, lo que es peor, no les importa. Sin embargo, la imbecilidad política no es excusa: aún tienen tiempo, en nombre de los ideales que declaman, de asquearse frente a lo que han elegido como bandera.

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