martes, 6 de octubre de 2009

Los que defienden el pluralismo ideológico tienen de qué preocuparse

Por: Beatriz Sarlo, ENSAYISTA


No hay que ser particularmente leguleyo para opinar que el proyecto sobre medios audiovisuales fue votado de atropellada. Incluso si los foros hubieran funcionado como asambleas de ciudadanos de la república ateniense, la Cámara de Diputados no es un foro más, dato evidente si, en vez de citar a Giovanni Sartori y Umberto Eco (pensadores no extremadamente compatibles, pero bueno, nadie puede estar en todos los detalles), se entendiera un poco la Constitución y otro poco la dinámica de los foros donde los militantes sociales expresan legítimos intereses sectoriales y, también, pasan por alto cuestiones fundamentales.

Muchos de los argumentos parecían inventados ad hoc. Súbitamente, una cantidad importante de diputados descubría que el país se volvía irrespirable si vivíamos unas semanas más con la "ley de la dictadura", argumento que los obligó a manotear la oportunidad que los despertaba de tal pesadilla. Si les queda tiempo libre, podrían ahora revisar todas las leyes vigentes desde la época de la dictadura y derogarlas, no sea cosa que el día de mañana aprueben otro proyecto de apuro porque se despabilaron con una "ley de la dictadura" sobre el pupitre.

Las palabras no reemplazan a la realidad y la palabra "dictadura" no reprime las libertades y el pluralismo tanto como una dictadura verdadera. Demasiado Foucault oratorio y demasiado olvido de que, como enseñó Saussure, la palabra "caballo" no trota.

De todos los aspectos que han sido discutidos, el proyecto incluye uno que no recibió mayor consideración. Ni las empresas ni los defensores de la ley afinaron la vista sobre las disposiciones referidas a la Radio y Televisión Argentina Sociedad del Estado, creada bajo la jurisdicción del Poder Ejecutivo Nacional.

Miguel Bonasso sostuvo de esta manera su abstención: "Aclaro en forma terminante que no voy a ceder al punto de la autoridad de aplicación de la Ley de Radiodifusión. El reemplazo del viejo y desprestigiado Comfer debe ser un ente autárquico, federal, controlado por el Parlamento y asociaciones de la sociedad civil. Nunca bajo la órbita del Poder Ejecutivo, ni de este, ni de ningún gobierno".

Lo que para Bonasso es uno de los peligros más evidentes de la Ley reaparece, como si estuviera calcado, en el organismo que se hará cargo de la televisión y la radio del Estado nacional. En efecto, el Poder Ejecutivo también obtendrá fácilmente la mayoría simple en este organismo que, por otra parte, funciona dentro de su esfera para que no pueda colarse allí ningún viento desorganizador. Es comprensible que para las empresas del sector privado este aspecto del proyecto no se convierta en el centro de sus reclamos. No se desvelan con la radio y televisión estatales, como las preocupa, justificadamente, la misma mayoría sencilla que el Poder Ejecutivo tendrá en el órgano cuyas disposiciones caen sobre los medios comerciales.

Sin embargo, el destino de Canal 7 y de Radio Nacional debería preocupar a todos aquellos que juran por los valores del pluralismo cultural e ideológico, es decir, a muchos de los defensores del proyecto.

La nueva ley era ocasión de legislar sobre la autoridad que dirigirá la sociedad de medios nacionales, proponiendo una jurisdicción independiente para impedir que éstos se conviertan en medios del Gobierno, sea éste el que sea. Sin duda, esta posibilidad de Canal 7 no va a preocupar a las emisoras privadas, que piensan que a más gubernamental, menos audiencia. Pero debería preocuparnos a los televidentes.

Subrayo este aspecto del problema porque el órgano que controlará y dispondrá la actividad de los medios del Estado será dirigido por el Poder Ejecutivo por la sencilla razón de que nombrará directamente a su presidente y director; el Parlamento nombrará a tres representantes, uno de ellos por la primera minoría, que es la del Ejecutivo. Sobre siete miembros, y tomando resoluciones sólo sobre la base de una mayoría simple, el Ejecutivo tiene casi todo en sus manos para mandar. Habrá que implorar al destino para que ninguno de los miembros del Consejo se engripe o salga de viaje.

Por otra parte, los diputados que votaron este proyecto deberían estar ya mismo preparando una ley orgánica de los medios estatales que tenga un poco más de contenido y regale un poco menos de control al Ejecutivo, aunque no los apuren como los apuraron en estos días.

Naturalmente, las notas a pie de página de la ley, tan desordenadas como las de una monografía estudiantil en borrador, dan casos de legislación comparada donde también hay representación del Poder Ejecutivo en este tipo de organismos: Australia o Chile, por ejemplo. Pero la legislación comparada se vuelve abstracta si no se la completa con un poco de política comparada: el Poder Ejecutivo de Australia y Chile tiene tradiciones de mayor autolimitación que el Ejecutivo personalista y concentrado de la Argentina. Si un alumno presentara estos ejemplos de legislación comparada, cualquier profesor le sugeriría hacer también un poco de historia comparada, ya que se legisla para un país no para una historieta de ficción política.

Quienes parecen más entusiasmados por el proyecto de ley son los académicos de las carreras de Comunicación y fue uno de ellos, Gabriel Mariotto, llegado de la Universidad de Lomas de Zamora al Comfer, quien la dibujó siguiendo el borrador de los Kirchner. Sería insidioso pensar que los académicos se entusiasman porque el proyecto les asegura un lugar en cada uno de los organismos propuestos. Creo que las ideas juegan su papel.

Por ejemplo, la reserva de un tercio del espacio audiovisual para las organizaciones de la sociedad civil, disposición de la ley que es más progresista pero no menos erizada de dificultades.

Es lindo creer que allí no sólo crecerán flores envenenadas por la cooptación política o los intereses sindicales, sino organizaciones casi escandinavas, orgullosamente fuertes e independientes que encontrarán también en la sociedad civil fuentes de financiación voluntaria, convirtiendo a este país de avaros en todo lo que sea apoyo a lo público, en una república de ciudadanos encantadores, dispuestos a donar quinientos pesos anuales a la emisora de su preferencia, como sucede, sin ir más lejos, en Estados Unidos.

Los entusiastas de las radios comunitarias las ven salir de las penosas condiciones en que hoy sobrevive la mayoría de ellas para convertirse en sólidas emisoras independientes que produzcan buena información y buenos contenidos locales, nacionales e internacionales, indispensables porque los medios privados ya no podrán cubrir todo el territorio con sus redes.

Y si esas emisoras independientes no logran hacerlo, el Poder Ejecutivo, que ocupa la cabina de mando en Canal 7, no será tan mezquino como para negarles programación y apoyo. Este mundo maravilloso pasa por alto la necesidad de sentarse a pensar de qué modo es posible fortalecer las posibilidades técnicas y económicas de las pequeñas organizaciones de la sociedad civil (comenzando por las de los pueblos originarios, que la ley nombra a cada rato como si fuera un mantra). Esas radios del sector público, si no pertenecen en el futuro a sindicatos y corporaciones poderosas, pasarán por el remolino de los subsidios.

Los veloces diputados nos deben ahora una legislación que asegure la asistencia técnica y económica a las pequeñas emisoras garantizando su independencia (porque nadie quiere radios que reproduzcan la lógica de lo que fue el piqueterismo oficialista).

Cuando se menciona tantas veces a los pueblos originarios como lo hace este proyecto, es bueno recordar que los hombres y mujeres reales de esos pueblos son los que más probabilidades tienen de vivir en la pobreza.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Documental Television Española

Trece millones de personas vivien en Argentina en una situación de pobreza extrema. Ésto ha llevado al Gobierno a poner en marcha un plan de emergencia de más de 200 millones de euros cuya gestión critican las ONGs, que aseguran que el dinero no llega a muchas regiones donde la situación es un drama (26/09/09).

Trece millones de pobres en Argentina


viernes, 18 de septiembre de 2009

Entrevista con José Mujica "No sé qué ideología tienen los Kirchner"


Texto completo de la entrevista a José Mujica en el diario argentino La Nación
Algunos contenidos de esta nota han sido deformados a través de citas parciales que impiden comprender el verdadero sentido de lo que dije. Por favor, leanla entera y saquen sus conclusiones:


Artículo publicado en La Nación el domingo 13 de setiembre.



El candidato presidencial del Frente Amplio promete "una economía sin barquinazos", dice que el problema de Hugo Chávez es que "habla mucho", afirma que "la justicia tiene hedor a venganza" y que Tabaré Vázquez no pudo solucionar el conflicto por Botnia porque es "un enamorado de la dignidad"
Por Ricardo Carpena


Montevideo,
Hay que tratar de resolver los conflictos por la vía de la negociación. No estancarse en una lucha indefinida, en una confrontación que al final le cuesta mucho y en la que termina perdiendo mucho más. Porque cuando uno está en el gobierno también hay que mirar cómo se incide en el resto de la gente. No hay derecho a amargarle la vida a muchísima gente". Así, sacado de contexto, parece un sabio consejo de José Mujica a los Kirchner (de esos que la Casa Rosada puede jactarse de haber desaprovechado siempre). Pero el candidato presidencial del Frente Amplio está hablando estrictamente de "la posición filosófica e inteligente" del presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva.

En realidad, Mujica dice que a la pareja gobernante de la Argentina no quiere darle consejos ("¿quién soy yo para hacerlo?"), pero no cree que compartan el mismo sendero: "Es que no sé cuál es la ideología de los Kirchner. Parece que son progresistas, pero también son peronistas. En Uruguay nos resulta bravísimo entenderlo".

Su intención no era perjudicar al gobierno argentino (de hecho, anteayer, cinco días después de recibir a Enfoques en Montevideo, se reunió en Buenos Aires con la Presidenta), pero así es "El Pepe" y aquí todos lo saben. Porque hace rato que este hombre de 74 años, con pinta de abuelo bonachón y pasado de guerrillero, rompió con aquella máxima que indica que para sobrevivir hay que ser políticamente correcto.

Es frontal, polémico, sanguíneo. Uruguayo por donde se lo mire y enrolado en la izquierda por donde se lo escuche, aunque no tanto como para quedar pegado a ciertos dogmas. "Si por izquierda se entiende defender una fuerte intervención del Estado y una fuerte tendencia estatizante, yo no tengo nada que ver con eso", sorprende durante el diálogo, en el que admite que le pidió a su candidato a vicepresidente, Danilo Astori, que se encargue de la economía si llegan a ganar las elecciones "como un gesto para decirle al establishment : política sin barquinazos, sin cambios bruscos ni nada por el estilo".

Es tanto el hombre de campo, sencillo y rústico, que sigue viviendo en una modesta chacra a 20 minutos del centro de esta capital, como el dirigente que en los años sesenta eligió la lucha armada como miembro de los Tupamaros, estuvo preso catorce años, fue torturado y hoy está cada vez más cerca de convertirse en el próximo presidente de su país como sucesor del también frenteamplista Tabaré Vázquez.

Mujica lidera hoy las encuestas con un 45% de intención de voto. Hace un mes, parecía no poder evitar el ballottage con Luis Lacalle, su rival del Partido Nacional, que ya fue presidente de Uruguay entre 1990 y 1995. Este "Pepe" que puede convertirse en el primer presidente de América latina con pasado de guerrillero es el mismo que está ahora en el enorme quincho ubicado a pocos metros de su casa, que parece salido del túnel del tiempo por las fotos del "Che" Guevara y de Salvador Allende con Pablo Neruda.

El candidato, vestido de entrecasa y acompañado por muchos de sus amigos y por su esposa, la senadora Lucía Topolansky, una ex militante tupamara con fama de intransigente, dice que se arrepiente de los hechos violentos que protagonizó como guerrillero, aunque aclara que "la violencia, en Uruguay, fue muy justificada". Y advierte: "De lo que me tengo que arrepentir de la lucha armada es de que este pueblo se comió 16 años de dictadura y no la pudimos sacar a patadas".

Aun así, Mujica admite que sus 14 años de prisión cambiaron algunas de sus ideas y le hicieron pensar, por ejemplo, que "hay que pelear por los derechos humanos de los que están vivos" y que "no quiere militares viejos presos". Algunas definiciones por las que en la Argentina seguramente sería considerado cómplice de los represores. "Me interesa la verdad, pero, ¿las sociedades se bancan eso? La Justicia tiene un hedor a venganza de la puta madre que lo parió", señala.




-Usted dijo: "No tengo pinta de presidente. Los presidentes pertenecen a otra clase o se suben a otra clase". ¿Qué tipo de presidente imagina será si gana las elecciones?

-Soy un tipo común y corriente. De los que caminan por la calle. Hay un estereotipo de presidente y la gente tiene en la cabeza un modo de ser que no encaja en lo que yo soy.

-Más allá de los estereotipos, es cierto que muchas veces los presidentes terminan encerrados, alejados de la gente.

-La soledad del poder. Eso es una plaga. Y un peligro. Pero lo peor es quedar rodeado de alcahuetes. De los que le dicen que todo está fenómeno.

-¿Usted no tendrá alcahuetes alrededor?

-Voy a tratar de darles pelota a los que discrepan. Y de escuchar a los heterodoxos. Mire: si la democracia existe, la forma que más la representa es la oreja, no la lengua. Paso mucho tiempo escuchando gente por ahí, por cualquier lado.

-¿Su triunfo representará un giro a la izquierda del Frente Amplio? ¿Su gestión estará más a la izquierda que la de Tabaré?

-No lo definiría como más a la izquierda, sino en la línea de él. Si por izquierda se entiende una fuerte intervención del Estado y una tendencia estatizante, no tengo nada que ver con eso.

-¿No es lo pensaba tradicionalmente?

-Yo soy más libertario que estatista. Me inclino por otro lado. Y no soy muy amigo de la burocracia ni nada por el estilo. Mis ideas socialistas están muy impregnadas por los fenómenos de autogestión, pero no confundo el poder del Estado.

-Me llama la atención que usted no hable de un Estado más fuerte mientras Lacalle, su principal adversario en las elecciones y con un perfil liberal, casi diga lo contrario.

-Ha pasado la onda expansiva por la que el mercado era la nueva religión y lo arreglaba todo. El péndulo está un poco de vuelta. Tampoco estamos en 1960, cuando el Estado se tenía que meter en todo. Estamos por un equilibrio. El Estado tiene que intervenir, sobre todo para forzar al reparto social. Porque tienden a quedar bolsones que el mercado no los arregla y que después terminan saliendo mucho más caros. Tal vez los problemas de seguridad que tenemos hoy son consecuencia de problemas sociales que hace 15 años que no arreglamos, por lo menos en parte.

-Su candidato a vicepresidente, Astori, representa el sector más moderado del Frente Amplio, y usted dijo que quería darle el manejo de la economía si llegan a ganar. ¿Es un gesto al establishment , que todavía lo mira a usted con desconfianza?

-Sí, claramente. Un gesto como para decirle al establishment : política sin barquinazos, sin cambios bruscos ni nada por el estilo.

-¿Mantendrá la política económica que lleva adelante Tabaré?

-Sí, y con una previsibilidad medible. Nada de aventuras. Eso lo que el queremos transmitir. La Constitución marca que el vicepresidente tiene que ser presidente del Senado, y desde ese punto de vista tendría que negociar con el parlamento. Sin embargo, Astori es buenísimo para manejar la economía, pero no es bueno para negociar en el Senado. Esto lo he charlado con él. Lo que demostró que camina fenómeno, vamos arriba.

-¿Los empresarios sienten desconfianza hacia usted, pese a estos gestos?

-Sí, no creo que sean todos, pero es natural que haya algunos que desconfíen. Tienen que desconfiar porque tienen que cuidar la plata.

-¿Cómo los piensa conquistar?

-Con paciencia... [Se queda reflexionando.] Pero no los tengo que conquistar porque no voy a ganar con el voto de ellos. A los empresarios los precisamos para que sean empresarios, para que trabajen, para que multipliquen los bienes. Después, que voten a Magoya. Es lo de menos.

-Los críticos del Frente Amplio dicen que ustedes hablan de la posibilidad de llamar a una asamblea constituyente porque quieren reformar la Constitución para reformar el concepto de la propiedad privada. ¿Es así?

-Eso fue una tomadura de pelo que les hice porque acá hay un personaje de la política que se llamaba Wilson Ferreira Aldunate, que lo usaban para barrido y fregado. Entonces yo les dije: "Voy a resucitar el programa de Wilson, Mi compromiso con usted", que decía que no se podía tener más de 2500 hectáreas de tierra. Ja... ¡Pa´ qué!

-De todas formas, aunque lo haya dicho en broma, ¿cree que hay que reformar la Constitución? ¿En qué aspectos?

-La Constitución merece reformarse, pero no gastaría pólvora en chimangos si no hay acuerdo con la oposición: una cosa es reformarla y otra es tener una guerra interna. No vamos a partir el país por cambiar una letra a la que después le damos pelota más o menos. No creo en el progreso manuscrito.

-¿Qué cosas reformaría?

-Por ejemplo, soy unicameralista para un país como el Uruguay. Y tenemos un año de elecciones. Ahora, después de estas del 25 de octubre, vienen las municipales. ¡Nos pasamos un año y pico haciendo elecciones! Es una barbaridad.

-¿Y una reforma agraria?

-No, puede ser un tema que habría que discutir si se pone un tope a la propiedad de la tierra. Es un bien no reproducible que está ahí. Muchos países lo tienen y no son nada socialistas.

-Usted dijo alguna vez que el Mercosur le daba fiebre. ¿Qué se puede hacer para que el bloque funcione como tal y deje atrás esas diferencias que son tan tradicionales?

-El Mercosur está excesivamente fenicio. Arrancó con una visión demasiado comercial y tiene dificultades porque los grandes países durante mucho tiempo van a tener que seguir vendiéndole al mundo. ¿Quién se va a comer la agricultura argentina acá? ¿O la brasileña? Ni locos. Y dejamos en el tintero otras cosas. Por ejemplo: ¿no vamos a integrar la inteligencia, la cultura? Fíjese en los programas universitarios. De acá se va un ingeniero a España y trabaja. Pero un profesor argentino no puede venir a dar clases al Uruguay. Estamos locos. Hay una cantidad de cosas para arreglar. Pero si no integramos la inteligencia y la cultura, lo demás tiene patas cortas.

-¿Le preocupa el papel de Hugo Chávez?

-El problema que tiene Chávez es que habla demasiado. Hay que hablar menos.

-Casi como Fidel Castro, ¿no?

-No, pero Fidel es mucho más sabio.

-Más allá de cuánto habla, se le cuestionan sus avances contra la libertad de expresión, la educación, la propiedad privada. ¿Cómo se lleva usted con la peor faceta de Chávez?

-Eso va a durar un tiempo. Le tengo simpatía porque él está dando respuestas sociales a mucha gente pobre. Es un país de locura.

-¿Y si las formas no son las mejores?

-No son las más puras ni cosa que se les parezca, pero había gente que tenía una forma más pura y se robó todo. Venezuela debe de ser uno de los países más robados de la Tierra.

-Por lo visto, si es elegido, piensa mantener y profundizar la relación con Chávez.

-Para nosotros, tiene importancia. Somos dependientes del petróleo. Y Venezuela importa tres veces toda la leche en polvo que produce Conaprole [Cooperativa Nacional de Productores de Leche]. En cuanto al manejo de ciertas cosas, yo a él le dije: "Mirá que vos no construís ningún socialismo. Acá te va quedar una burocracia que sabés lo que es, ¿no?"

-¿Y qué le contestó Chávez?

-¡Qué quiere que me diga! Yo no lo voy a convencer. Yo le digo lo que pienso.

-Si gana en octubre, ¿qué tipo de relación tendrá con los Estados Unidos?

-Yo tengo que ser especialista en relaciones con América latina. Y Astori tiene que ser especialista en donde hablen en inglés.

-¿Se va a repartir así el gobierno?

-Sí. En China puedo tener mejor relación porque estuve allá en la época de Mao y la conozco. Pero Estados Unidos es muy importante como para darse el lujo de ignorarlo en una pequeña república. Y menos, tener prejuicios. Para qué sirven los prejuicios si no dan resultados prácticos.

-Algunos medios uruguayos sostienen que usted sigue la estrategia de Lula para ganar las elecciones en Brasil: moderar sus posturas más radicalizadas para atraer el voto de la clase media. ¿Es realmente así?

-No es que yo trate de moderar. Hay una posición filosófica e inteligente de Lula, que es tratar de negociar los conflictos, resolverlos por la vía de la negociación. Si no se puede 100, consiga 20, pero consiga algo. No estancarse en una lucha indefinida de confrontación que al final le cuesta mucho y termina perdiendo mucho más. Evitar la confrontación y tratar de desembocar en una negociación. Como método, es lo más económico en esfuerzo para la sociedad entera. Porque cuando se está en el gobierno, también hay que mirar cómo se incide en el resto de la gente. No hay derecho a amargarle la vida a muchísima gente por lo que a uno se le ocurre en el gobierno.

-¿Usted entonces se ve más reflejado en el espejo de Lula que en el de Chávez?

-Creo que sí. Da mucho más resultado esa política de negociación. Atempera más.

-En su caso, ¿no es sólo una estrategia para conseguir más votos?

-Yo estoy convencido. En el arte de gobernar, hay que evitar la confrontación todo lo que se pueda. Y negociar cuarenta veces. Lo he dicho por el lío que tenemos con Botnia. Si yo hubiera estado de canciller en la Argentina, me habría sentado frente a la embajada uruguaya en Buenos Aires y me la pasaría llorando, llorando y llorando.

-Y el presidente Tabaré, ¿no pudo o no quiso haber solucionado el conflicto por Botnia?

-Tabaré es un enamorado de la dignidad. Y en los valores que tiene, negociar mucho, insistentemente, sería como perder la dignidad del país.

-No es de sentarse a llorar, como usted.

-No, claro. No encaja con la psicología de él. Yo lo entiendo perfectamente, pero hay cosas que no se le pueden pedir a Tabaré.

-¿Y qué haría usted para solucionar el conflicto si llega a la presidencia uruguaya?

-Una cosa parecida. Negociar, negociar y negociar. Hasta que resulte insoportable. [Se ríe.]

-¿Una de sus primeras medidas sería respecto de este tema? ¿Qué haría para que se desbloqueen los puentes entre los dos países?

-Alguna cosa habría que hacer, pero hay que tener la habilidad de pedir lo que le pueden dar. Nunca se acorrala a un gobierno. Porque si lo acorralo, no le dejo capacidad de maniobra.

-Pero si los Kirchner son aliados de ustedes, ¿por qué ellos tienen una postura tan contemplativa respecto de los piquetes?

-Y yo qué sé... Están encalacrados [ N. de la R.: atrapados, en portugués] ahí.

-¿Pero por qué no producen algún gesto?

-No quiero decir lo que pienso sobre los piquetes porque pasado mañana hay que arreglar. Hay que arreglarlo dándole una salida a Gualeguaychú y a los intereses que están ahí.

-¿Botnia está trabajando con eficacia en la protección del medio ambiente?

-Menos mal que el medio ambiente lo cuida Botnia. Si lo tuviéramos que cuidar los uruguayos y los argentinos, ¡pobre medio ambiente! [Risas.] Los finlandeses son serios, pueden ganar mucha plata ahí y no van a cometer la estupidez de pudrir un negocio brillante por agredir el medio ambiente. Son más inteligentes que nosotros.

-¿Qué le parece el gobierno de Tabaré? ¿Es el que usted imaginaba?

-Y... bastante bueno para la incertidumbre que tuvo que sortear. Pagó un precio. Tuvo que juntar todo el peso político en un gabinete para que no se le escapara nada. Y no se le escapó nada, pero se le fosilizó la estructura política. Ningún gobierno se debe comer el partido porque, si lo hace, se come la utopía. El partido es lo único que queda. Y hay que pelear por salvarlo. El partido tiene defectos y tiene errores, pero hay que trabajar para que los supere, para que tenga autoridades internas, para que tenga justicia interna, filtros, para que pueda escupir lo que no sirve. Si no, caemos en los tipos iluminados.

-Los Kirchner tienen un estilo duro, de no dialogar, no negociar. Usted, que cree mucho en la negociación, ¿qué consejo les daría?

-¡Qué le voy a dar consejos! ¿Usted está loco? ¿Quién soy yo para darles consejos! [Risas.]

-Quizá como un hombre con cierta afinidad ideológica...

-Es que yo no sé cuál es la ideología de los Kirchner, sinceramente, no sé.

-¿No se supone que son de centroizquierda, progresistas?

-Parece que son progresistas. Pero son peronistas también. Y para entender acá en el Uruguay nos resulta bravísimo.

-En la Argentina, a veces, también?

-El peronismo es un fenómeno sentimental. Usted encuentra toda la fauna ahí. [Risas.]

-¿Por qué cree que la Argentina es un país en el que cuesta tanto llegar a los acuerdos políticos, donde no se pueden definir políticas de Estado y en el que quien llega al gobierno barre con lo que hizo el anterior?

-Porque no deben de tener ningún proyecto de futuro. Viven demasiado en el presente. Tienen una crisis de utopía. Nosotros corremos riesgos y vamos a terminar arrollados por [Marcelo] Tinelli. Por eso yo estoy planteando acá la propuesta de hacer un país más inteligente.

-¿En qué consiste?

-Que en los próximos 15 años no quede un sólo muchacho sin formación terciaria. Después nos pelearemos en veinte cosas, pero transformar eso en una política de acuerdo nacional. La materia prima fundamental está en el balero.

-¿Qué es el poder para usted?

-Es una novia escurridiza, que nunca se tiene porque cuando la aprieta, se le escapa. Lo que pasa es que el hombre es un bicho muy vanidoso. Sólo tenemos pedazos de poder.

-Pedazos con los que usted tendrá que lidiar seguramente si llega a la presidencia.

-Hay que tratar de compartirlo. Hoy, el poder tiene mucho que ver con construir equipos. Evitar los hombres providenciales y los que se las saben todas. Cuando un tipo importante se va, que quede gente que lo supere. Un buen gobernante vale mucho más por lo que deja para que hagan, que por lo que hace. Si no, no hay continuidad.

-He leído algunas declaraciones suyas que me llamaron la atención, como cuando dijo que hay que pelear por los derechos humanos de los que están vivos y de los que están desapareciendo hoy. Por decir algo semejante, en la Argentina lo habrían acusado de haberse vendido a la derecha.

-Tengo el defecto de decir lo que pienso y a veces me cuesta dolores de cabeza. A los tres o cuatro días de salir de la cárcel, dije un discurso en el que afirmé que no creía en ninguna forma de justicia humana. ¡Pa´ qué! Me dijeron de todo. Hasta hoy lo creo. El ser humano, para poder convivir en sociedad, tuvo que inventar la Justicia porque, si no, sería la ley del Talión. Pero eso de la imagen de la Justicia, una vieja con unos platillos de la balanza... ¡Yo qué sé! Es cierto que necesitamos algo que transe, que nos juzgue.

-Usted también dijo que no cree en los militares viejos presos.

-Sí, yo no quiero tener viejos presos. Viejos de 75, 80 años... Pero no sólo los militares, ningún preso a esa edad. Hay algunos viejos que están ahí presos, que Dios me libre...

-¿Y cómo se saldan esas cuentas del pasado en materia de derechos humanos?

-No sé. Entiéndame: soy un hombre que estuvo mucho preso. Mi punto de vista puede estar viciado por conocimiento de causa.

-En la Argentina todavía tenemos ese debate entre quienes quieren revisar a fondo todo lo que pasó y quienes dicen hay que hacer un punto final y mirar hacia adelante.

- Yo quiero saber la verdad, pero en la Justicia no creo un carajo.

-¿Y cómo se llega a esa verdad, entonces, si no es a través de la Justicia?

-En lo personal, he pensado: si me dicen la verdad, te conmuto la pena. Si lo que me interesa es la verdad. Pero, ¿las sociedades se bancan eso? Porque la Justicia tiene un hedor a venganza de la puta madre que lo parió. Y tengo la conciencia de que lo que pasé no me lo va a devolver nadie. Tengo que cargar con eso como una mochila, una cicatriz, como si uno hubiera tenido un accidente, una enfermedad.

-Usted apostó a la lucha armada para llegar al poder y conseguir cierto tipo de sociedad y ahora está a punto de conseguirlo, pero lo podrá hacer por los votos. Lo habrá pensado más de una vez, ¿no?

-Lo que pasa es que por la vía armada tampoco llegábamos a la tierra prometida. Ahora tampoco. Los dos momentos tienen una cosa en común.

-Ahora está mucho más acompañado.

-Seguro, y es mucho más liviano, pero uno ya no se propone cambiar el mundo.

-¿Qué se propone?

-Subir un par de escalones. Después, otros van a seguir.

-¿Una etapa más reformista que revolucionaria?

-Francamente, sí. Hay que hacer reformas positivas, pero que no se agoten con uno.

-¿Qué es hoy ser revolucionario, a diferencia de los años sesenta o setenta?

-[Se toma unos segundos] Tener una sensibilidad grande hacia los problemas sociales. Me siento apuntalando cosas que son revolucionarias. Lo he hecho tranquilamente en todos estos años. Debe de haber unos 3000 trabajadores que están tratando de mandarse a sí mismos.

-¿Experiencias de autogestión?

-Sí, las he apuntalado en todo lo que he podido. Porque ser jefe de uno mismo debe de ser lo más difícil. Cuando la gente se acostumbró a que le paguen todos los meses, a tener una rutina, a cumplir un horario y después, "chau, a mi casa".

-¿La revolución de hoy es cambiarle la vida cotidiana a la gente, el día a día?

-No se puede intentar agarrar el poder cuando no se sabe lo que se va a hacer con él. Y los trabajadores no pueden agarrar el poder porque son dependientes. Ese es un factor que no lo medíamos hace 40 años. Porque después le sale un engendro que es la burocracia.

-¿Qué extraña de esos años de militancia en el movimiento Tupamaro?

-Se extraña la militancia. Uno era más joven y siempre se tiene la añoranza de los años frescos del cuerpo. Pero se puede y vale la pena mejorar el mundo. No hay una salida apocalíptica, de un día para el otro, o que llegamos y tenemos un desfile o un arco del triunfo. Es una escalera interminable donde vamos subiendo escalones, aprendemos algo, dejamos algo, y otros siguen, y así sucesivamente. Es un camino sin fin. El día que creamos que hemos llegado, estamos fritos.

-¿De qué se arrepiente de esos años en que usted tomó las armas?

-De lo que más me tengo que arrepentir de la lucha armada es de que este pueblo se comió 16 años de dictadura y no la pudimos sacar a patadas. [Se ríe.] Ahí fallé como militante.

-La lucha armada fue un fenómeno no sólo uruguayo, pero ¿no pensaron en otra vía?

-Había una especie de modelo, con la conquista del poder para construir una sociedad sin clases, pero resulta que le aparece el monstruo de la burocracia que le come todos los ideales. Y lo revolucionario desemboca en estos burócratas acomodados. Es el mundo de la desilusión.

-No hablamos de que esa lucha estuvo asociada con la violencia, con la muerte. ¿Se arrepiente de haber elegido ese camino?

-Sí, claro. Pero usted está en Uruguay, no en la Argentina. La vida humana acá siempre... A nosotros nos dicen guerrilla, pero tenemos mucho de movimiento político con armas. Y la violencia en Uruguay fue muy justificada. Las barbaridades que pasaron en otro lado, acá no...

-¿Justificada por qué? ¿En qué sentido?

-Nosotros, en las operaciones discutíamos? Hemos perdido vidas porque la consigna era que no fuera cruento, que no hubiera hemoglobina. El más preocupado por eso era el viejo compañero Sendic [Raúl, uno de los fundadores de los Tupamaros], que decidía el encuadre político de las operaciones. En otras partes de América, la vida humana valía menos que la de un perro.Nosotros cometimos algunos disparates porque tuvimos desviaciones militares.

-La hago una pregunta difícil: ¿a usted le tocó matar a alguien en esos años?

-No, a mí no. No le pegué [Se ríe.]




Mano a mano

¿Podrá Pepe Mujica? En todo caso, ¿podrá Uruguay elegir presidente a un hombre poco convencional, con un pasado violento y un presente moderado? Sería otra muestra de tolerancia en un país que ha hecho de la tolerancia una marca registrada. Sea como fuere, es un personaje distinto. De una extrema sencillez, con mucho carisma y con una espontaneidad que le puede traer muchos problemas, internos y externos. No lo imagino como dirigente en la Argentina, donde seguramente tendría problemas con los Kirchner y con la izquierda más ortodoxa por su postura respecto de los derechos humanos. Me costó llegar hasta él no porque sea difícil entrevistarlo, sino justamente por lo contrario: tiene una disposición tan amplia a reunirse con cualquiera que no hay agenda que resista. Pudo comprar el "Pepemóvil", la camioneta usada con la que recorre el país, gracias a lo recaudado para un asado en su famoso quincho, a 200 dólares el cubierto. ¿Cómo imaginar algo parecido entre los candidatos de nuestro país? Da la impresión de que se transformó en un pragmático que no vendió su alma al Diablo. Y de que trata de explotar su costado menos beligerante. Por eso me sorprendió que accediera a hablar con tanta franqueza de su etapa tupamara, aun con sus contradicciones. "La violencia fue muy justificada", es una frase tremenda, por más que haya reconocido "disparates" y que haya mostrado arrepentimiento por aquellos tiempos sangrientos. Pude entrevistar a otros ex líderes guerrilleros, pero eran argentinos. Nunca los noté arrepentidos de nada.


Tres razones para escucharlo

1.- Cerca de la meta
Lidera las encuestas y puede llegar a convertirse en las elecciones del 25 de octubre en el sucesor de Tabaré Vázquez, con una personalidad totalmente distinta y una militancia en el sector más radicalizado del Frente Amplio.

2.- De la violencia a la paz
Pasó de la guerrilla más dura a esta versión pacificada, en la que admite que la cárcel lo cambió y que se arrepiente de los hechos sangrientos. Quiere que se conozca la verdad, pero no cree en la Justicia.

3.- Continuidad
Dice que mantendrá la política de Tabaré. Se muestra pragmático al hablar del conflicto por Botnia y, sobre todo, al anunciar que buscará llevar tranquilidad al establishment económico, en una gestión sin "barquinazos".


En clave personal

Tiempo libre. "¡Qué voy a tener tiempo libre! Pero cuando puedo me subo al tractor y recorro el campo. Es mi forma de desconectarme y de recuperar fuerzas."

Fidelidad. A José Mujica lo sigue, a sol y sombra, Manuela, una perra de raza difusa pero de una fidelidad asombrosa, que tiene amputada parte de su pata delantera izquierda, algo que no le hace perder movilidad. "Una vez ella iba y venía por el campo cuando la atropellaron unos perros, se descuidó y la agarró una disquera. Tengo, además, cuatro labradores."

Lugar. "Si gano las elecciones, voy a seguir viviendo en la chacra. Pero no voy a poder ir a trabajar en moto, como hacía cuando asumí como diputado. Es que ya estoy muy veterano. Iré en un autito."

Traje. "Me puse traje para ir a visitarlo a Lula, pero estoy a la moda: lo uso sin corbata. No fue la única vez que me vestí así. También cuando vino Fidel Castro."

Mujeres. "Hace poco dije que no sabía si Cristina Kirchner iba a poder (gobernar), porque no sé si en la Argentina le dan mucha pelota a una mujer. ¿Usted me pregunta si mi esposa gobernará conmigo, como hacen los Kirchner? No, mi mujer es la que manda. Ella me manda a mí."

Pareja. Mujica y Lucía Topolansky están juntos desde que se conocieron, en 1967. Se casaron en 2005 y no tienen hijos.

Encierro. "En la cárcel me hice panteísta. Siempre me gustó la naturaleza, pero una de las formas de combatir la soledad es tener algo vivo. Por eso en el calabozo descubrí que las hormigas gritan. Se las pone al lado de la oreja y va a descubrirlo. Llegué a tener 8 o 9 ranitas. Le ponía un vasito y se bañaban. Y unas ratas que venían a las dos de la mañana a comer pan."

© LA NACION

miércoles, 9 de septiembre de 2009

La nueva ley de medios puede ser inconstitucional

Por: Roberto Gargarella
PROFESOR DE TEORIA CONSTITUCIONAL (UBA, DI TELLA)



Para no dar lugar a confusiones: es muy importante dictar una nueva ley de medios, ya que la que existe se encuentra afectada por gravísimos vicios de origen, y ha sido funcional a la creación de un estado de cosas constitucionalmente cuestionable e injusto. El ideal constitucional de la libertad de expresión no se contenta con la no-censura, sino que requiere del establecimiento de las condiciones para un debate público "amplio, robusto y desinhibido."

Pero carecemos del mismo, en tanto que los espacios para el debate son escasos; las voces sistemáticamente ausentes de la escena pública se cuentan de a millones; y la desigualdad de los recursos para expresarse resulta extraordinaria. En definitiva, el cambio es necesario y urgente.

Ante tal panorama, el proyecto de ley de medios presentado por el Gobierno representa un buen punto de partida para la discusión que debe llevarse a cabo en los días que siguen. Sin embargo, los muchos méritos del proyecto son compensados por algunas precisiones que se le han introducido, que son suficientes para convertir a la propuesta gubernamental en temible. Y no hay motivos para aceptar la ya habitual extorsión a las que nos somete el Gobierno: quedarnos con lo muy malo que existe, o aceptar lo inadmisible que él nos propone.

Hay espacio, tiempo, ánimo y voluntad colectiva suficientes para explorar alternativas diferentes a las propuestas. Sustantivamente, la idea de una Autoridad Federal de Comunicación, dependiente de la Secretaría de Medios y encargada de la asignación y revisión de licencias, crea riesgos extraordinarios para la libertad de expresión, contradice las exigencias de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y burla las recomendaciones de la Relatoría de la Libertad de Expresión de la CIDH: dicho órgano debe ser en todos los casos autónomo e independiente del gobierno de turno.

Por otro lado, el lugar que el proyecto reserva para las empresas proveedoras de servicios públicos viene a abrir espacio para la formación de grupos dominantes nuevos y amigos.

Notablemente, ambas propuestas, entre otras, contradicen de modo flagrante las recomendaciones acordadas en los valiosos 21 puntos de consenso firmados por la amplia "Coalición por una Radiodifusión Democrática" (que exige políticas para evitar la concentración de la propiedad de los medios; diferencia bien entre Estado y Gobierno; pide que la renovación de licencias esté sujetas a audiencias públicas vinculantes; exige criterios no arbitrarios en la distribución de la publicidad oficial).

Lo dicho me lleva al punto principal de mi argumento, que no se centra en lo más fácil -las violaciones legales sustantivas propias del proyecto oficial- sino en lo más complejo de defender: las inadecuaciones procedimentales en juego, que amenazan ya la constitucionalidad de la propuesta en trámite.

Todas las leyes, pero especialmente aquellas que tocan los nervios más sensibles de la Constitución, requieren estar precedidas de una discusión amplia y plural, y no de una ficción de discusión. Todas las leyes, pero especialmente aquellas que pueden hacer más difícil la alternancia en el poder, requieren de una justificación pública extraordinaria, a riesgo de ser fatalmente sospechosas de inconstitucionalidad.

Ello les cabe a reformas como éstas, sobre la ley de medios; a las reformas electorales; reformas que limiten los controles sobre aquellos que gobiernan; reformas que puedan socavar la participación política de la ciudadanía; reformas que vengan a limitar decididamente las protestas y quejas frente al poder; reformas que vengan a diluir las posibilidades de la competencia política. Todas las leyes, pero especialmente aquellas frente a las cuales la ciudadanía reclama intervenir, y ante las que la oposición tiene críticas y sugerencias que hacer, deben ser cuidadosamente examinadas en público.

El Gobierno, sin embargo, bastardea cada uno de los criterios señalados: alega a su favor la discusión que antecedió al proyecto, cuando dicha discusión rechazó aspectos esenciales de lo que hoy él proclama; bloquea ilegalmente la discusión parlamentaria del proyecto, en Comisiones que legítimamente se lo reclaman; convoca a audiencias públicas sin aliento, ridiculizando la apertura de la que se jacta; publica aceleradamente sus decisiones en el Boletín Oficial, delatando -como ya lo hiciera con su reforma al Consejo de la Magistratura- su disposición a actuar discrecionalmente, sin prestar atención a los dichos de sus opositores. Convendría avisarle al Gobierno: las picardías de las que se ríe en secreto configuran faltan graves, que dañan la validez jurídica de lo que está haciendo.

Hace muy pocos años, en una maravillosa sentencia, la notable Corte Sudafricana sostuvo, frente a una queja popular por una ley que no había sido discutida suficientemente en audiencias públicas, que "(la intervención legislativa del pueblo)... ayuda a contrapesar el lobby y las influencias avanzadas en secreto... y ayuda de modo especial a los más desapoderados dentro de un país marcado por las disparidades de riqueza y de influencia...."

Convendría avisarle al Gobierno: la Corte no hacía retórica, sino que impugnó la ley y ordenó dar la discusión que el Gobierno había escamoteado. Estamos a un paso de un cambio importante, y no hay razones para aceptar atropellos.

jueves, 23 de julio de 2009

La consistencia del republicanismo

"El éxito actual del republicanismo se manifiesta en el hecho de haberse convertido en una etiqueta a la que se acogen a menudo quienes pretenden presentar una concepción de la política alternativa al liberalismo"



miércoles, 22 de julio de 2009

Zavalita y la izquierda europea



JOSÉ MARÍA RIDAO 21/07/2009

El retroceso de los partidos de izquierda en las elecciones europeas ha dado lugar a un género de reflexión que, como la literatura sobre los males de la patria, suele instalarse en el terreno de la introspección, en una especie de "en qué momento se jodió el Perú" que se pregunta el Zavalita de Vargas Llosa, aunque en este caso aplicado no a un país, sino a una opción política. Esta mirada hacia el interior que tan buenos resultados puede ofrecer en la literatura -Conversación en la Catedral, la novela de Vargas Llosa en la que aparece Zavalita, es una obra mayor del siglo XX- puede condenar, sin embargo, a la esterilidad cuando se practica en un terreno como el de los programas de Gobierno. La razón de esta esterilidad reside, en primer lugar, en que, si bien se mira, la pregunta de qué ideas debe defender la izquierda, hecha desde la propia izquierda, se apoya en el lunático sobrentendido de que uno tiene que empezar por declararse de izquierda para, a continuación, ponerse a buscar las ideas que debe defender. Pero reside, en segundo lugar, en que, a fuerza de preguntarse introspectivamente qué le pasa a la izquierda, la izquierda renuncia a preguntar qué está pasando.

Las recientes elecciones europeas se han interpretado como un referéndum sobre las soluciones a la crisis económica que proponen las dos grandes opciones políticas. Y puesto que la derecha ha ganado por amplia mayoría, la práctica totalidad de los análisis han concluido que los europeos se han inclinado, en efecto, por las soluciones de la derecha. Y mientras que la derecha, beneficiada por las urnas, ha optado por un prudente silencio acerca de en qué consisten exactamente esas soluciones por las que, al parecer, se han inclinado los europeos, la izquierda se ha limitado a subrayar la paradoja de que, en su opinión, los europeos hayan concedido la victoria a los gestores de las ideas que han provocado la crisis. Basta echar una rápida ojeada a las cifras de las diversas economías nacionales, a las dificultades que atraviesan los países ricos con independencia del signo de sus Gobiernos, para comprobar que la interpretación de las elecciones al Parlamento de Estrasburgo como un referéndum sobre las soluciones a la crisis es falsa. No en el sentido de que los europeos no hayan votado pensando en la crisis, sino en el de que nadie, ni en la derecha ni en la izquierda, ha ofrecido soluciones durante la campaña. Entre otras razones, porque no las tienen.

Tal vez para entender qué han votado los europeos, y que no es, a fin de cuentas, tan distinto de lo que vienen votando desde hace años otros ciudadanos en otros continentes, sea necesario revisar una idea que se ha ido introduciendo de soslayo en los análisis hasta convertirse en una verdad incontrovertible: la idea de que la crisis ha llegado de manera repentina, sin síntomas previos ni signos anunciadores. La realidad de estos años de euforia ha sido, sin embargo, exactamente la contraria: los síntomas y los signos se han multiplicado, pero no se han tomado en consideración por una explosiva combinación de obcecación ideológica, en el caso de la derecha, y oportunismo político, en el de la izquierda. El crecimiento de una insoportable desigualdad entre regiones del mundo y, dentro de las áreas más pobres, entre clases sociales, ¿qué ha sido sino una alarma persistentemente desatendida o, a lo sumo, afrontada desde los analgésicos de la cooperación al desarrollo? ¿Y qué han sido, además, el salvaje reajuste del mercado laboral internacional que se escondía bajo el piadoso nombre de "flujos migratorios" o la opulenta burbuja financiera con sus manifestaciones inmobiliarias? La fe en la eficiencia de los mercados desregulados que estaba detrás de éstos y otros fenómenos, detrás de éstas y otras alarmas, no era, en realidad, más que la utopía simétrica a la de la planificación económica y, por tanto, su fracaso era igual de inevitable. Y es un fracaso del que la derecha es responsable por haber formulado la nueva utopía y la izquierda por haberla consentido, tanto en sus análisis -¿habrá iniciativa más inane que proponer la globalización de la solidaridad para contrarrestar la globalización del capital?- como en su gestión de Gobierno.

Durante las dos décadas que se ha mantenido en pie la utopía de los mercados desregulados ha ido tomando cuerpo un género de opciones políticas que, ante la insensibilidad de los partidos democráticos hacia los efectos perversos del nuevo credo, de la nueva revelación económica que ahora se ha estrellado, se han especializado en ofrecer los bálsamos milagrosos del populismo. Son opciones que lo mismo han adoptado la retórica de la derecha que la de la izquierda, basta comprobar la profunda semejanza entre las políticas de, por ejemplo, Chávez y Berlusconi, por no hablar del histrionismo y el desenfado de sus discursos. El creciente apoyo electoral a estas opciones se explica, no porque los bálsamos milagrosos que proponen vayan a funcionar, sino porque, funcionen o no, prestan atención a los efectos perversos de la utopía de los mercados desregulados que los partidos democráticos se han negado a ver. Y cuando los han visto, ha sido peor, porque han optado por competir con los populistas en la búsqueda de soluciones milagrosas para los efectos perversos de la utopía en lugar de mandar al desván de los artefactos peligrosos la utopía que los provocaba. Cada medida proteccionista que ha adoptado Europa amparándose en la invocación de las políticas comunes, cada ley nacional de extranjería y cada directiva europea que, como la del retorno, han hecho burla de los principios del Estado de derecho, cada iniciativa dirigida a sostener la burbuja inmobiliaria y financiera para seguir confundiendo especulación con prosperidad, no ha hecho, en el fondo, más que legitimar el espacio en el que los populistas pretenden confinar el debate político.

La derecha ha ganado en Europa, no porque sus soluciones a la crisis sean las mejores; ha ganado porque, hasta el momento, ha mostrado menos repugnancia que la izquierda a la hora de competir en el espacio de los populistas, plagado de exaltadas alabanzas al proteccionismo, de crueles panaceas contra los inmigrantes, de mal disimulada condescendencia hacia las burbujas económicas que permiten, en efecto, confundir especulación y prosperidad. Y el riesgo que se corre a partir de ahora es que la izquierda, frustrada por la derrota, acabe sucumbiendo a la tentación de competir en ese mismo espacio, con lo que las aguas de la sinrazón populista acabarían cerrándose sobre la cabeza de todos. Para evitar este tenebroso horizonte, la pregunta relevante no es qué le pasa a la izquierda, sino qué está pasando. Pero la izquierda parece decidida a extraviarse en la introspección, en ese género de reflexión ensimismada que abunda en la literatura sobre los males de la patria, sólo que aplicándolos a una opción política. Y la derecha, por su parte, no parece consciente de que se arriesga a ir dejando jirones de su condición democrática en el camino de las victorias electorales cosechadas en el espacio de los populistas.

A lo largo de más de medio millar de páginas extraordinarias, el Zavalita de Conversación en la Catedral no consigue responder con precisión a la pregunta de cuándo se jodió el Perú, aunque, en contrapartida, va ofreciendo la minuciosa panorámica de un país y una clase política en bancarrota: la dictadura, la corrupción, la degradación moral aparecen poco a poco ante los ojos del fascinado lector como un espacio único y voraz, como una sima irresistible por la que se van despeñando uno tras otro hasta los seres más humildes y más nobles. Tal vez sea esa visión de conjunto, esa minuciosa descripción de la panorámica, lo que debe emprender la izquierda en lugar de vestir traje de campo y armarse de cazamariposas para salir a la búsqueda de las ideas que debe defender. Una visión de conjunto en la que, si se rebajase el descarnado electoralismo que se ha apoderado de la política europea, también debería participar la derecha desde su propia visión. Porque la línea de confrontación que se está dibujando en Europa, y de la que han dado cuenta las recientes elecciones al Parlamento de Estrasburgo, no es tanto la que separa a los partidos democráticos de una u otra tendencia, sino la que enfrenta a todos ellos con las formaciones populistas. Si éstas fueron ganando fuerza durante los años de bonanza apoyándose en los ciudadanos perjudicados por los efectos perversos de la utopía de los mercados desregulados, ahora que es el propio modelo el que ha entrado en crisis y que, por tanto, los ciudadanos perjudicados son la mayoría, el futuro podría quedar en manos de los populistas. Y no por maquinaciones perversas, sino gracias a las urnas.

sábado, 11 de julio de 2009

El perdedor radical


Por Fernando Iglesias*

Para el que se atribuye a sí mismo una superioridad tradicionalmente incuestionada y no se ha resignado a que el plazo de esa primacía haya caducado, será infinitamente difícil asumir su pérdida de poder. Al fracasado le queda resignarse a su suerte y claudicar; a la víctima, reclamar satisfacción; al derrotado, prepararse para el asalto siguiente. El perdedor radical, por el contrario, se aparta de los demás, se vuelve invisible, cuida su quimera, concentra sus energías y espera su hora. Puede estallar en cualquier momento. La única solución imaginable para su problema consiste en acrecentar el mal que le hace sufrir.

Resulta que el violento es extremadamente susceptible en lo que se refiere a sus propias emociones. Una mirada o un chiste son suficientes para herirle. No es capaz de respetar los sentimientos de los demás, mientras que los suyos son sagrados para él. A sus ojos, no son los otros a quienes continuamente se ofende, humilla y rebaja, sino que es siempre él, el perdedor radical, quien sufre tales atropellos.

La pregunta de por qué esto es así contribuye a sus tormentos. Es incapaz de imaginarse que quizá tenga que ver con él. Por eso tiene que encontrar a los culpables de su mala suerte.

No es de extrañar que suela responsabilizar de ese proceso a un mundo exterior hostil. Según esa interpretación, la culpa recae única y exclusivamente en una larga retahíla de agresores.

La creencia en la superioridad propia colisiona con la inmensa debilidad propia. Esto da origen a una herida narcisista que reclama alguna compensación. Atribuciones de culpa, teorías de conspiración y proyecciones de toda clase forman, por tanto, parte de su economía emocional colectiva.

De acuerdo con esas estrategias, el mundo exterior hostil no tiene otro propósito que el de humillarlo. Por consiguiente, reacciona con irritabilidad extrema a cualquier ofensa, supuesta o real. El respeto es reivindicado a voz en cuello, pero no se concede a los otros. Todas las características suficientemente conocidas de otros contextos reaparecen: la misma de- sesperación por el fracaso propio, la misma búsqueda de chivos expiatorios, la misma pérdida de la realidad, el mismo machismo, el mismo sentimiento de superioridad con carácter compensatorio.

¿Quiénes son, pues, esos agresores anónimos y superpoderosos? Responder a esta punzante pregunta desborda a ese ser singularizado, reducido a sí mismo. ¿Y no habrá también maquinaciones de un enemigo invisible y sin nombre?

¿Y qué sucede cuando el perdedor radical supera su aislamiento, cuando se socializa y encuentra una patria de perdedores con cuya comprensión e incluso reconocimiento pueda contar, un colectivo de congéneres que le dé la bienvenida, que lo necesite?

Entonces la energía destructiva encerrada en él se potencia hasta la más brutal ausencia de escrúpulos; se forma una amalgama de deseo de muerte y delirio de grandeza, y de su falta de poder le redime un sentimiento de omnipotencia calamitoso.

Para ello se necesita sin embargo una especie de detonador ideológico que haga estallar al perdedor radical. Como la historia ha demostrado, nunca han faltado ofertas de ese género. Su contenido es lo que menos importa.

Sean doctrinas religiosas o políticas, dogmas nacionalistas, comunistas o racistas, cualquier forma del sectarismo más cerril es capaz de movilizar la energía latente del perdedor radical. Este desconoce cualquier solución de conflicto o compromiso que pueda involucrarlo en un tejido de intereses normales y desactivar así su energía destructiva. Cuantas menos perspectivas tiene su proyecto, tanto más fanáticamente se agarra de él.

No. No es lo que piensan. Ni soy yo quien ha escrito estas líneas, ni hablan de lo que parecen hablar. Se trata del brillante pensador alemán Hans Magnus Enzensberger intentando explicar y explicarse las razones del fundamentalismo islámico. Cualquier parecido con la actualidad argentina es obra de la más pura casualidad.

*Diputado de la Coalición Cívica y autor de Kirchner y yo.

viernes, 3 de julio de 2009

El cesarismo democrático en América Latina




TOMÁS ELOY MARTÍNEZ 02/07/2009

La última campaña electoral ha confirmado en la Argentina el papel inagotable del cesarismo en las naciones que aún tienen instituciones débiles en América Latina. Es decir, casi todas.

Si se toma la definición de Antonio Gramsci, "el cesarismo expresa siempre la solución arbitraria, confiada a una gran personalidad, de una situación histórico-política caracterizada por un equilibrio de fuerzas de perspectivas catastróficas".

Para el marxista italiano puede haber cesarismos progresistas -Julio César y Napoleón I- o regresivos -Napoleón III y Bismarck-, pero en todos los casos se trata de una salida encabezada por un líder militar, aunque no sólo militar, a una situación desesperada y excepcional.

De ahí que la figura -llámese cesarismo, bonapartismo, bismarckismo- sea tan familiar en América Latina, donde, desde las revoluciones independentistas, la mayor parte de las naciones, castigadas por sucesivas crisis políticas y escenarios de transición, conocieron más caudillos que soluciones institucionales.

Esas tierras han sido fértiles en autócratas de gran popularidad que, en los tiempos modernos, han ido expandiendo y afianzando su poder mediante el control de la corrupción, de la policía y de la facultad para repartir los recursos del Estado como les conviene.

No hay mayor símbolo de cesarismo democrático que el régimen del venezolano Juan Vicente Gómez, uno de cuyos ministros, Laureano Vallenilla Lanz, estableció la validez del término en un libro de 1919. Gómez inspiró a Gabriel García Márquez el personaje del dictador de su sexta novela, El otoño del patriarca, y es la encarnación favorita del hombre fuerte de las tierras pobres para artistas plásticos como Fernando Botero y Pedro León Zapata.

Cuando llegué a Venezuela en 1975, la figura de Gómez seguía ocupando el centro de la imaginación nacional, y ahora, que ha encontrado en Hugo Chávez a su mejor discípulo, casi no pasa semana sin que la oposición invoque el término. Gómez creció al lado de su predecesor, Cipriano Castro, quien inició el siglo XX enfrentando una poderosa amenaza internacional al no poder pagar la deuda contraída con empresas extranjeras expropiadas. Buques de bandera inglesa, italiana y alemana bloquearon el puerto de La Guaira en 1902 y Venezuela logró zafarse de la asfixia cuando invocó la Doctrina Drago, que dictamina la ilegalidad del cobro violento de las deudas por parte de las grandes potencias en detrimento de la soberanía, estabilidad y dignidad de los Estados débiles.

Al convertirse en adalid del nacionalismo, Gómez pudo dar el salto a la vicepresidencia. Cuando Cipriano Castro debió

someterse a una cirugía delicada en Alemania, lo traicionó con un golpe que lo instaló en la jefatura del Gobierno durante 27 años. Allí, en el sillón patriarcal, murió en 1935.

Su ideólogo Vallenilla Lanz, un sociólogo positivista, intentó argumentar que pueblos como el venezolano no estaban capacitados para respirar una atmósfera republicana; sólo "el gendarme necesario" -como definió a su modelo de César- podía sacarlos de la miseria y de la anomia. Dictaminó que "el Caudillo constituye la única fuerza de conservación social" y que "el gendarme electivo o hereditario de ojo avizor" es una necesidad fatal "en casi todas estas naciones de Hispanoamérica, condenadas por causas complejas a una vida turbulenta".

Como eficaz vocero de la ideología oficial, Vallenilla Lanz no se refiere a Gómez en su ensayo de manera directa. Se ampara en cambio en la figura tutelar de Simón Bolívar, quien propuso la presidencia vitalicia. Escribe que Bolívar "nunca abrigó la más ligera esperanza" de que "aquellas constituciones de papel" pudieran establecer el orden. Sus críticos, como el exiliado Rómulo Betancourt, del Partido Revolucionario Venezolano -luego presidente constitucional-, lo llamó "Maquiavelo tropical empastado en papel higiénico". Lejos de ofenderse, Vallenilla Lanz agradeció la comparación con el autor de El Príncipe.

Chávez no es el único heredero de la idea de un César avalado periódicamente por elecciones libres. Decidido a concentrar férreamente todo el poder en sus solas manos, lleva por ahora 10 años en el Gobierno, el mismo tiempo que Carlos Menem.

Figuras como Alberto Fujimori o Álvaro Uribe, por distintas que sean, han visto en la perpetuación presidencial el vehículo para modelar sus países a la medida de sus deseos. Qué decir de Fidel Castro, quien no logró hallar un sucesor que no llevara su sangre.

Si Brasil ha logrado superar, con los Gobiernos de Fernando Henrique Cardoso y Luiz Inácio Lula da Silva, la herencia del autoritarismo populista de Getulio Vargas, en la Argentina el ejemplo de Perón impregna demasiado al partido que él fundó y que ya se confunde con el Estado.

Ayudan, y mucho, las torpezas de una oposición que muestra menos interés en la construcción de la democracia que en el asalto a los privilegios que confiere la cosa pública, así como parece tener menos convicción para reintegrar a los marginales al mundo de la ciudadanía que en reemplazar a un firmante de los Decretos de Necesidad y Urgencia por otro que haga lo mismo.

Néstor Kirchner, como Gómez, ha intentado prolongar sus planes de hegemonía alternándose con sus parientes en el Gobierno, tal como hizo al decidir la candidatura de la actual presidenta, su mujer. Ahora sale a defender el modelo agitando el fantasma de un conflicto de intereses entre grupos y clases que sólo una figura providencial, el César, podría contener. "Tengan en claro", declaró el líder del justicialismo antes de las elecciones de este domingo pasado, "que (...) no es una elección más. O es la vuelta al pasado para tratar de imponer proyectos que no tienen nada que ver con el pueblo, o es la consolidación de un proyecto nacional y popular que devuelva la justicia social".

Ese juego al todo o nada fue explotado ya por Carlos Menem en 2003. Es, de alguna manera, el juego bonapartista, una de las formas del cesarismo. Luego de las revoluciones de 1848, Luis Bonaparte fue elegido -el primer voto universal en Europa- presidente de la Segunda República Francesa. Sus constantes convocatorias a referendos desnaturalizaron la representatividad republicana y cimentaron su popularidad. El 2 de diciembre de 1851 aplastó a la creciente oposición monárquica al llamar a un plebiscito con la pregunta "¿Queréis ser gobernados por Bonaparte? ¿Sí o No?". Un año más tarde, previa reforma constitucional, se convirtió en emperador autoritario.

La presidenta Cristina Fernández conoce bien la historia de Napoleón III, pues ha citado la obra de Carlos Marx sobre su golpe de Estado, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, evocando la famosa frase según la cual, cuando la historia se repite, primero lo hace como tragedia y luego como farsa. La influencia del estilo cesarista de su marido, para quien disentir equivale a traicionar, amenaza la estabilidad institucional tanto como la falta de ideas de la oposición.

Desde su púlpito partidario, el ex presidente Kirchner no ha vislumbrado otros futuros que el caos o la continuidad del modelo impuesto por la voluntad del César. Nada se ha empobrecido tanto en la Argentina como la imaginación de sus políticos.

© 2009, Tomás Eloy Martínez. Distribuido por The New York Times Syndicate.

miércoles, 1 de julio de 2009

Marcos Novaro: "Los Kirchner destruyeron su propia herencia"

MARCOS NOVARO
Sociólogo e historiador
Doctor en Filosofía y profesor de Teoría Política Contemporánea en la UBA.
Libros : El derrumbe político en el ocaso de la convertibilidad, La dictadura militar (en colaboración con Vicente Palermo), Historia de la Argentina contemporánea.

Para LA NACION


Para el sociólogo e historiador Marcos Novaro, los esposos Kirchner destruyeron su propia herencia. "Es interesante trazar un paralelo entre Néstor Kirchner y Carlos Menem. Los dos se fueron transformando en parodias de sí mismos y en los peores defensores de su herencia. Los Kirchner no eran tan ideológicos cuando tenían éxito. Eran, más bien, pragmáticos. Lo mismo Menem: se fue transformando en un neoliberal furioso, pero no había sido así al principio. Habría que preguntarse por qué tanto Menem como Kirchner terminaron destruyendo su herencia."

En la entrevista con La Nacion, este profesor de Teoría Política en la Universidad de Buenos Aires, de 44 años, vaticinó que el Gobierno deberá pagar caro el apoyo político recibido de los gobernadores, del mismo modo que sucedió con Menem después de la derrota de 1997: "Un ciclo se termina y se abre otro, en el que habrá nuevos debates, líderes y conflictos y en el que, necesariamente, tendrán más peso las provincias. La política argentina suele tener ciclos pronunciados de poder concentrado en torno a líderes fuertes en el gobierno, seguidos por etapas de provincialización, fragmentación de partidos y federaciones de caudillos locales. Entramos en la fase de predominio de los caudillos locales. Pero con un riesgo: que pasemos abruptamente de la concentración política a la desconcentración caótica, y que ese desorden político se replique en un descalabro fiscal", advierte Novaro, investigador independiente del Conicet y director del Programa de Historia Política del Instituto Gino Germani en la UBA.

Novaro tiene especialización en Ciencia Política en el Centro de Estudios Constitucionales de Madrid, y un doctorado en Filosofía de la UBA. En 2007, ganó la Beca Guggenheim y un año antes publicó su último libro hasta hoy, Historia de la Argentina Contemporánea . Dirige el Centro de Investigaciones Políticas (Cipol), desde el que difunde sus ideas a través de un blog: El agente de Cipol .

-¿Cuáles serán las claves en esta etapa de auge de los caudillos territoriales?

-Será más fácil para los gobernadores la formación de mayorías en el Congreso. Y, claro, tener compensaciones financieras por el apoyo político al gobierno nacional. Es probable que al Gobierno no logre aprobar leyes que mantengan su salud fiscal (como la ley del cheque, el presupuesto, los superpoderes) a menos que esté dispuesto a dar mucho a cambio. Uno de los problemas serios de este escenario, que habría que tratar de evitar, es que se reproduzca lo que le pasó a Menem en su segundo mandato, en el que también tuvo un auge federal con la derrota de 1997. En una palabra: hay peligro de pasar de la concentración del poder a la desconcentración caótica, y de que ese ciclo político desordenado se reproduzca en un ciclo fiscal de desequilibrio creciente.

-¿Cuánto se tardará en construir una nueva mayoría política?

-Eso depende de muchos factores: de cómo el Gobierno absorba el golpe, que fue inapelable e irremontable -creo que la renuncia de Kirchner a la jefatura del PJ fue una buena señal-, de cómo se produzca la transición dentro del peronismo, de cómo se resuelva la lucha por el liderazgo y de si se reunifica la UCR. Estamos ante un panorama plural, dinámico y de conflicto: una nueva mayoría tardará en aparecer porque hay mucha competencia intrapartidaria e interpartidaria. Una clave será cómo resolverá el PJ su crisis interna y si lo hará dentro del peronismo o trasladará su interna, una vez más, a la sociedad. El cierre de este ciclo dependerá de todos esos factores. Los Kirchner se han ido convirtiendo en una parodia de sí mismos, igual que Menem. Cuando tenían éxito no eran tan ideológicos. Eran más pragmáticos, más moderados: un poco de Lula y un poco de Chávez. Lo mismo con Menem: con el tiempo, se fue convirtiendo en un neoliberal furioso. No había sido así al principio.

-La oposición acusa al Gobierno de autismo. ¿Qué pasa si se fortalece la fórmula de un kirchnerismo aislado del peronismo?

-Si se resisten a tomar medidas que sinceren la situación y siguen con esta táctica de tapar los problemas con soluciones absurdas, podemos asistir a la continuidad de un kirchnerismo populista cada vez más alejado del PJ. Y a que el PJ no quiera colaborar en esas condiciones. Será un gobierno que pierde sustento institucional, que se aísla de la opinión pública y sigue con su tesitura: si la opinión pública no nos acompaña, ya van a ver qué va a pasar. Seguramente, encontrarán los intelectuales adecuados para argumentar en estos términos y darle pasto a esa idea. Ahí, los problemas objetivos puede que no sean tan graves, pero la política puede convertirlos en graves.

-No habló todavía del PJ. ¿Qué pasa si no resuelve rápidamente el problema de su sucesión? Duhalde vaticinó que el próximo presidente no será peronista...

-Bueno, eso sería en el caso de que el Gobierno enfrentara muy mal la crisis y de que, a la vez, el PJ se fragmentara mucho. Entonces, en el marco de una crisis mal llevada por un gobierno de signo peronista, más la imposibilidad del propio PJ de articularse, ahí quedaría abierta la puerta para una coalición no peronista. Me parece el escenario más improbable.

-Algunas interpretaciones de intelectuales oficialistas describen al kirchnerismo como una fuerza transformadora que no pudo imponer un nuevo orden y que uno de esos obstáculos fueron los medios. ¿Cómo lo ve?

-Absurdo. Al contrario: creo que el kirchnerismo es una fuerza profundamente conservadora que quiso cambiar la política, pero no pudo cambiar las políticas. Me refiero a las políticas públicas: hay ministerios que están dibujados. Por lo demás, la Argentina no es un país con un orden consolidado que hay que destruir, sino que lo que predomina es el desorden. En todo caso, si algo hace falta es construir un orden nuevo, con sus propias reglas del juego.

domingo, 28 de junio de 2009

Ideas para la izquierda


Daniel Innerarity 28/06/2009


El fracaso de los socialistas en las recientes elecciones europeas, precisamente por haber afectado a todos los países, remite a algunas causas ideológicas de carácter general. La pregunta que se plantea con irritación y desconcierto sería la siguiente: ¿cómo explicar que la crisis o los casos de corrupción golpeen de manera muy diferente, desde el punto de vista electoral, a la izquierda y a la derecha?

Pienso que la raíz de esa curiosa decepción, que se reparte tan asimétricamente, está en las diversas culturas políticas de la izquierda y la derecha.

Por lo general, la izquierda espera mucho de la política, más que la derecha, a veces incluso demasiado. Le exige a la política no sólo igualdad en las condiciones de partida sino en los resultados, es decir, no sólo libertad sino también equidad. La derecha se contenta con que la política se limite a mantener las reglas del juego. Es más procedimental y se da por satisfecha con que la política garantice marcos y posibilidades, mientras que el resultado concreto (en términos de desigualdad, por ejemplo), le es indiferente; a lo sumo, aceptará las correcciones de un "capitalismo compasivo" para paliar algunas situaciones intolerables.

Por supuesto que ambas aspiran a defender tanto la igualdad como la libertad y que nadie puede pretender el monopolio de ambos valores, pero el énfasis de cada uno explica sus distintas culturas políticas. La diferencia radicaría en que la izquierda, en la medida en que espera mucho de la política, también tiene un mayor potencial de decepción. Por eso el vicio de la izquierda es la melancolía, mientras que el de la derecha es el cinismo.

Esto explicaría sus distintos modos de aprendizaje, lo que probablemente responde a dos modos psicológicos de gestionar la decepción. La izquierda aprende en ciclos largos, en los que una decepción le hunde durante un espacio de tiempo prolongado y no consigue recuperarse si no es a través de una cierta revisión doctrinal; la derecha tiene más incorporada la flexibilidad y es menos doctrinaria, más ecléctica, incorporando con mayor agilidad elementos de otras tradiciones políticas.

Por eso la izquierda sólo puede ganar si hay un clima en el que las ideas jueguen un papel importante y hay un alto nivel de exigencias que se dirijan a la política. Cuando estas cosas faltan, cuando no hay ideas en general y las aspiraciones de la ciudadanía en relación con la política son planas, la derecha es la preferida por los votantes.

La izquierda debería politizar, en el mejor sentido del término, frente a una derecha a la que no le interesa demasiado el tratamiento "político" de los temas. La derecha hoy exitosa en Europa es una derecha que promueve, indirecta o abiertamente, la despolitización y se mueve mejor con otros valores (eficacia, orden, flexibilidad, recurso al saber de los técnicos...). Lo que la izquierda debería hacer es luchar, a todos los niveles (frente al imperialismo del sistema financiero, contra los expertos que achican el espacio de lo que es democráticamente decidible, contra la frivolidad mediática...) para recuperar la centralidad de la política.

Hoy no es que haya una política de izquierdas y otra de derechas; el verdadero combate se libra actualmente en un campo de juego que está dividido entre aquellos que desean que el mundo tenga un formato político y aquellos a los que no les importaría que la política resultara insignificante, un anacronismo del que pudiéramos prescindir. Por eso la defensa de la política se ha convertido en la tarea fundamental de la izquierda; la derecha está cómodamente instalada en una política reducida a su mínima expresión, a la que le han reducido enormemente sus espacios el poder de los expertos, las constricciones de los mercados y el efectismo mediático. Para la izquierda, que el espacio público tenga calidad democrática es un asunto crucial, en el que se juega su propia supervivencia.

La idea de que la izquierda está por lo general menos movilizada se ha convertido en un tópico que a veces revela una concepción mecánica y paternalista (cuando no militar) de la política. Hay quien entiende la movilización como una especie de hooliganización, como si la ciudadanía fuera una hinchada, y, llegado el momento, propone suministrar la dosis oportuna de miedo o ilusión para que la clientela se comporte debidamente. Este automatismo no es la solución sino el síntoma del verdadero problema de una izquierda que se está acostumbrando a chapotear en una ciudadanía de baja intensidad.

Lo que la gente necesita no son impulsos mecánicos sino ideas que le ayuden a comprender el mundo en el que vive y proyectos en los que valga la pena comprometerse. Y la actual socialdemocracia europea no tiene ni ideas ni proyectos (o los tiene en una medida claramente insuficiente).

No quiero caer en un platonismo barato y exagerar el papel de las ideas en política, pero si la izquierda no se renueva en este plano seguirá sufriendo el peor de los males para quien pretende intervenir en la configuración del mundo: no saber de qué va, no entenderlo y limitarse a agitar o bien el desprecio por los enemigos o bien la buena conciencia sobre la superioridad de los propios valores.

domingo, 21 de junio de 2009

Los hijos de la revolución


TIMOTHY GARTON ASH 21/06/2009

Independientemente de lo que ocurra a partir de ahora, Irán ya ha escrito un nuevo capítulo en la historia del poder popular. Cada hombre y cada mujer iraní que ha atravesado una barrera personal de miedo para manifestarse pacíficamente por las calles de Teherán, Isfahán y Shiraz con un brazalete verde ha hecho historia. A solas, un individuo es impotente. Juntos, la fuerza de los números hace que -aunque sólo sea por unas horas- sean capaces de desconcertar totalmente al Estado y todo su violento poder de represión. Ni siquiera los brutales matones de la milicia basij pueden golpear en la cabeza a tantos seres humanos. Mientras las protestas de verde sigan siendo no violentas, como lo están siendo en su gran mayoría, y mientras la gente siga saliendo en masa, Mahatma Gandhi aplaudirá desde su tumba. Porque significará que han aprendido la lección fundamental de Gandhi sobre el poder de los impotentes.

La quintaesencia del poder popular es la misma desde hace mucho tiempo, pero cada capítulo de su historia aporta una novedad. La innovación iraní de este año es el uso de las últimas tecnologías de la información y la comunicación. Los detalles sobre los lugares de convocatoria, las tácticas y los eslóganes se transmiten a través de Twitter, redes sociales como Facebook y mensajes de teléfono móvil. Se cuelgan vídeos de las manifestaciones y los tiroteos en YouTube y otras páginas web, a las que se puede acceder desde fuera del país y desde las que se pueden volver a emitir dentro de él. El David digital lucha contra el Goliat teocrático.

Todo eso no quiere decir que los jóvenes iraníes que utilizan Twitter para luchar por la libertad vayan a tener éxito a corto plazo. Ni que los matones basij no vayan a seguir atacando y asesinando a más estudiantes en sus residencias, como ya ha ocurrido. Ni que en Occidente debamos apresurarnos a aplicar la etiqueta de "revolución verde" y compararla con el derrocamiento del Sha hace 30 años. Ni que debamos ser ingenuos sobre los motivos de conspiradores clericales como Hashemi Rafsanyani, cuyas maniobras ocultas forman parte importante de esta historia.

Los movimientos populares, muchas veces, fracasan, al menos a corto plazo. Como las protestas de 2007 en Birmania, pasan a formar parte de la memoria como recuerdos e imágenes conmovedoras de un breve momento de poder; hasta que, quizá décadas más tarde, logran ocupar por fin su lugar en la mitología retrospectiva de un país liberado.

En este caso, no tengo duda de que los jóvenes que aportan gran parte de la energía en las manifestaciones de oposición acabarán triunfando. Dos de cada tres iraníes tienen menos de 30 años. Muchos nacieron en una época en la que los mulás exhortaban a las familias a tener más hijos -pequeños "soldados del imán oculto", los llamaban los propagandistas- para fortalecer el nuevo régimen islámico y sustituir a los mártires de la guerra con Irak. Gracias a una enorme expansión de la educación superior en la República Islámica, millones de esos jóvenes han llegado a la universidad. Aproximadamente la mitad de esos licenciados son mujeres. Y más de dos tercios de los habitantes de Irak viven en las ciudades.

Esta población joven, urbana y cada vez más educada quiere trabajo, vivienda, oportunidades y más libertad. Cualquiera que haya viajado por Irán y haya hablado con los jóvenes sabe que están muy insatisfechos. La semana pasada lo vio todo el mundo: sobre todo en los rostros y las palabras inolvidables de esas iraníes que, como mujeres en un Estado islámico, necesitan doblemente el poder de los impotentes.

Nos encontramos, pues, con que la revolución islámica ha engendrado los hijos que acabarán devorándola. Los que tenían que haber sido los "soldados del imán oculto" acabarán expulsando, un día, a los autodesignados soldados de ese imán oculto, como Mahmud Ahmadineyad. Pero no parece probable que eso vaya a ocurrir hoy ni mañana.

Por ahora, concentrémonos en las elecciones robadas. La escala y el descaro del fraude electoral han convertido un momento político en un momento histórico. Si el régimen hubiera amañado las votaciones para que Ahmadineyad hubiera ganado por poco, digamos un 52%, y los candidatos de la oposición hubieran ganado en sus circunscripciones de origen, habría habido protestas, pero seguramente no de esta dimensión. Muchos, incluidos los gobiernos occidentales, quizá habrían aceptado los resultados y habrían reconocido que Ahmadineyad cuenta con un nivel significativo de apoyo real. Pero el líder supremo, el ayatolá Alí Jamenei, autorizó esta victoria abrumadora y fraudulenta e incluso la bendijo y dijo que era un "juicio divino".

Como consecuencia del supremo error político del líder supremo, los protagonistas del cambio disponen hoy de dos grandes ventajas. Primero, hacen un llamamiento claro y sencillo que atrae el respaldo de millones de iraníes ordinarios que quizá no están de acuerdo en muchas más cosas: "Han tratado mi voto con desprecio. Deben respetarlo". Segundo, el régimen está profundamente dividido, y eso siempre ha sido crucial para el éxito de otros movimientos populares.

Los iraníes que desean el cambio se enfrentan ahora al reto de continuar la presión popular pacífica y mantenerla estratégicamente centrada en la exigencia de Musaví de que se celebren nuevas elecciones. Un momento fundamental se producirá la próxima semana o la siguiente, cuando el Consejo de los Guardianes, que está revisando el "juicio divino" hasta el punto de haber ordenado un recuento parcial, decida que Ahmadineyad ha ganado pero por un margen menor de falsificación divina. ¿Qué sucederá entonces? ¿Hay suficiente energía, entre una juventud que se ha movilizado a sí misma a través de las redes, la gente de Musaví y las facciones desafectas del régimen, para seguir exigiendo nuevas elecciones? ¿O se desinflará todo el movimiento, derrotado por una mezcla de represión, censura, agotamiento y desunión?

Sólo el pueblo de Irán puede responder a esta pregunta. Sólo ellos tienen derecho a responderla. Si los gobiernos occidentales mostrasen explícitamente su apoyo a Musaví y los manifestantes -como habría hecho George W. Bush, y como pretende ahora que se haga John McCain-, proporcionarían al régimen un palo con el que golpear a los demócratas iraníes. Estamos hablando, al fin y al cabo, de un Estado que lleva decenios culpando de todos los males a las maquinaciones de los Satanes occidentales, el grande (Estados Unidos) y el pequeño (Reino Unido). Por el contrario, hacer como China y Rusia, que han reconocido la victoria fraudulenta de Ahmadineyad -en un intento equivocado de poner el interés inmediato de las negociaciones nucleares por delante del interés a largo plazo de la democratización-, sería dar una bofetada a los iraníes desposeídos. Como, por suerte, hemos podido ver tantas veces durante los últimos cinco meses, Barack Obama ha dado con el punto medio necesario.

Sin embargo, sí hay una cosa que los gobiernos democráticos pueden y deben hacer, sin necesidad de decir nada directamente relacionado con las autoridades en Irán. Se trata de mantener y mejorar la infraestructura mundial de la información que en este siglo XXI permite a los iraníes -apoyen al candidato que apoyen- mantenerse en contacto unos con otros y averiguar lo que sucede verdaderamente en su país. Hace unos días, estuve en el estudio londinense del servicio de televisión en persa de la BBC viendo cómo colgaban en la red y emitían impactantes imágenes de vídeo, comentarios de blog y mensajes enviados por iraníes desde el interior de su país. Seguramente, lo más importante que ha hecho el Departamento de Estado norteamericano por Irán en los últimos tiempos fue ponerse en contacto con Twitter durante el fin de semana y pedirle que aplazara unos trabajos de actualización que tenía previstos y que podrían haber dejado sin servicio a los iraníes durante unas horas cruciales de las protestas populares. Bienvenidos a la nueva política del siglo XXI.

martes, 16 de junio de 2009

El KIRCHNERISMO COMO CONSERVADURISMO

Roberto Gargarella

La invitación era para pensar sobre el presente político, y la acepto a través de uno de los pocos modos en los que me siento cómodo haciéndolo, esto es decir, recurriendo al pasado, situando al presente en un contexto histórico más amplio. Me interesa sugerir algunas claves para pensar mejor la actual coyuntura y para eso, voy a partir de una cierta reconstrucción histórica, polémica y disputable como tantas otras.

En nuestro país, como en otros países de la región, la política estuvo marcada, desde sus orígenes, por la disputa entre al menos tres orientaciones políticas diferentes y parcialmente opuestas entre sí. Encontramos allí al proyecto conservador-autoritario, de raíces hispánicas; a un proyecto liberal descendiente del liberalismo norteamericano; y finalmente a otro proyecto de rasgos populistas-mayoritaristas, que en sus orígenes estuvo asociado con el pensamiento revolucionario francés.

Cada uno de tales modelos enfrentó, políticamente, su propio drama. El mayoritarismo de origen radical encontró insalvables problemas para hacer frente al terror generado por su amenazante presencia –terror que terminaría no sólo generando políticas represivas en su contra, sino forzando, además, un acercamiento entre las otras dos fuerzas, tradicionalmente enemigas. El conservadorismo tuvo siempre dificultades para contener las pulsiones autoritarias que habitaban en su interior, y que se desataban cada vez que llegaba al poder. El liberalismo, por su parte, fue incapaz de generar las bases de su propia estabilidad.

De aquellos tres proyectos, aquí voy a escoger sólo a uno, el liberalismo, para referirme, en primer lugar, al dilema que acostumbró a enfrentar para resolver su propio drama. En cada ocasión en que se acercaron al poder, los liberales latinoamericanos se plantearon cómo hacer para ganar la estabilidad política que, presumían, eran incapaces de asegurarse por sí mismos. ¿Tenía sentido, entonces, buscar y apelar al respaldo de las mayorías o resultaba conveniente, en cambio, buscar refugio en el altar del conservadurismo? La respuesta de los liberales tendió a ser, sistemática e inequívocamente, siempre idéntica: sólo el conservadorismo podía garantizarles la perdurabilidad que anhelaban y que se sentían incapaces de garantizar de otra forma, por medios propios.

Esa fue la respuesta habitual del liberalismo frente a su principal drama, pero también el origen de su tragedia. Una y otra vez, el abrazo al conservadorismo se convirtió en un abrazo mortal: aliados con los conservadores, los liberales prorrogaron su estadía en el poder, pero a un precio demasiado alto que implicó, normalmente, que el liberalismo resultara fagocitado, al poco tiempo, por su fuerza rival.

Esta referencia histórica fue la que me vino en mente en los primeros días del kirchnerismo, cuando trataba de desentrañar hacia dónde iría dicha corriente, y me preguntaba si tenía sentido confiar en ella. En ese entonces, a mi parecer, el kirchnerismo se presentaba como una alternativa con ribetes liberales, frente al conservadurismo duhaldista: pedía renovar la justicia (lo que le llevaría a cambiar la Corte, su medida más inmediata y atractiva), criticaba duramente al “aparato” peronista tradicional, pedía por la renovación política generacional y alentaba en consecuencia una reforma política profunda. Fueron días, nada más, lo que duró esa ilusión reformista. Inmediatamente, el kirchnerismo se enfrentó con el drama de siempre: cómo estabilizarse en el poder, sobre todo en una situación tan difícil (veníamos, recordemos, de la explosión política del 2001). De modo poco sorpresivo, Kirchner se preguntó cuál de dos alternativas seguir: tratar de expandir su base de apoyo popular —una estrategia que, como a tantos, se le ocurrió una apuesta volátil, escurridiza, finalmente incierta— o buscar lo que parecía más seguro, abrazándose al conservadorismo —en este caso, el conservadorismo representado por el “aparato” justicialista poco antes repudiado.

La decisión de Kirchner fue inmediata en favor de la opción conservadora, y ésa es la tragedia que hoy enfrentamos. La reforma política se archivó; se tomaron medidas sistemáticas que vaciaron la política de sentido y realidad (notablemente, destruyendo las cifras estadísticas oficiales, que son las que, por caso, permiten planificar una política); se pasó a amenazar a los jueces a través de la toma de control del Consejo de la Magistratura; se socavó la autoridad del Congreso trasladándole al Ejecutivo el control discrecional del presupuesto.

La retórica del kirchnerismo, desde un comienzo, apeló a valores progresistas pero fue, en cada área, indudable y decididamente, favorable a los grandes grupos económicos y a una de las peores versiones del capitalismo “de derrame”: se habló de ecología, pero se vetó la ley de glaciares; se habló del medio ambiente, mientras se le abría el camino a la explotación minera a cielo abierto; se habló de una reforma de avanzada en materia de medios de comunicación, mientras se distribuía la publicidad oficial de modo discrecional y se renovaban las licencias de los grandes medios; se inauguró una guerra retórica contra “el campo,” luego de tomar al monocultivo de soja como única política agrícola (de 30 millones de hectáreas cultivables, el área de la soja aumentó un 50%, en los años de Kirchner, de 10 a 15 millones de hectáreas!). Se invocaron los derechos humanos como si ellos se agotaran en el juzgamiento de los crímenes del pasado (una iniciativa que tampoco se respaldó como se debía, con más personal, más jueces, mejores reglas, más infraestructura, más recursos, y un programa de protección de testigos), y como si ello amparase la consistente violación de derechos humanos presentes (derechos económicos y sociales, por caso). Lo peor de todo ello: el país crecía a un 8% anual pero la desigualdad —durante todo el período— se mantenía o aumentaba. Ello, en condiciones en donde los peor situados quedaban en su piso más bajo de décadas, con el control, solamente, del 20% de la “torta” económica nacional (es bueno recordar que la participación de los trabajadores en la riqueza generada llegó a casi el 50% con el primer peronismo y se mantuvo en esos niveles durante años, para bajar al 25% durante la última dictadura, y subir al 30% durante la presidencia de Alfonsín). La pregunta que uno se hace es: ¿si el gobierno impidió cambios progresistas en la distribución de la riqueza durante épocas de bonanza económica, quién puede esperar cambios progresistas, redistributivos, en épocas de recesión?

Tales datos representan, para mí, señales inequívocas del conservadorismo kirchnerista. Y por ello, es importante rechazar la invitación que nos hacen muchos amigos progresistas, cuando argumentan que el mismo encierra en su seno fuerzas contradictorias, y nos dicen que le corresponde al progresismo trabajar (desde adentro) para consolidar las corrientes de avanzada que recorren las estructuras del gobierno. Según tratara de sostener, el kirchnerismo, en la práctica, no aparece atenazado entre dos fuerzas contradictorias —una regresiva, la otra progresiva. Lo que hay, en todo caso, es una retórica de apelación progresista, frente a una práctica permanente, indubitable, y sistemática, de orientación conservadora: conservadora en la preservación de una desigualdad extrema, en tiempos de crecimiento económico; conservadora en su decisión de entregar la economía a pocas manos (los dueños de las empresas mineras y petroleras, por caso); conservadora en su política agraria; conservadora en su política de medios; conservadora en términos de política institucional. ¿Es que las alternativas son mucho peores? No, ése es otro mito que conviene erradicar, ya que hay alguna vida interesante fuera de los planteles del gobierno. De todos modos, sobre eso, podemos volver en otra oportunidad.