miércoles, 16 de julio de 2008

El país de Bombita Rodríguez


Por Jorge Lanata

Una parte de nuestro trabajo es entender lo que sucede. La otra, contarlo. Debo reconocer que no entiendo nada. No entiendo el tono apocalíptico de estos días, no entiendo la sensación de abismo, no entiendo por qué el Gobierno siente que en este aumento de retenciones se le va la vida. No entiendo el tono épico del oficialismo, que parece bajar desde la Sierra Maestra para liberar ¿a quién? Decisiones muchísimo más trascendentales en la vida argentina no han tenido ni la mitad de esta repercusión social: las leyes de impunidad, la reforma de la Constitución, las privatizaciones. Estamos discutiendo el monto de una alícuota. ¿Quién lo transformó en una cuestión de vida o muerte?

Hay un 30% de inflación, hay concentración insólita de la economía, hay uno de los funcionarios más sospechados del Gobierno a punto de renacionalizar una compañía aérea y seguimos hablando de las retenciones. El Gobierno compra voluntades, entrega aportes del Tesoro a diputados y senadores, arregla lo que sea con quien fuere para conseguir la mayoría en el Legislativo. ¿Está por repudiar los 170.000 millones de dólares de deuda externa? ¿Va a pedir que la transferencia de acciones de las empresas pague impuesto a las Ganancias? ¿Va a dejar de entregar subsidios a las empresas de transporte que brindan un pésimo servicio y se quedan con la diferencia? ¿Va a reducir el IVA y aumentar Ingresos Brutos o Bienes Personales?

¿Va a poner un impuesto a los plazos fijos, hoy exentos de impuesto a las Ganancias? No. Sólo piensa aumentar las retenciones al agro; no digo que el tema sea menor, pero... ¿por qué visto desde afuera da la impresión de que estamos discutiendo el comienzo del socialismo en la Argentina? Y si es así, ¿por qué tardamos cinco años en comenzar a hacerlo? ¿Qué parte del gobierno K va a llevarlo adelante? ¿Moyano? ¿Ishi? ¿Saadi? ¿D’Elía? He escuchado las sentencias más increíbles:

–Si el Gobierno pierde en el Senado, la estabilidad democrática está en riesgo.
¿Quién tomará el poder? ¿Darán un golpe por cinco puntos de retenciones? ¿Avanzará con las tropas el general De Angeli?
–No –dicen con ingenuidad los chicos de la Cámpora–, pero la derecha terminará fortalecida.

¿Cuál derecha? ¿La de las petroleras que apoyan a K?

¿La de las compañías testaferros que salieron a comprar empresas? ¿Las de la industria pesquera o minera? ¿Cristóbal López es un comandante sandinista? ¿Rudy Ulloa, su lugarteniente? ¿De Vido viene de trabajar en un koljos? ¿Felisa será Felisa Luxemburgo? Tuve, como todos, el mismo escozor ante la foto del campo con Barrionuevo. ¿La de Kirchner con Moyano es distinta? ¿Hay chorro bueno y chorro malo? ¿Qué tienen de distintos Reutemann y Scioli o Alperovich y De la Sota? ¿En qué momento Luis Juez, o Claudio Lozano o Víctor De Gennaro pasaron a ser parte de un complot golpista y Aldo Rico un demócrata que asesora al Frente para la Victoria en el Senado bonaerense? ¿Felipe Solá es un “traidor hijo de puta” por votar distinto? ¿Hay escrache bueno y escrache malo? Ver a Juan Cabandié, ex miembro de HIJOS, despotricar contra los escraches fue igual de desolador. También escuchar que estos escraches son violentos y los otros no. ¿Meterle el pie a Alemann o tirarle huevos a un milico eran sólo pasos de danza clásica? La lógica del escrache descansa en la idea del repudio social: es arbitraria y anónima, y muy susceptible de ser manipulada, pero es buena para todos o mala para todos. Que Kirchner sea admirado y escuchado por “intelectuales” es también una novedad. El trabajo académico e intelectual del Presidente, su aporte al mundo de las ideas, no parece haber superado la ejecución hipotecaria durante la 1.050. Ahora, sin embargo, un grupo de “intelectuales” –dentro de los cuales se encontraban muchos funcionarios del Gobierno– decide iluminarse con sus razonamientos, y le regala –como informó anteayer Página/12– una serie de aforismos. Horacio “Bombita Rodríguez” Verbitsky pareció divertirse con el juego, de modo que se nos ocurrió acercarle algunos otros:

“Si seguís con De Vido, Horacio, estás jodido.”
“El Perro con Rudy bien se lame.”
“De robo para la Corona a servir a la Reina.”
“Desde Ezeiza a Calafate Horacio banca el remate.”
“De los soldados de Perón a defender a Felisa fue HV sin cortapisas.”

Bombita Rodríguez, el Palito Ortega montonero, personaje creado por Diego Capusotto, se ha transformado en un documental.

Acaso el humor sea la única manera de combatir al nuevo invitado que llegó para quedarse: el odio. Se discute con odio, se argumenta con odio, se pregunta con odio. Asistimos a la remake del término “gorilas”, como si el Gobierno fuera “peronista”. D’Elía llama “oligarca” a Fernando Peña y milita en un partido cuyo líder declaró, en blanco, unos cinco millones de dólares y acaba de construir un hotel en Calafate de 500 dólares por noche, eso sin hablar del gasto en carteras de Madame. El Gobierno habla de democratizar la democracia, pero espera tres meses de conflicto para llevar las retenciones al Congreso, y mientras tanto el secretario Guillermo “Poronga” Moreno trata de convencer a los golpes a los opositores (con la ayuda de su esposa y jefa de asesores). Me están contando una pelea que no es tal. Así como Kirchner supo, durante su primer gobierno, que no había nada mejor que pelearse contra enemigos imaginarios, propone ahora, en su segunda administración, abismos inexistentes.

¿Qué pasará si el Gobierno pierde en el Senado? Nada. Seguirá gobernando hasta completar su período, y ojalá le sirviera para sacudirse la soberbia que se vuelve cada día más violenta.

domingo, 13 de julio de 2008

(Nueva) izquierda y derechos

Roberto Gargarella y Rubén Lo Vuolo

En los últimos tiempos se abrió un debate público en torno de la posible emergencia de una “nueva derecha”. Aunque podríamos compartir algunas preocupaciones expresadas en esa discusión, nos interesa interrogarnos acerca de si esa eventual emergencia no se explica en parte por las características de la “nueva izquierda” que podría oponérsele.

Según entendemos, un programa de izquierda debería apostar ineludiblemente por una mayor democratización política y un mayor igualitarismo económico. La mayor democracia política debe significar reformas destinadas a asegurar la redistribución de la autoridad política; la atomización del poder; incentivos para la intervención cívica en política –en definitiva, la recuperación por parte de la ciudadanía de su poder de decisión y control sobre los asuntos públicos–. El modelo político implementado en los últimos años representa, en cambio, el máximo ejercicio, en democracia, de la verticalización de la autoridad. No es que la reforma política no haya resultado como se esperaba. Ocurre que se la pulverizó y se la cambió por medidas destinadas a reforzar la autoridad presidencial. El presidente controla hoy áreas que nunca antes, gracias a la autoridad inéditamente delegada por el Congreso. Y lo hace bajo el control de una Comisión Bicameral Permanente, organizada a partir de una ley dudosamente constitucional, que ha aprobado hasta hoy todas las iniciativas del Ejecutivo.

Una agenda de izquierda requeriría mayor control popular sobre el uso de los fondos públicos. Sin embargo, lejos de promover –por caso– un presupuesto participativo, las reformas institucionales implementadas en los últimos años han seguido el camino directamente opuesto, asegurando menos poder al pueblo y máxima concentración de autoridad sobre el jefe de Gabinete, para permitirle que reasigne a voluntad las partidas presupuestarias (Ley de Administración Financiera). Peor aún, en tiempos recientes han proliferado fondos fiduciarios destinados a subsidiar capitalistas elegidos, con recursos subvaluados y compromisos de gasto incontrolables.

Un programa de izquierda exigiría la difusión de información plena y transparencia absoluta de la gestión de gobierno, para que el pueblo gane en conocimiento y control sobre la vida colectiva. Contra ello, lo que se observa es la destrucción de todos los indicadores económicos confiables, lo cual aumenta el poder de agentes económicos con capacidad de construir e imponer su propia visión de la economía.

La agenda de izquierda demandaría la democratización de la palabra y la comunicación públicas. El habitual vaciamiento del Congreso, sin embargo, conspira contra dicho ideal, pero mucho más cuando se le suma el fortalecimiento de los grandes medios de comunicación promovido en los últimos tiempos, luego de que –más allá de la retórica– se prorrogasen por 10 años las licencias (otorgadas por la última dictadura militar y el menemismo) a los actuales concesionarios de servicios de radio y televisión, mientras se procura el disciplinamiento y castigo a los medios supuestamente opositores a través del uso discrecional de la publicidad oficial.

La agenda de izquierda requeriría el fortalecimiento del control popular sobre el gobierno, y la injerencia directa de la ciudadanía en los órganos de la Justicia. Las reformas destinadas a ganar control ejecutivo sobre el Consejo de la Magistratura o el inesperado movimiento ejecutivo sobre el nombramiento de jueces subrogados (lo que le permite al gobierno, en los hechos, no sólo escapar del control popular, sino hasta eludir al Congreso en la designación de jueces) ratifican que, contra las esperanzas iniciales, también aquí se está transitando por el camino equivocado.

Insistiendo en el igualitarismo económico, por lo demás, el programa de la izquierda debería dar prioridad a una estructura tributaria progresiva que, ante todo, recaude allí donde se manifiestan las expresiones de riqueza y la capacidad contributiva. Por el contrario, lo que se ha hecho es aprovechar la estructura tributaria regresiva y los ingresos crecientes para otorgar exenciones tributarias a grandes empresas y subsidiar al capital amigo, sin reformar el impuesto a las ganancias, gravar a la renta financiera, a la transferencia de títulos de propiedad, a la herencia, etc.

Una propuesta de izquierda debería cuidar el balance intergeneracional de la riqueza. Contra ello, se permitió la extracción de la renta petrolera por grupos de capitales privados, drenando las reservas hasta llegar a niveles críticos y comprometer el autoabastecimiento. Esta expropiación para las futuras generaciones se conjuga con la falta de revisión integral de los procesos de privatizaciones, retomando el control público sobre áreas estratégicas imprescindibles como la energía. En lugar de buscar caminos para recuperar la propiedad pública de áreas estratégicas, se prefirió el eufemismo de “argentinizar” el capital facilitando el ingreso al negocio de los servicios públicos de capitalistas amigos, mientras se usan fondos públicos y se emite deuda para financiar obras que ofenden cualquier racionalidad moral y técnica.

Asimismo, a un programa de izquierda le correspondería orientarse a universalizar el acceso a políticas sociales de transferencia de ingresos, integrando a toda la ciudadanía en las mismas instituciones de protección social y promoviendo la autonomía y las capacidades personales. Del mismo modo, dicho programa no debería utilizar los fondos de políticas sociales para financiar al Tesoro, sino que debería utilizar los fondos para sostener una reforma del sistema de previsión social, otorgando derechos a la cobertura universal de una jubilación básica incondicional, retomando un esquema solidario sustentable financieramente.

Resulta claro, el mérito de un programa de izquierda no puede ser el de no reprimir a los sectores que protestan. Su mérito debe ser el de asegurar para todos, incondicionalmente, los derechos sociales que constitucionalmente les corresponden y que hoy se deniegan o conceden graciosamente, en la forma de favores o privilegios.

* Gargarella es constitucionalista (UBA-UTDT) y Lo Vuolo es economista (Ciepp).

Encrucijadas de la centroizquierda

Con la bandera de los derechos humanos, la renovación de la Corte y su discurso setentista, el primer kirchnerismo logró enamorar a buena parte del arco "progre". Pero el abrazo con el PJ y los deslices autoritarios que siguieron a la crisis con el campo provocaron rupturas y actualizaron una pregunta incómoda: ¿qué es hoy ser progresista?
Por Laura Di Marco 13 de julio de 2008

Contra Menem estábamos mejor", dice un chiste que circula por ahí y que resulta muy funcional a la hora de explicar por qué intelectuales y políticos que, en los noventa estaban unidos y en bloque, enfrentando al neoliberalismo de Carlos Menem, que encarnaba al perfecto enemigo, hoy están dispersos entre "progres" alineados, moderados y abiertamente enfrentados al oficialismo K. En una palabra, si en los noventa lo progresista era simplemente oponerse al neoliberalismo, en la era K las cosas no son tan fáciles. Y parecen serlo menos todavía después de la pelea con el agro, donde el mapa de la centroizquierda volvió a reconfigurarse una vez más entre los que quedaron de un lado y del otro de la línea divisoria frente al mundo K.

Recordemos: en aquella, ya vieja, postal de los noventa decían whisky juntos, y para la misma foto, intelectuales como Beatriz Sarlo y José Pablo Feinmann, hoy enfrentados pública y duramente por la interpretación del modelo K; políticos como Aníbal Ibarra, Lilita Carrió, Eduardo Macaluse, Martín Sabbatella, "Chacho" Alvarez, la CTA de Víctor De Gennaro y Claudio Lozano y todo el arco de las ONG anticorrupción y entidades defensoras de los derechos humanos: todo ese bloque está hoy enfrentado, algunos con el kirchnerismo; otros, entre sí: la larga pulseada con el campo parece haber empujado al amplio espectro progresista a las definiciones políticas concretas y a producir diagnósticos sobre el ahora. Las batallas en la izquierda democrática se actualizaron con las múltiples y opuestas lecturas para interpretar el mismo conflicto. Un conflicto que desnudó el hecho de que la mirada común sobre el pasado ya no resultaba suficiente.

Pero, ¿por qué? ¿Por qué un gobierno que reclama para sí la calificación de progresista -y que muchos ven de ese modo- terminó fragmentando y confundiendo a la misma centroizquierda que quería volver a enamorar, después del fracaso de la Alianza?

Los voceros políticos del kirchnerismo más leal no ven errores en nada durante la última pulseada con los "estancieros", como le gusta decir a la Presidenta; sí ven, en cambio, que esta batalla sirvió para demarcar bien la cancha. Señaló dónde están los propios y los ajenos, unos y otros. Acercó más a los "nuestros" e hizo visible a una especie de progresismo "bobo", discursivo, de café, sin sustancia. Así lo describe, en nombre de los K más puros, el politicólogo y funcionario Juan Manuel Abal Medina: "Muchos no tuvieron el coraje de definirse refugiándose en llamados intermedios al diálogo. Además de esa centroizquierda discursiva, hay un progresismo gorila, que cuando ve un morocho, se pone mal".
Aguas divididas

El periodista y escritor Jorge Sigal, proveniente de una familia comunista y conocedor de los avatares progresistas, también cree que la pulseada con el campo dividió aguas, pero en un sentido diferente. El kirchnerismo, dice Sigal, siempre fue como un hijo extramatrimonial: tiene algunos componentes genéticos en los que el progresismo se reconoce -básicamente, la política hacia los derechos humanos del pasado-, pero fue educado fuera de la familia; pertenece a otra cultura.

Sigal es uno de los que pregunta: "¿Moyano y D Elía son los nuevos referentes de la política progresista argentina? Aníbal Ibarra o Luis Juez podían aceptar a un líder como Carlos "Chacho" Alvarez -que se ofrecía como referente del posperonismo-, pero difícilmente puedan digerir el discurso violento de D Elía. Ese sector no puede soportar el viejo verticalismo peronista. ¿Cómo van a aceptar que la Federación Agraria, tradicionalmente vinculada a la izquierda, sea ahora, como afirma el Gobierno, expresión de la oligarquía? ¿Por qué deberían creer que Aníbal Fernández o Díaz Bancalari o Curto son ahora partidarios de la reforma agraria?"

Precisamente, en este mapa nuevamente reconfigurado de la izquierda democrática, aliados independientes del kirchnerismo, como el socialista Hermes Binner, el cordobés Luis Juez o el frentista Aníbal Ibarra tomaron distancia del Gobierno. "A mí no me van a venir a convencer de que 44 es el número mágico, y que 41 es ser un traidor a la patria -dirá Ibarra a este diario, en alusión a la discusión por el porcentaje de las retenciones agropecuarias-. Acá ya no hay un tema de objetivos sino de poder y esto se vio claramente cuando el Gobierno no defendió a Luis Juez en la elección que le robaron, y apoyó a Schiaretti, aunque esté lejos del progresismo."

En esa batalla por el poder que ve Ibarra, antiguo aliado estratégico del kirchnerismo en la Capital, no sólo se escucha ahora el crujido del progresismo sino el del propio PJ, ya no tan obediente con sus jefes K. Es que cuando el tiburón ve sangre, dice Ibarra, va y ataca. El desgaste innecesario del Gobierno con el conflicto del campo dañó fuertemente el vínculo con la sociedad. Ibarra duda de que esa relación pueda recomponerse algún día.

Pero, ¿por qué el kirchnerismo se termina refugiando en el aparato del PJ y no pudo construir -hasta ahora, al menos- un posperonismo capaz de incluir al progresismo no peronista? ¿Por qué la irrupción del campo, como inesperado actor de peso en el escenario político argentino terminó de tensar aún más este escenario confundido? ¿Qué sería ser progresista hoy, cuando ya no está el "enemigo deseado", como Sigal llama a Menem?

El econonomista de la CTA, Lozano, se niega directamente a tildar de progresista al Gobierno y su argumento hace blanco en el centro mismo de todas las justificaciones del kirchnerismo en su batalla por las retenciones: la igualdad social, valor central por el que puede definirse a la izquierda y por el cual el oficialismo defendió públicamente su guerra contra el campo. Es que para este referente de la CTA -central sindical que no ha sido reconocida por el kirchnerismo, pese a su clara definición progresista-, "el crecimiento económico del modelo K no sólo se asentó sobre la base de la desigualdad social sino que la ensanchó".
Y, vos, ¿de qué lado estás?

Para complicar aún más un universo de por sí complicado, tenemos el caso de quienes se sitúan en el campo de la centroizquierda -adhiriendo, incluso, a valores clave de esa tradición, como es la reivindicación del rol del Estado en la redistribución de la renta-, pero están en otros espacios, nuevos, o poco tradicionales, o directamente opuestos, a priori, al campo progresita.

Pero entonces, ¿por dónde pasa ser progre hoy? ¿Es la ética lo que importa, la alianza de las conductas, como sostiene Lilita Carrió, en un país con altos niveles de corrupción y en búsqueda de calidad institucional? Sigal agrega: "Hace poco, viendo un documental sobre Chile, algo me terminó de quedar claro: la clave en Salvador Allende fue su ética y su moral. Es decir: no se puede ser progresista y tener de funcionarios a ciertos personajes del PJ bonaerense".

El debate sobre la forma de construir y los objetivos enciende pasiones en el campo "progre" y es una de las verdaderas claves de la pelea de fondo. El peronismo kirchnerista y sus intelectuales afines declaran que postular una construcción política totalmente nueva resulta utópico y hasta apolítico porque también, dicen, se construye con escombros.

Pero, ¿cuál sería el porcentaje de toxicidad política permitido para preservar la "pureza" del proyecto popular? Abal Medina define: "Dividir la política entre buenos y malos, ángeles o demonios, no es progresista ni conservador: sencillamente es premoderno. Justamente, porque la política moderna supone la aparición de la ideología, y la formulación de un sistema de ideas para formular un proyecto".

Macaluse cree que la ética no es suficiente y su ruptura con Carrió tiene que ver con eso: en el ARI autónomo le cuestionaban a Lilita los coqueteos con López Murphy o la inclusión de otros políticos de centroderecha. Macaluse coincide con Sabbatella en la idea de que los medios no sólo son importantes sino que van configurando el fin. Da un ejemplo: "No vale pelear por la redistribución de la riqueza usando el clientelismo". En una palabra, el sector de la centroizquierda no peronista está convencido hoy de que el kirchernismo nunca va a ampliar su base progresista usando el aparato del PJ para la construcción política.

El ministro de Educación de Mauricio Macri, el pedagogo Mariano Narodowski, que viene de la experiencia de la Alianza de "Chacho" Alvarez (en su primera adolescencia estuvo en el PC). "Yo soy judío, enseño a Foucault, leí a Marx, me analizo; es decir, califico en todas para reconocerme en esa cultura, en la que reconozco."

Narodowski explica en sus propios términos por qué hoy se puede ser progresita y estar con Macri: "La inclusión social debe darse a través de políticas concretas, no sólo en lo lexical: entre 2000 y 2007, en las administraciones supuestamente progresistas de Ibarra y Telerman, creció un 16 por ciento la educación privada y sólo un 3 la educación estatal: ¿es eso progresita? Nosotros aumentamos un 30 por ciento el presupuesto para un plan dirigido al sur de la ciudad para lograr retener más años en la escuela a los chicos más pobres, ¿no es eso progresista"?

La calidad democrática también es, para el ministro de Macri, un indicador para medir el grado de centroizquierda en sangre. Y desde ese punto de vista -dice- oponerse duramente nunca puede ser leído en términos de golpe de Estado.

Un peronismo dicotómico y cenil. De eso habla el escritor y filósofo Santiago Kovadloff para explicar la fractura del progresismo, que no quiere cederle la calificación de "progresista" a un "peronismo dicotómico y senil", que usa categorías viejas para explicar fenómenos nuevos. "Así como no puede categorizar a un sindicalismo progresita, porque no cuenta con los dispositivos conceptuales necesarios, termina confundiendo a De Angeli con la oligarquía y a la clase media urbana y campesina con un movimiento conservador. En lugar de ver que existen transformaciones que están surgiendo a partir de las clases medias urbanas y rurales, ve una derechización y un complot antidemocrático. Hay una idea de que, en la clase media, está el germen del mal; un prejuicio que se asemeja mucho a la creencia de que los judíos siempre están en alguna conspiración internacional", reflexiona.

Kovadloff le apunta al grupo de intelectuales nucleados en el Foro Gandhi, quienes, precisamente, vieron en el desarrollo del conflicto con el campo el surgimiento de una "nueva derecha", en la que incluyen a los medios de comunicación, alianza que, según diagnostican, empuja un "clima destituyente". El filósofo Ricardo Forster lo puso blanco sobre negro esta semana: aquí se están debatiendo dos proyectos de país, afirmó, mientras que la "ficción mediática" muestra a "buenos ciudadanos pidiendo diálogo" y, por otro lado, a "personajes de piel oscura, como sátrapas de la política".

En este punto, no está de más tener en cuenta que, aun los aliados del espacio progre que quedaron del "lado correcto", según la escala de valores de Abal Medina, cuestionan -y mucho- las formas que eligió el Gobierno para debatir con el campo; no las razones políticas de la pelea, ni el contenido en sí. Tal es el caso del intendente de Morón, Martín Sabbatella, y de "Chacho" Alvarez, que todo lo miró desde afuera, pero con muchas críticas que masticó en silencio. Sabbatella, por ejemplo, dirá: "Este gobierno es progresista porque sigue parte de nuestra agenda. Compartimos el piso, pero no el techo, que tiene como cepo al PJ". El moronense delimita a sus aliados naturales entre dos coordenadas políticas: el kirchnerismo no pejotizado y el ARI no derechizado.

Pero desde el bloque Solidaridad e igualdad -el ARI "no derechizado", según la definición de Sabbatella compartida ampliamente por el espectro progresista-, Eduardo Macaluse, su líder, no coincide ni con el diagnóstico de su potencial socio ni con la forma de construcción que propone. Resulta que para Macaluse, este gobierno significa la continuidad del saqueo menemista, pero con ruptura del discurso, y es por eso que genera tanta confusión. "La discusión no es entre oligarquía y pueblo, esa división es artificial: dividió al progresismo entre subordinados y enemigos." Macaluse ya habla de discutir el poskirchnerismo, pero no como propone Sabbatella, del modo tradicional, es decir, tejiendo diálogos entre las distintas culturas del campo progresista, sino con la gente.

Un documento interno elaborado por el politólogo Edgardo Mocca para la Fundación Ebbert -grupoalemán tradicionalmente ligado a la centroizquierda que está trabajando políticamente en la Argentina- ofrece algunas pistas más que sugerentes. "La actitud ante el gobierno nacional divide aguas en el interior de la constelación política de la izquierda reformista", escribió Mocca -director de la revista Umbrales , editada por el Cepes, el think tank de "Chacho" Alvarez-, en un documento elaborado en marzo de este año.

A la hora de evaluar la situación de los cuadros políticos y de los dirigentes que formaron parte del Frepaso y que hoy están en el gobierno nacional, explica: "Este sector político sufre la ausencia de una personalidad política y un liderazgo propio, en el contexto de un gobierno fuertemente concentrado y personalizado. La etapa actual, en la que se ha colocado en el centro de la reorganización del Partido Justicialista, genera incertidumbre sobre el futuro de la concertación política enunciada desde el kirchnerismo".

La que ya no parece ser considerada dentro del campo progresista por sus pares -menos por Macaluse, su ex socio político-, es Elisa Carrió y su Coalición, quien, con el desembarco K, que tomó algunas de sus banderas, debió extenderse hacia el centro para encontrar un lugar nuevo. Sus ex compañeros de foto la acusan de haberse derechizado.

A Kovadloff, que participó de la campaña del ARI en 2007, no lo asusta definirse como de centroderecha. Lo explica: "Es que para mí el centro no está asociado a lo conservador sino al orden institucional, a un proyecto de transformación que pasa por las clases medias. La vida republicana es, para mí, la garantía sobre la que se asienta un desarrollo económico progresivamente equitativo. Caído el radicalismo, el centro está ganando la sensibilidad de la clase media argentina, y no expresa lo conservador sino la capacidad convivencial. No hay equidad sin antes orden institucional", dice.
No es lo mismo ni es igual

Es indudable que el discurso de Néstor, y ahora el de Cristina, ha tomado algunas banderas tradicionales de la izquierda y del pensamiento progresista, lo que en un primer momento les dio un enorme crédito para unificar ese campo de ideas. Seguramente, el punto más fuerte fue la política de los derechos humanos que, más allá de las discusiones sobre si es genuina u oportunista, lo cierto es que hizo suya una reivindicación muy cara y antigua para la agenda progresista: eso, más la renovación de la Corte, le trajo al kirchnerismo un enorme rédito en las filas de la centroizquierda, sobre todo al principio.

Pero, como admite el politólogo Abal Medina, el gobierno actual no es "progresista" sino "peronista progresista". Suena parecido, pero no lo es en absoluto: por el contrario, he ahí una decisiva diferencia con raíces históricas muy profundas, hoy actualizadas.

Precisamente, el estudio que preparó Mocca para la Fundación Ebbert - think tank que, en el pasado, ayudó a la construcción del PT de Lula, en Brasil, y del Frente Amplio, en Uruguay- bucea en las dos vertientes enfrentadas de la izquierda democrática reformista, la "liberal-socialista", con raíces en los partidos socialista y comunista, y la tradición "nacional-popular", que nació con el advenimiento del peronismo, a mediados de la década del cuarenta del siglo pasado. El surgimiento del peronismo marcó a fuego la experiencia de la izquierda en la Argentina y la hizo culturalmente mucho más heterogénea y compleja que las de Chile y Uruguay.

"La tajante divisoria de aguas entre peronistas y antiperonistas siguió -y en buena medida sigue- circulando en el interior del territorio político de la izquierda", afirma el politólogo del Cepes, para quien la centroizquierda tiene estas dos "almas", que conviven pero también luchan, y es imposible hacer una apreciación del actual estado de cosas en el mundo "progre" que esté libre de estas profundas huellas históricas.

Lo cierto es que parte de la centroizquierda que crujió en la pulseada con el campo no sólo está desorientada sino que, también, parece haber retomado las exploraciones para ver si hay vida fuera del planeta K.

El cardenal que se atreve a pensar


El cardenal Carlo Maria Martini es visto en amplios sectores como la última gran voz progresista de la Iglesia, la contrafigura de Joseph Ratzinger, su rival en la elección papal. A sus 81 años, retirado, enfermo de párkinson, sigue dando guerra. Su último libro ha levantado ampollas en el Vaticano

LOLA GALÁN 13/07/2008

A un libro como el suyo, Martini no le hubiera aplicado su expeditivo método de lectura. Apenas una ojeada a la portada, a la introducción y al índice, en busca de la esencia. "El cardenal ha dicho siempre que cada libro tiene una sola idea. Él la encontraba enseguida". Lo cuenta Gregorio Valerio, un hombre alto y macizo que fue secretario personal de Carlo Maria Martini en sus últimos años como arzobispo de Milán. Valerio guarda en el despacho de su casa parroquial, en una barriada milanesa modesta, montones de libros, recuerdos variados y discos de música clásica regalados por su eminencia.

Lo mejor del cardenal lo conserva en la memoria. Por ejemplo, ese pasmoso método de lectura, gracias al cual leía en tiempo récord muchos de los libros que llegaban a diario al palacio arzobispal. Yendo al grano, dejando de lado lo superfluo. Un método inaplicable para su último libro, Coloquios nocturnos en Jerusalén, porque no contiene una única idea. Estamos ante el testamento espiritual y personal del hombre al que muchos consideran el máximo representante en la Iglesia de una línea liberal, dialogante, que apuesta por la comprensión de las sociedades laicas del siglo XXI y no por la contraposición.

En los coloquios redactados por Georg Sporschill, jesuita austriaco de 62 años, Martini habrá apreciado también ese impulso, orgé en griego, como le gusta decir al cardenal; esa cualidad vital que caracteriza a las obras inspiradas. Su publicación, en alemán, ha levantado ya la polvareda que suele acompañar a las declaraciones de Carlo Maria Martini, visto en muchos sectores de la Iglesia como la contrafigura de Benedicto XVI. Infatigable buscador de verdades, este turinés de buena familia parece conservar intacta a los 81 años la capacidad de escandalizar, de remover las aguas estancadas. Sin apenas levantar la voz, diciendo cosas que se alejan siempre del runrún oficial, de los lugares comunes, de los raíles particularmente rígidos de la institución a la que pertenece desde hace 56 años, la Iglesia Católica Apostólica Romana.

"El cardenal es simplemente un hombre que se atreve a pensar", dice el cirujano Ignacio Marino, que mantuvo con él un diálogo famoso, publicado por el semanario L'Espresso, en 2006. En él quedó patente el estilo Martini. El de un hombre dispuesto a escuchar las razones del otro, a buscar un punto de consenso, y sobre todo a no descalificar. Ahí está su sufrida aceptación de la investigación con ovocitos, antes de que las células que los constituyen comiencen a dividirse. O su rechazo al encarnizamiento terapéutico. Martini se ha esforzado por comprender el drama de los que practican la eutanasia, para evitar el sufrimiento a un ser querido, aun considerándolo un hecho terrible. Ante una de las bestias negras de la Iglesia, la homosexualidad, su postura es cuando menos humana. "Tengo conocidos que son parejas homosexuales, hombres muy estimados y muy sociables. Nunca se me ha pedido, ni a mí se me habría ocurrido, condenarles", declara en su último libro.

Ahí está también su crítica seria, erudita, nada reverencial al libro Jesús de Nazaret, publicado por Benedicto XVI el año pasado. "Un libro hermoso", declara el cardenal, aunque se ve claramente que su autor, "no ha estudiado directamente los textos críticos del Nuevo Testamento". O su rechazo a la misa en latín -"considero que el Vaticano II fue un paso adelante en la comprensión de la liturgia"- publicado en un diario económico poco después del motu proprio del Papa que autorizaba el viejo rito.

Martini ha tenido siempre un sello especial. El último libro, el último escándalo, no hace más que reforzar el mito de este estudioso atípico, autor de centenares de obras eruditas, muchas de ellas compendios de ejercicios espirituales, homilías y pláticas. Lo que dice el cardenal interesa. Aunque, ¿quién es realmente Carlo Maria Martini, el gran rival de Joseph Ratzinger en el último cónclave? ¿Quién es el jesuita que renunció a su estatus de príncipe de la Iglesia al jubilarse, para refugiarse en una austera residencia de la Compañía, cerca de Roma?

Gregorio Valerio, su fiel secretario, y Sandro, el chófer de toda una vida, le acompañaron a su nuevo domicilio un día de septiembre de 2002. Valerio recuerda todos los detalles. La habitación espartana, el estudio con una nevera vacía, el saco verde para meter la ropa sucia. El secretario se estremeció. "El cardenal suda mucho, me preocupaba que no tuviera ropa disponible. Aquella austeridad era algo tremendo. Los jesuitas, ya sabe como son", dice con gesto indescifrable. Felizmente supo antes de marchar que el cardenal -"aquí es padre Martini", había dicho uno de los internos- tendría baño propio. Cosas intrascendentes para quien cambió hace años una vida de comodidades por la severidad del mundo jesuita. Y además, Ariccia era sólo un lugar de paso. Su verdadero destino era Jerusalén.

"El cardenal era feliz allí", dice el cirujano Marino, senador del izquierdista Partido Democrático italiano, que le visitó hace un par de años en la Ciudad Santa para tres religiones. "Me citó un día temprano, para ir al Santo Sepulcro. Fue una experiencia única". Marino entorna un poco los ojos, y rememora. Serían las siete de la mañana. El árabe que custodia las llaves del sepulcro acababa de abrirlo. La soledad, el silencio, daban al interior un aire místico. "Martini me mostraba los restos arqueológicos con un dominio impresionante. 'Esto es histórico, esto otro no sabemos, aquello forma parte de la leyenda'. ¡Qué gran guía!". Y luego, al filo de las 10.30, como todos los días, el cardenal le llevó a la gasolinera, cerca del Instituto Bíblico, donde preparan el mejor espresso de la ciudad.

El sueño de Jerusalén quedó roto hace unos pocos meses. El párkinson que le atormenta hace progresos, y Martini tiene que someterse a un tratamiento en la residencia-hospital que los jesuitas tienen en Gallarate (a unos 30 kilómetros de Milán). Un caserón del siglo pasado rodeado por un jardín, donde el paciente lleva una vida rutinaria, sin renunciar al trabajo.

Corrige, cuando se encuentra con fuerzas, las pruebas de la versión italiana del libro de Sporschill, y avanza en el análisis de las anotaciones marginales, o escoria, del Códex Vaticano (el manuscrito que contiene la versión en griego más antigua que se conoce del Nuevo Testamento, junto al Códex Sinaiticus). ¿Podría recibir a la periodista? El cardenal no se encuentra con fuerzas. En un gesto que confirma su escaso apego a lo protocolario, Martini llama personalmente para disculparse. "Estoy en tratamiento médico. Mi salud falla. Siento mucho decirle que no, pero no estoy bien". Su voz suena infinitamente frágil a través del teléfono. Irreconocible. Imposible relacionarla con aquella voz imperiosa, remachando cada palabra, del arzobispo de Milán, en la entrevista que concedió a EL PAÍS nada más recibir el Premio Príncipe de Asturias, en 2000.

"Está aprendiendo a hablar otra vez. Trabaja con un logopeda", explica Franco Agnesi, una de las cuatro personas con las que Martini compartió vida en su etapa de arzobispo. Agnesi, que acaba de visitarle en Gallarate, cuenta que sigue añorando Jerusalén. "Le duele no estar allí, pero mantiene el sentido del humor. Yo le cité la frase del Evangelio de San Juan, del capítulo 21: 'Cuando seas viejo te llevarán adonde no quieres".

Carlo Maria Martini fue enviado adonde no quería siendo todavía un hombre joven. La decisión de Juan Pablo II de nombrarle arzobispo de Milán llegó en diciembre de 1979 y cayó como una bomba en los palacios obispales de Italia. ¿Quién era aquel jesuita, estudioso de las Sagradas Escrituras, sin experiencia pastoral alguna, que escalaba hasta lo más alto de la jerarquía nacional? ¿Qué sabía del mundo de la curia, de las obligaciones profesionales de un arzobispo, el estudioso y tímido Martini? A toda prisa, el papa le consagró obispo después del nombramiento con el que soñaban buena parte de los obispos de Italia. Él, el jesuita alto, de porte aristocrático, tímido y reservado, no aspiraba a la diócesis de San Ambrosio. Estaba a gusto como rector de la Universidad Gregoriana, un puesto en el que llevaba poco más de un año, después de casi nueve dirigiendo el Instituto Bíblico de Roma.

El salto entre un cargo y otro había sido casi imperceptible. La Gregoriana y el Instituto están casi puerta con puerta, en un rincón relativamente tranquilo del centro histórico de Roma. Martini pasó de una habitación austera a otra habitación austera. De una vida en comunidad -con baño compartido- a una vida en comunidad, un peldaño más arriba en el escalafón académico eclesiástico. Stephen Pirani, el jesuita estadounidense que fue su alumno y es hoy rector del Bíblico, recuerda cuánto lamentó su marcha. "Como profesor tenía una gran claridad de ideas. Era capaz de explicar admirablemente una cosa tan rara como es la Crítica Textual, su especialidad". Pirani ha mantenido el contacto con el cardenal desde los años setenta. Porque Martini no se apartó nunca, ni siquiera agobiado por el peso de la diócesis más grande de Europa, de su pasión por manuscritos y papiros bíblicos.

Cambió de ciudad y de vida, después de obtener el permiso del superior general de los jesuitas, Pedro Arrupe. Se instaló en el ala noble del palacio arzobispal, el que se asoma a la Via del Duomo. Y aprendió deprisa. Se percató enseguida del ritmo frenético de la ciudad. De la peculiaridad de su tarea pastoral en tiempos violentos. Los años de plomo daban sus últimos coletazos, con acciones terribles del terrorismo negro y de las Brigadas Rojas, que disparaban a las piernas a hombres de negocios y profesores universitarios. Condenó el terrorismo, pero no se negó a escuchar a los terroristas. Celebró funerales por las víctimas y bautizó en cierta ocasión a dos gemelos concebidos durante uno de aquellos juicios de alta seguridad contra brigadistas rojos. Martini visitó las cárceles, convencido de que en ellas no había espacio para la "rehabilitación de los presos"; recorrió hospitales y parroquias. Y desde el púlpito condenó el escándalo de Tangentópolis, el sistema de corrupción político-económica que acabaría por dinamitar la vida política italiana a comienzos de los años noventa.

Nada de esto le distinguió de los demás obispos. Fueron otras iniciativas las que dieron pie al mito Martini. La primera, leer el Evangelio a los jóvenes y dar espacio al silencio y a la meditación en sus vidas. La Escuela de la Palabra, como se denominó a estos encuentros mensuales, se revelaría todo un éxito. El Duomo registra llenos espectaculares en cada cita. Miles de jóvenes se reúnen ante el altar para escuchar los textos sagrados y meditar un rato sobre la propia vida.

En medio del frenesí diario de Milán -junto a Turín, motor económico de Italia-, Martini predica silencio y pausa. El segundo gran acierto del cardenal (Wojtyla le concede la birreta en 1983) llega en 1987. Y será bautizado como la cátedra de los no creyentes. Encuentros esporádicos con intelectuales laicos para debatir sobre las razones de la duda, de la fe, o de la falta de fe. Una frase del libro de Ratzinger Introducción al cristianismo, en la que reflexiona sobre el "no creyente que hay en todo creyente", le da la idea. El cardenal se inspira también en la sentencia del filósofo Norberto Bobbio: "Lo importante no es creer o no creer, sino pensar o no pensar". A partir de ahí, la cátedra despega. Martini debate con el semiólogo Umberto Eco y con decenas de intelectuales en aulas universitarias y salas de conferencias. Muchos de los coloquios se publicaron. No es casual que en 2000, tanto Eco como el cardenal reciban el Nobel español, el Premio Príncipe de Asturias.

A Martini le costó aceptar ese honor. Normalmente rechaza los premios. Le abruman los elogios, le interesan sólo los comentarios críticos, de los que aprende más. Ya lo dice el lema de su escudo cardenalicio: "Amar las cosas adversas por amor a la verdad", sacado de las reglas pastorales de san Gregorio Magno. Aunque Martini es, por encima de todo, un jesuita. Aprecia el silencio y las pausas en el ajetreo diario. Una regla de oro que mantuvo siempre en sus años de arzobispo. "Me obligó a dejar en blanco su agenda los jueves por la mañana", cuenta su secretario, Valerio. Salían en coche hacia la montaña. Una vez en el punto elegido, cada uno se iba por su lado. Eso sí, con el teléfono móvil en el bolsillo.

Sin ser un montañero, Martini conserva de su infancia la afición por las excursiones a los Alpes. Las largas vacaciones familiares se dividían entre las playas de Liguria y las montañas cercanas a Turín. Su padre prefería las marchas. De arzobispo, Martini se atrevía a escalar los picos alpinos. Casi siempre los de la vertiente de la Suiza italiana, para no ser reconocido. Luego, purificado por las alturas y la soledad, regresaba a la curia y retomaba su agenda.

Gregorio Valerio le recuerda siempre correcto, incapaz de una mala palabra, aunque siempre distante. "Es un hombre pasional, pero se domina. Lo consigue a fuerza de voluntad y entrenamiento". Vestía clergyman, salvo en las salidas pastorales. Moderado en las comidas, el cardenal seguía una dieta férrea, dirigida por un especialista, al menos un par de semanas al año. Motivos de salud o quizá un deseo de purificación física. Hay un lado curioso también en la personalidad del intelectual, biblista de fama internacional y pensador rebelde: sus dotes de catador de vinos. "Al arzobispado llegaban muchos regalos, a veces cajas de vino. Yo siempre me fiaba de la opinión del cardenal. Cuando decía: 'Éste es un excelente vino de mesa', yo sabía que el vino no valía nada", cuenta su secretario.

El cardenal pasaba horas en su estudio privado, casi siempre con la puerta abierta. Cuando la cerraba era una señal de que no debían molestarle. Martini compartía mesa en el desayuno, comida y cena con sus colaboradores directos. El entonces número tres de la curia milanesa, Franco Agnesi, le define como un hombre con gran sentido del humor, aunque siempre contenido, distante. Una compostura que algunos feligreses interpretaban como insuperable frialdad. "Cuando te saludaba, después de las misas en el Duomo, era como una esfinge", cuenta un milanés devoto, que no oculta sus preferencias por el nuevo arzobispo, Dionigi Tettamanzi.

Martini siempre ha creído en la potencia de la razón, en perfecta armonía con su fe. Algo que le ocasionó en Milán algunos problemas. "Comunión y Liberación le hizo la vida bastante difícil", dice Agnesi. Era entonces un movimiento joven, muy ligado a la derecha política, en una fase de agresiva expansión. El cardenal encajó la situación con su autocontrol habitual. Sin dejar de apreciar por eso dos cualidades en estos movimientos. Por un lado, su redescubrimiento de Cristo; por otro, su capacidad de establecer relaciones muy intensas dentro del grupo.

Amigos y adversarios, colaboradores y meros observadores coinciden en considerar a Martini un hombre enormemente reservado. Su educación, su historia, los golpes de la vida han hecho de él una persona casi impenetrable. El segundo de tres hermanos, Carlo Maria Martini nació el 15 de febrero de 1927 en Turín, en una familia de la burguesía industrial. Leonardo, su padre, era un ingeniero con una boyante empresa constructora. Su madre, Olga, una católica extraordinariamente devota. El niño fue enviado al colegio de los jesuitas, uno de los más prestigiosos de la ciudad. Y allí surgió la vocación. "A mi padre no le gustó demasiado la idea", diría después Martini. Quizá tenía otros proyectos para él, pero su destino estaba marcado. Sería jesuita.

Los primeros años de formación coincidieron con la II Guerra Mundial, pero los Martini no pasaron especiales apuros. A los 25 años, Carlo Maria es ordenado sacerdote. Una década después, tras licenciarse en teología y filosofía y completar su formación de jesuita, ocupa la cátedra de Crítica Textual en el Instituto Bíblico de Roma. En 1972 conoce a Karol Wojtyla, arzobispo de Cracovia, que le invita a visitar a los expertos bíblicos de su ciudad. Martini hizo el viaje en coche con su hermano mayor, Francesco. Fue el último que hicieron juntos. En octubre de 1972, su hermano muere de infarto cerebral. En apenas 18 meses, Martini pierde también a sus padres. La familia del cardenal se reduce ahora a su hermana menor, Maria Stefania, y sus sobrinos, Giulia y Giovanni.

Son golpes de la vida que le han marcado, como la enfermedad. El párkinson le acecha desde comienzos del nuevo milenio. Pese a los iniciales desmentidos oficiales, la noticia es del dominio público antes del cónclave de 2005. La muerte de Juan Pablo II ese año brinda una ocasión a la Iglesia para afrontar quizá la reforma que muchos desean. Los seguidores de Martini confían en sus posibilidades de ser elegido. "Habría sido peor", dice el vaticanista del diario conservador Il Giornale Andrea Tornielli. "Martini habría dividido a la Iglesia mucho más que Ratzinger". El cardenal se presenta en Roma apoyado en un bastón. Los expertos saben que el bastón significa "no me elijáis, estoy enfermo", en el metalenguaje vaticano.

Martini sufre el mismo mal que ha convertido en un infierno los últimos años de Juan Pablo II, aunque en un grado mucho menos agudo. Por eso, el cardenal sigue activo. Divide sus días entre Jerusalén y Ariccia. Acude a las reuniones de las congregaciones vaticanas de las que forma parte. Y sigue dirigiendo ejercicios espirituales. Los últimos, este mismo año, vuelven a ser motivo de polémica. El cardenal habla ante un grupo de sacerdotes, y denuncia la envidia "como vicio clerical por excelencia". Habla también de la calumnia. Recuerda que en sus años de arzobispo en Milán llegaban decenas de cartas anónimas repletas de calumnias contra sacerdotes y prelados que él mandaba quemar. "La mayoría procedentes de Roma".

Al día siguiente, la homilía de Martini está en el diario La Repubblica, y es la comidilla en los corrillos vaticanos. "Creo que el cardenal es un poco ingenuo. A veces dice cosas sin comprender que pueden ser utilizadas erróneamente", opina el obispo Vincenzo Paglia, amigo personal de Martini. "No es un hombre de izquierdas, aunque se empeñan en convertirlo en el anti-Papa. No tiene una visión política, sino una visión evangélica de la Iglesia. Es cierto que habla con libertad, pero muchas veces se le malinterpreta".

No sólo sus amigos y antiguos colaboradores coinciden en lamentar la "distorsión" mediática que ha convertido al cardenal en un personaje de izquierdas dentro de la jerarquía católica. También quienes le contemplan con más distancia, como el vaticanista Tornielli, creen que el personaje Martini es una invención de algunos periodistas. "Se empeñan en eso, como se empeñaron en afirmar que Ratzinger fue elegido en el último cónclave gracias a su apoyo. Lo cual es absolutamente falso". Martini no es un liberal, cree Tornielli, que se ha molestado en recopilar muchas de las intervenciones del purpurado, a su juicio contrarias a esa aureola, en un libro titulado La scelta de Martini (La elección de Martini). "Como buen jesuita, dice y no dice", apunta el vaticanista.

Tornielli no encuentra, sin embargo, motivo de escándalo en las últimas intervenciones de Martini. Ni siquiera en el libro del jesuita Sporschill. "No se ha publicado aún en italiano. El cardenal está jubilado. Sus palabras ya no escandalizan. Lo que dice lo dice porque está obligado a mantener su personaje", insiste.

Muchos seguidores del cardenal liberal esperan este texto con expectación. Saben, por los resúmenes publicados, que recoge una conversación sin reservas con Georg Sporschill. Los dos se conocieron hace un par de décadas, en Viena. "El cardenal daba un cursillo para sacerdotes y trabajadores sociales de cárceles", recuerda el autor. A partir de ahí surgió la amistad. Sporschill admiraba al cardenal, y Martini siempre se interesó por el trabajo del austriaco, que se ocupa de los niños de la calle de Bucarest. Así, entre los dos, fue tomando cuerpo la idea de un encuentro a tumba abierta sobre las grandes cuestiones de la Iglesia, y las opiniones más personales del cardenal. "Le visité en Jerusalén tres semanas, a lo largo de varios meses. Cuando estaba allí, nos veíamos diariamente, conversábamos horas y horas, siempre que su salud lo permitía", precisa Sporschill a través del correo electrónico.

El resultado es un libro delgado, pero de contenido denso, y polémico. Martini confiesa en él las dudas que le han atormentado durante años. Su dificultad de comprender las razones de Dios para hacer sufrir a su Hijo en la cruz. Siendo ya obispo, Martini considera insoportable, a veces, la contemplación de un crucifijo. Tampoco era capaz de aceptar la muerte, hasta que un día comprendió. "Sin la muerte no nos entregaríamos totalmente a Dios. Nos quedarían salidas de emergencia abiertas". El cardenal emérito confiesa que soñó durante años en la posibilidad "de una Iglesia en la pobreza y la humildad, independiente de las potencias del mundo". Hoy ha dejado de soñar. Aun así, pide valor a la Iglesia para transformarse. Para aceptar que el mundo cambia. Aunque sólo fuera por puro pragmatismo, tendría que abrir los brazos a los sacerdotes casados, valorar la hipótesis de la ordenación de mujeres.

Martini reconoce también que la encíclica de Pablo VI, Humanae Vitae, en la que el magisterio de la Iglesia condena el uso de anticonceptivos, está superada. A Ignacio Marino, cirujano y senador, que considera a Martini "una de las grandes personalidades de nuestro tiempo", no le ha sorprendido la sinceridad del cardenal, aunque lamenta que sus palabras sean casi siempre piedra de escándalo. "Siempre ha hablado con libertad, pero ama a la Iglesia y es enormemente fiel al Papa". ¿Es un cardenal de izquierdas? "Decir eso sería una simplificación".

El rector Pirani teme que la imagen de Martini haya sido distorsionada por los periodistas. "Muchas veces me ha comentado que le molesta que intenten enfrentarlo al Papa o a otros cardenales". Para este jesuita no hay enigma alguno ni contradicción en la personalidad del cardenal. La cosa es simple. "En él se conjuga una gran fidelidad a la Iglesia con el valor de hacer preguntas". Es lo mismo que opina el obispo Vincenzo Paglia, que le conoció en los años setenta, cuando era rector del Instituto Bíblico, y vivía angustiado por su falta de contacto con los pobres. La Comunidad de San Egidio era entonces una experiencia nueva, y a Martini le interesó. Primero acudió a ayudar a un anciano enfermo que vivía en la miseria, luego amplió el alcance de su actividad pastoral. "Iba a celebrar misa a una barriada pobre, en el Alessandrino. Recuerdo que oficiaba en una antigua pizzería, y preparaba el sermón, los sábados, con dos de los muchachos de la comunidad", cuenta Paglia.

Biblia y fe religiosa son un todo en Carlo Maria Martini. Él mismo ha relatado su infatigable peregrinación por las librerías de Turín, su ciudad natal, siendo un adolescente, en busca de un ejemplar en italiano del Antiguo y el Nuevo Testamento, traducidos del griego. La Biblia, que conoce de pe a pa, tan poco presente en la formación de los católicos, es la verdadera base de la espiritualidad de Martini. Para responder a cualquier pregunta, para resolver cualquier problema, el cardenal echa mano de las Escrituras. Sin miedo a quedarse solo. "Sigue la máxima de san Ignacio: 'Solo y a pie", añade Franco Agnesi, su antiguo colaborador, que añora los años pasados junto al cardenal, al que todavía pide consejo. Ése fue el motivo de su última visita: preguntarle qué hacer ahora, que le trasladan de parroquia. El cardenal le escuchó y le aconsejó. Y fue capaz de dominar la nostalgia cuando se habló, de pasada, de Jerusalén. La ciudad donde quería morir. En la que tenía reservada una sepultura. Ahora esa posibilidad es remota. El propio Martini se lo dijo: "Jerusalén es un buen sitio para morir, pero un mal sitio para un moribundo"

El ascenso imparable de unos dinamiteros del jazz

EST desmiente los tópicos con un brillante disco en directo

J. M. GARCÍA MARTÍNEZ - Hamburgo - 01/03/2008

Mucho más que un conjunto de jazz. El trío del pianista Esbjörn Svensson, EST para los amigos, constituye un fenómeno sociológico digno de estudio. Un grupo de jazz sueco que vende discos como el que más, llena grandes auditorios y gusta, incluso, a los aficionados al jazz. Para el líder (aunque no se reconozca como tal), la explicación es muy sencilla: "No existe ningún otro trío en ningún lugar del mundo como el nuestro. Ni en América, Japón, Suecia o en España va nadie a encontrar otro EST. Si quieres escuchar a EST tienes que escuchar a EST".

Svensson, Dan Berglund (contrabajo) y Magnus Öström (batería) acudieron recientemente a Hamburgo para presentar su nuevo disco. Una elección obvia teniendo en cuenta que se trata de una grabación en vivo realizada en esta ciudad. Cualquiera podría llevarse la falsa impresión de que la llamada Venecia del Norte constituye un fetiche para Svensson: "En los ochenta recorrí Europa por Interrail con mi novia y siempre teníamos que pasar por Hamburgo", recuerda el pianista. "Por algún motivo, la ciudad no me gustaba demasiado y todo lo que quería era subir al tren y salir pitando. Pero ahora he descubierto que es un sitio estupendo".

Para la presentación, escogieron el Indra, un diminuto habitáculo con apariencia de club de alterne de los años cincuenta que fue el escenario de la primera actuación de unos tales Beatles fuera del Reino Unido. Para Svensson, "ha sido la oportunidad de volver a saborear el feeling de tocar en un club", "un lujo" que ya no se pueden permitir, reconoce Svensson. "Los clubes de jazz suelen ser lugares muy pequeños con lo que tendríamos que estar de gira eternamente. Nuestro reto es crear la atmósfera precisa para hacer sentir a quienes van a escucharnos que no están en un lugar inmenso sino en un club o en la sala de estar de su casa y que nosotros no estamos allí; hasta que, de repente, abre los ojos y comprueba que está rodeado por otros 500".

El "culpable" de que todos estemos aquí -músicos, ejecutivos y prensa venida de toda Europa- se llama Siegfried, Siggi, Loch, un aristócrata, antiguo presidente de WEA-Europa que en 1992 lo dejó todo para fundar ACT, cumpliendo con su sueño de convertirse en productor de discos de jazz. Svensson reconoce que fue gracias al empeño de Loch que EST live in Hamburg vio la luz: "Yo no estaba demasiado entusiasmado con la idea de editar la grabación del concierto pero Siggi insistía en que teníamos que escucharla, que había sido algo grande, y, efectivamente, lo había sido".

Svensson recuerda la primera vez que EST tocó en Madrid: en un club, un domingo por la tarde-noche, ante una docena de espectadores. "Es algo que uno no debe olvidar. El riesgo de crecer como nosotros lo hemos hecho es que acabes ocupándote más de los deseos de la gente que de la música. La filosofía del grupo es justo la contraria: lo único que importa es la música y lo que sentimos y lo que queremos tocar. Si seguimos así seguro que la audiencia seguirá estando ahí".

Su música puede sonar tanto en una sala de conciertos como en un garito del "barrio rojo" de Hamburgo o en un after en Ibiza... pero, toquen donde toquen, siempre cabrá la duda de si calificarles como un grupo de jazz con apariencia de conjunto pop o como un grupo pop que improvisa. "El problema del jazz es que todo el mundo sabe qué está ocurriendo a cada momento. Con EST no está tan claro qué es un solo y qué la melodía, lo que me encanta. Las formas tradicionales del jazz me aburren. Nos inspira la música afroamericana, por supuesto, pero también la música clásica europea, la música electrónica, el pop, el rock and roll..., si alguien piensa que no es jazz, por mí vale, y si piensa que sí, pues también".

Las cifras cantan: EST ofrece más de 100 conciertos al año por todo el mundo, una presumible tortura para alguien que afirma "odiar a muerte" las repeticiones. "Sería aburrido si fuera lo mismo todas las noches pero no lo es", confiesa Svensson. "No hay una sola noche en que no ocurra algo que te lleve a preguntarte qué está pasando. Todo lo tocamos en vivo y sin trampa, no tenemos loops ni nada parecido. Cualquiera puede empezar cualquier cosa y tienes que estar absolutamente concentrado porque corres el riesgo de perderte. Basta que pares un minuto a fumarte un cigarrillo para que ya no sepas dónde estás"

Esbjörn Svensson, el gran renovador del jazz europeo


Pianista y compositor, el líder del grupo sueco EST se inspiraba en todo tipo de música, desde la clásica a la afroamericana, el pop y el rock

J. M. GARCÍA MARTÍNEZ 17/06/2008

La noticia ha caído como un jarro de agua fría. Esbjörn Svensson, de 44 años, murió el pasado domingo 15 de junio, mientras practicaba buceo en la isla de Ingarö, cercana a Estocolmo. El jazzista sueco fue rescatado de las aguas con vida y trasladado de urgencia a un hospital donde falleció.

La noticia ha caído como un jarro de agua fría. Esbjörn Svensson, de 44 años, murió el pasado domingo 15 de junio, mientras practicaba buceo en la isla de Ingarö, cercana a Estocolmo. El jazzista sueco fue rescatado de las aguas con vida y trasladado de urgencia a un hospital donde falleció. Las reacciones ante esta muerte abrupta no se han hecho esperar. Para Burkhard Hopper, manager del fallecido pianista y compositor, existía "una cierta mística en torno a su música. Svensson era musicalmente la luz que iluminaba al mundo porque lo que hizo fue romper barreras". Hopper ha anunciado la apertura de una investigación policial en torno a las circunstancias de la muerte.

Svensson saltó a la fama con EST (formalmente, Esbjörn Svensson Trio), un trío de jazz sui géneris cuya música bebe de múltiples fuentes: "Estamos inspirados por la música afroamericana, por supuesto, pero también por la música clásica europea, por la música electrónica, el pop, el rock and roll..., si alguien piensa que no es jazz, por mí vale, y si piensa que sí, pues también".

EST -el primer grupo de jazz europeo en ocupar la portada de la revista Down Beat- venía a ofrecer una media de más de 100 conciertos al año por todo el mundo y, aunque las cifras ya no son como las de antes, las ventas de sus discos superaban a las de cualquier agrupación o solista de jazz conocidos, con muy pocas excepciones. También en nuestro país: "Se supone que porque venimos del Norte deberíamos ser fríos o cerebrales, pero no hay más que escucharnos para darse cuenta de que no somos así. ¡También los vikingos sabemos hacer música caliente!".

En diciembre de 2007, Esbjörn convocó a los medios de comunicación de toda Europa a las oficinas de la compañía que distribuye sus discos en la ciudad alemana de Hamburgo. El motivo era la presentación del álbum grabado por su trío en la susodicha urbe. Uno tras otro, fueron pasando los representantes de la prensa y la radio francesa, sueca, danesa..., en el momento de recibir a quien esto suscribe, era ya noche cerrada. La entrevista, que comenzó, como las restantes, en un despacho habilitado al efecto, terminó en el taxi que llevaba al pianista de vuelta al hotel para su diaria ración de Glenn Gould interpretando a Bach.

Semejante situación ciertamente insólita sirvió al jazzista para recordar la primera vez que EST tocaron en Madrid: en un club, un domingo por la tarde-noche, ante una docena escasa de espectadores; días después de la entrevista volverían a hacerlo, en un céntrico auditorio de la ciudad, con el aforo totalmente vendido y un rosario de seguidores mendigando a las puertas del recinto una entrada por caridad. Para el líder del trío (aunque no se reconociera como tal), la explicación a semejante éxito era muy sencilla: "No existe ningún otro trío en ningún lugar del mundo como EST. Ni en América, ni en Japón, ni en Suecia o en España va nadie a encontrar otro EST. Si quieres escuchar a EST, tienes que escuchar a EST".

Los ecos de la entrevista publicada en este mismo periódico llevaron a que la gira de EST prevista para el próximo mes de noviembre se ampliara en varias fechas, además del concierto que el grupo tenía programado este mes de agosto, en la localidad alicantina de Xàbia, con ocasión de su festival de jazz. A mayor abundamiento, el trío iba a presentar nuevo disco, Leukocyte, el duodécimo en su carrera: "Esbjörn estaba muy contento con el resultado", ha puntualizado Hopper.

Queda la incógnita acerca del futuro de quienes compartieron con el pianista y compositor más tiempo que sus propios hijos, sus compañeros de trío, Dan Berglund (contrabajo) y Magnus Öström (batería): "EST somos como un matrimonio que lleva demasiado tiempo juntos. Hemos madurado juntos, nos hemos divertido juntos y sabemos cómo hacer cuando nos enfadamos. Quizá deberíamos tocar algo menos en el futuro".

Esbjörn Svensson ha fallecido: comienza la leyenda.

Herbie Hancock


“El jazz es saludable para el alma humana”

IKER SEISDEDOS 13/07/2008

El pianista vive uno de los mejores momentos de sus casi cincuenta años de brillante carrera. Inesperado ganador del Grammy al mejor disco del año por su álbum de homenaje a Joni Mitchell, llega de gira a España.

Una reciente tarde de primavera, Herbie Hancock, leyenda del jazz y pianista extraordi¬¬nario, sostenía arqueado sobre su propio eje Memorando al futuro presidente: ¿cómo podemos restaurar el liderazgo y la reputación de América?, de Madeleine Albright. Un ejemplar dedicado. “Para Herbie. Un tipo al que ojalá los presidentes de este gran país escuchasen más a menudo. No sólo su música, sino también sus opiniones acerca del jazz y de la vida en general”. Resulta que cuando Hancock está en Washington siempre se las apaña para quedar con la primera mujer en alcanzar, en 1997 y con la Administración de Clinton, la secretaría de Estado. Juntos, aseguró, gustan de “escabullirse a cualquier garito a escuchar buena música”.

Aquél era uno de esos días del pianista en la capital administrativa del mundo, ciudad tan poco jazzística como el jazz últimamente. Desde su suite se adivinaba la silueta de la Casa Blanca, una imagen que se antojaba metáfora del brillante porvenir del viejo músico, quien, parafraseando el emocionante standard, últimamente casi podría en los “días claros ver para siempre”. Este 2008, el pianista ha logrado un Grammy al mejor disco (a secas) del año por River: the Joni letters (Verve / Universal). Es, además de un emocionante y delicado homenaje a la cantautora canadiense Joni Mitchell, el primer disco de jazz que obtuvo el máximo reconocimiento de la industria en 44 años (Getz / Gilberto, de Stan Getz, fue el último, gracias a un fenómeno llamado The girl from Ipanema). Una joya que podrá disfrutarse este mes sobre escenarios españoles: el próximo martes en el festival de Vitoria, el 26 en el de Porta Ferrada (Sant Feliu de Guixols, Girona) y el 27 en Valencia.

Estos meses han sido también los de su elección como uno de los 100 personajes más influyentes de la revista Time, o su distinción como artista del año por la Universidad de Harvard. Dos días después de la entrevista ingresó como “leyenda viva” en la Biblioteca del Congreso, y en mayo, su disco Headhunters (su álbum más vendido, de 1973) fue incluido por esa institución en un lote de 25 grabaciones que “deben ser preservadas para siempre” (desde un discurso de Harry Truman de 1948, hasta el disco que se envió al espacio con el transbordador Challenger en 1977 o el Thriller de Michael Jackson).

Lo cierto es que Hancock reúne las cualidades necesarias para tanto reconocimiento. Después de todo es, muy probablemente, el artista de jazz que más muescas le ha hecho a la historia de eso que llaman cultura pop. Como decía la campaña publicitaria de cierta banda australiana de pop, seguramente co¬¬nozca más canciones de Herbie Hancock de las que cree. Es autor de la banda sonora de Blow up (1966), obra maestra de Michelangelo Antonioni y pieza fundamental del movimiento mod. En los setenta abanderó la bastardización del jazz con Headhunters, que marcó época con su millón de copias vendidas. Y si en los ochenta popularizó el scratch, técnica empleada por los disc jockeys de rap, en Rockit, un tema que asaltó por la fuerza a la generación MTV; en los noventa vio cómo su trabajo para el sello Blue Note en los inicios de su carrera fue apropiado por el hip-hop y el acid jazz para conquistar a una nueva clase de oyentes.

De aquellos días, este camaleónico artista, miembro del inolvidable segundo quinteto de Miles Davis a finales de los sesenta, acaso la mejor formación jazzística en pisar la tierra, conserva las manos finas que atraían el foco en la elegante y lejana portada de su primer disco como líder, de 1962. Fue entonces cuando el mundo descubrió a un prodigioso pianista de Chicago de formación clásica. Un improvisador infatigable capaz de introducir a Debussy en el más arraigado discurso de la música negra.

Por lo demás, aún viste de oscuro y luce una envidiable forma física dos días antes de su 68º cumpleaños. Mata el tiempo con revistas de divulgación científica y dobla la chaqueta del visitante como un jazzman de los de antes. Pobres, pero bien planchados.

¿Qué ha cambiado en su forma de ver el mundo, ahora que sabe que es una le¬¬yenda viva? Nada [Carcajada]. Es muy agradable el reconocimiento que he recibido. Sobre todo lo de los Grammy, que ha sido fundamental, entre otras cosas, para darle una nueva vida comercial al disco [sus ventas se han doblado hasta alcanzar los 450.000 ejemplares]. ¿Sabe? Todo el mundo ve en este país la dichosa ceremonia, igual que se ven los Oscar o la Super Bowl. Para un músico es el más grande premio dentro de los grandes premios. Todos quedaron muy sorprendidos, y más que nadie, yo mismo. ¡Gané a Amy Winehouse, que es cien veces más conocida! Pero si me lo pregunta, no sé si merezco tanta atención. Pero sí que el jazz la merece. Yo veo que este premio es una señal de que el jazz se hace por fin más visible en América. Lo cual es maravilloso.

Ese logro se ha atribuido muy a menudo a los “popularizadores” oficiales del género, como Wynton Marsalis, trompetista, o el documentalista Ken Burns. Quienes, dicho sea de paso, suelen contar una historia del jazz un tanto sesgada, edulcorada, por así decir. Puede que sí. Lo que yo siento es que el jazz es muy saludable para el alma humana, porque va realmente de li¬¬berar almas. Es como si el espíritu no obtuviese satisfacción suficiente con otras formas musicales, que pueden ser maravillosas, pero, sinceramente, no le alcanzan al jazz. Todos los géneros son válidos, pero hay algo muy especial en este al que he dedicado mi vida. No va de competir, sino de confiar en ti mismo y en los músicos que te acompañan. Es una caída libre y necesitas compañeros en los que apoyarte. Es la música del momento y nunca juzga a nadie. No conozco a ninguna persona que se meta en esto por la fama, las joyas o las mujeres. Lo demás, aparte de esas bellas cualidades, me trae sin cuidado.

¿A qué atribuye entonces que ese reconocimiento a la expresión cultural más perdurable y original de su país llegue tan tarde? Recuerdo cuando tocaba con Miles [Davis] en los sesenta. El jazz aún era una música que se tocaba en los clubs, lejos de los grandes festivales. Éramos tipos con clase y hacíamos una música que no se vendía a nadie. Yo tenía veintitantos años y todo era respeto. Luego, el jazz se convirtió en demasiado virtuoso. Y la gente normal lo asimiló a algo complicado. Llegó el rock and roll y se acabó la historia.

¿Tuvo que ver la irrupción del ‘free jazz’, que vino a hacer saltar todo por los aires? Me sentí fascinado con aquella locura, y en cierto modo, me involucré en tocar con Eric Dolphy, por ejemplo. La banda de Miles estaba influenciada por el avant-garde y también por el free jazz.

Aunque a él todos aquellos músicos le parecieran, por decirlo de un modo suave, unos fantoches. Sí, pero incorporó elementos de su lenguaje en nuestra música. Tampoco muchos entendían lo que hacíamos nosotros en aquel grupo…

¿Y usted? ¿Alcanzaba a sus 25 años a entender la importancia de aquella música? Disfrutábamos al explorar, al meternos en áreas que nadie había frecuentado. La idea de explorar nuevos territorios está aún muy presente para mí. Incluso con River, que puede verse como un álbum más fácil de escuchar. O con el anterior [Possibilities], que fue muy criticado, porque colaboré con artistas como Christina Aguilera. Decían que carecía de un centro. Que abarcaba mucho y apretaba poco. Como si eso fuese algo intrínsecamente malo. Para mí, eso es precisamente lo que hay que hacer ahora mismo. Es el signo de los tiempos que marcan las descargas di¬¬gitales. Ya nadie escucha los álbumes enteros. Sólo se atiende a las canciones. Por eso hice un disco en el que parecía que cada tema provenía de un disco distinto.

¿Por qué homenajea la música de Joni Mitchell, precisamente ahora, cuando el público y la industria parecen ignorarla más que nunca? Fue una idea de Dahlia Ambach, la A&R [encargada de artistas y repertorio] de Verve. “Sé que sois amigos y que la respetas”, me dijo. Me interesó el reto. Porque normalmente nunca hago caso a las canciones. Sólo a las armonías, a los arreglos, nunca a la letra. Las palabras no las escucho. Cuando escucho una canción, simplemente soy incapaz de asimilar las palabras. Es muy normal entre los músicos de jazz, salvo si eres Lester Young o Wayne Shorter, mi gran amigo [con él militó en la banda de Miles Davis y colabora en el disco]. Dahlia fue también la que propuso al productor, Larry Klein…

Y ex marido de Joni Mitchell… A pesar de lo cual son amigos, no se vaya a creer. Supongo que son raros en eso. Hay cosas que uno no puede evitar encontrar insoportables del otro, incluso ya divorciados. Con ellos no parece pasar.

No pretenderá hablar por su propia experiencia de consumado hombre de familia. Yo llevo cuarenta años con la misma mujer. Pero no me mire con admiración. Es simplemente la persona adecuada, ¿sabe? No tiene el menor mérito. La clave, hijo, es no hacer depender tu felicidad de la otra persona. Tu felicidad es asunto tuyo, no es trabajo del otro [risas]. Esperar que el otro te suministre felicidad es el más corto camino hacia el divorcio. Mi consejo para una relación de larga duración es: permite a la otra persona que sea lo que es. No trates de cambiarla para adecuarla a lo que tú quieres o necesitas. Deja que se desarrolle.

Además de monógamo, usted siempre ha parecido el tipo cabal, el que se mantenía alejado de las drogas, el de las decisiones correctas… Una imagen que, en aquella época, no era la clásica en un ‘jazzman’… No éramos ángeles, desde luego. Y no se crea, yo hice algunas de las cosas que nos tocaba hacer. Fue una época dura. Y algunos se quedaron en el camino.

¿Se hacía difícil convivir con algunos de ellos? Sobre todo con los que se engancharon a la heroína. Muchos salieron del atolladero gracias al islam.

¿Usted nunca se convirtió? A principios de los setenta flirteé con ello. Me hacía llamar Mwanddishi, en suajili, pero era más un gesto de solidaridad con la lucha política de la comunidad negra.

¿Cómo recuerda a la joven Joni Mitchell? ¿Fue bien recibida la cantautora rubia de ‘folk’ cuando empezó a mezclarse con músicos de jazz? Muchos, al principio, se mostraban fríos con ella, porque la habían escuchado en la radio y no entendían qué se le había perdido allí. Era una hippy con una guitarra. Yo, personalmente, no la había escuchado demasiado antes de conocerla. Nacer en 1940 es pertenecer a la generación previa al rock and roll. Es una mera cuestión de cinco años. Re¬¬cuerdo que estaba haciendo su disco Mingus (1979) cuando fui a un ensayo. [El bajista] Jaco Pastorius me llamó. Ellos ya habían trabajado juntos antes. Dijo: “Tío, estamos haciendo un disco de homenaje al bueno de Charlie Mingus”. Yo pensé, ¿y esta chica para qué se mete en esta historia? Jaco me dijo: “Wayne Shorter está conmigo”. Si Wayne estaba allí, nada malo podía suceder. Así que fui.

¿Era Jaco Pastorius uno de esos tipos incómodos a los que se refería antes? Muchos eran yonquis. Jaco no era exactamente así. Probablemente tomó heroína. Y cocaína también. Pero lo suyo era más grave. Tenía un desequilibrio químico en su cabeza. Acabó loco. Pero cuando yo lo conocí era un tipo muy normal. Vivía en Florida, tenía mujer y dos hijos, John y Mary. Era un joven marido que tocaba el bajo como los ángeles. Se enroló en Weather Report y aquél fue el mejor vehículo para su fenomenal desarrollo. Hacían música asombrosa, reconocida por la crítica y por las audiencias de jazz. Era un público grande para un grupo como ése, pero no una gran audiencia tipo rock. Y Jaco era una estrella del rock. Sobre todo en el escenario. No obtuvo la atención que esperaba. Creo que eso minó su frágil personalidad hasta acabar con él.

Un caso muy distinto al de Joni Mitchell. Ella siempre pareció incómoda con los grandes públicos. Lo tiene todo para gustar, pero, según ella misma, su música es sólo querida por los gays y los negros. ¡Será que tiene pruebas! Puedo entender por qué lo dice. Su sentimiento es que los negros siempre entendieron mejor su música que los blancos. Alguna vez me ha contado lo que las mujeres negras le dicen por la calle, que sus letras parecen escritas por una de ellas. Que dice cosas que les llegan muy adentro. Los blancos entran en la parte más intelectual de su música, supongo, y los negros, en el alma. En cuanto a los gays, y voy a generalizar, probablemente haya un alto grado de respeto por las formas artísticas.

Perdone, pero todo eso, los blancos intelectuales, los negros pasionales y los homosexuales sensibles ‘per se’, suena a horroroso tópico. Pero es verdad. Es difícil explicar por qué, pero es así.

¿Hay un reconocimiento a todos ellos implícito en el éxito de su disco? Creo que sí. No sé por qué, pero nunca había pensado en ello.

Pues fue saludado como “el ‘grammy’ más adecuado para la era Barack Obama”. Nadie esperaba que un negro fuese candidato en EE UU, como nadie hubiese apostado por un viejo músico de jazz para el Grammy. Ambos son signos de cambio en una América que está necesitada de pasar página.

¿Tiene que ver con asuntos raciales? Es sólo una parte del problema. Incluye cuestiones como el color de la piel, sin duda, pero no es sólo eso. También está implicado el género. Es un buen y saludable signo. Había creído que vería a una mujer presidenta, o a una candidata mu¬¬jer, pero no a un negro… no, señor.

Ni siquiera cuando Jesse Jackson estuvo a punto de ser candidato en 1988… Nunca creí en él. Nunca me pareció trigo limpio, ni siquiera el hombre adecuado. Obama, en cambio, sí lo es. Pero no es por el color de su piel. Tengo muchos amigos con los que he hablado de este tema. Algunos lo apoyaron porque lo consideraban parte de los suyos. Pero otros, simplemente, aducían las razones que yo aduzco. Es el tipo correcto, está despertando la conciencia de un montón de votantes jóvenes. Eso es todo. Nadie lo había logrado antes. Quizá sólo Kennedy. A quien yo, por supuesto, voté en su día. Tenía poco más de 20 años y me convenció…

¿Era Jesse Jackson el tipo inadecuado por demasiado beligerante, y Obama, el correcto porque representa la parte amable de las aspiraciones negras? Creo que Jesse estaba demasiado imbricado en la comunidad negra para ser presidente de Estados Unidos. Tienes que ser un presidente para todos los americanos. Sus ideas no eran las adecuadas. Y la época, tampoco. Ha llegado la hora, por fin. Es maravilloso sentirse orgulloso de tu país de nuevo.

Y el jazz… ¿Ha perdido su beligerancia? Nunca creo que el jazz en su integridad haya sido nunca beligerante. Ha habido partes que sí, pero…

Solía ser una cosa que ponía los pelos de punta a los padres y mucho me temo que hace ya tiempo que no… ¿Dónde se ha quedado esa peligrosidad? Fue airado en su momento, sí. En los sesenta había discos que representaban la protesta. Aún hoy los hay, pero son menos. En cuanto a la peligrosidad de la que habla, es cierto que el jazz se ha deslizado hacia la comercialidad. Que alguien quiera vender discos es una intención noble si lo piensas. Es cierto que las cadenas de radio con jazz auténtico están muriendo. Que los chavales lo consideran de¬¬masiado limpio y aburrido a veces. Pero no es algo que se pueda achacar a todo el jazz. No sería justo cargar tantos problemas deriva¬¬dos del smooth jazz a todos los músicos que se ganan la vida como pueden en los clubes.

¿Por qué no consiguen conectar con los jóvenes? Estoy empezando a ver más gente joven en los conciertos gracias a programas de educación e iniciativas de ese tipo. Puede que no sea lo más beatnick del mundo, pero tampoco es intrínsecamente malo que se estudie el jazz en las escuelas.

Usted es probablemente el artista de jazz que más veces ha impreso su huella en la cultura pop sin traicionarse… Es que si todos nosotros nos quedásemos en nuestra torre de marfil tocando una y otra vez Round midnight, el jazz acabaría mu¬¬rien¬¬do. No se engancharían los nuevos oyentes. Los músicos se harían mayores y acabarían por desaparecer. ¿Cuál sería el resultado de algo así? El jazz moriría sin remedio.

Lo que no parece muy probable es que personalidades tan irrepetibles como Joe Zawinul, Teo Macero u Oscar Peterson (todos ellos han muerto en los últimos meses) tengan fácil recambio. Para mí éstos han sido meses muy duros. Pero supongo que todo ello forma parte del proceso de hacerse viejo. Conozco esta experiencia gracias a mi padre. Él murió a los 90 años. Y cuando tenía ochenta y tantos me decía continuamente: “Todo el mundo que conocí, hijo, todos, salvo tu madre, están muertos”. Ella era seis años más joven que mi padre. Y él se sentía muy solo… Para eso, el único remedio que he hallado es la fe. Gracias a la fe budista Nichiren, que profeso desde 1972, he aprendido que es importante saber lo máximo sobre la vida y la muerte. No dejarlo para cuando ya eres mayor. Lo mejor es hacerlo cuanto antes. El nacimiento y la muerte son los mayores eventos de nuestra vida [carcajada]. Mucho más que lograr un Grammy, de eso no hay duda. Aunque mejor que ganar un premio es incluso levantarse por la mañana y respirar. Si me ofreciesen levantarme por la mañana y respirar o levantarme por la mañana y recibir un importante premio, elegiría lo primero sin dudarlo. [Risas]

En todo caso, no todos los músicos de jazz pueden presumir de una vejez tan dorada como la suya. El otro día, durante un concierto de Billy Cobham en San Francisco, el batería se mostró bastante desgraciado ante el hecho de, al término del recital, tener que vender sus discos a la entrada por sí mismo. Pues yo veo la crisis como una oportunidad. Por ejemplo, mi anterior disco lo grabé con un sello que creé, de modo que el máster es mío. Para distribuirlo hice un acuerdo con Starbucks, con Warner Records y con otra empresa llamada Vector. Algo inimaginable hace unos años. Y si careces de un contrato discográfico puedes encontrar un montón de maneras de venderlo. El problema está, supongo, en atraer a la gente a tu web. Porque la Red está llena de gente gritando: “Yo, yo, yo”. Ahora puedes prevender un disco. Sacarle dinero a las entrevistas que incluyes en el CD extra. Es algo que nunca se les hubiera ocurrido a las discográficas. De todos modos, ésta es una época confusa. Yo aún recuerdo cuando sólo había cuatro canales de televisión.

¿Qué clase de espectáculo traerá en su gira por España? Se llama Un río de posibilidades, y es la suma del repertorio de mis dos últimos discos. Me he enterado de que en Vitoria coincidiré con Wayne. Será divertido. Él y yo nunca competimos. Nos amamos demasiado.

¿Es que usted no tiene enemigos? Sí. Yo mismo [risas]. Aparte de eso, si los tuviera, mi primera pregunta sería, ¿de qué modo estoy contribuyendo a ello?

"Querida Europa..."

MIGUEL MORA - Potenza - 13/07/2008

La niña rumana Rebecca Covaciu resiste a una vida de persecución y miseria. Un viaje "de tristeza" desde Arad a Milán, Ávila, Nápoles y ahora Potenza

A sus 12 años, Rebecca Covaciu -ojos grandes, dientes blancos, sonrisa espléndida- ha vivido y visto tantas cosas, que podría escribir, si escribiera, un buen libro de memorias. Rebecca es rumana de etnia romaní, y ha pasado la mitad de su vida en la calle. Ha dormido en una furgoneta, una chabola, al raso.

A sus 12 años, Rebecca Covaciu -ojos grandes, dientes blancos, sonrisa espléndida- ha vivido y visto tantas cosas, que podría escribir, si escribiera, un buen libro de memorias. Rebecca es rumana de etnia romaní, y ha pasado la mitad de su vida en la calle. Ha dormido en una furgoneta, una chabola, al raso. Algunos días ha mendigado con sus padres por España e Italia. Otros, ha visto destruir su barraca, ha sido agredida por la policía italiana, ha oído bajo una manta cómo su padre era apaleado por defenderla, ha visto morir a niños por no tener medicinas, ha conocido el miedo de los gitanos que huyeron de Ponticelli (Nápoles) cuando su campamento fue incendiado. Pero Rebecca ha resistido. Y ha conmocionado a Italia con su historia en primera persona. Una carta en la que resume su sueño: ir al colegio y que sus padres tengan trabajo.

Con su sencilla carta, titulada "Querida Europa", y una serie de dibujos, Los ratones y las estrellas, inocentes y precarios, pero tan especiales como ella, ha demostrado su talento. Y es que Rebecca, en vez de deprimirse con esta "vida de tristeza", ha gritado al mundo su historia dickensiana en primera persona, convirtiéndola en un alegato de justicia y esperanza. A sus sueños privados de ir al colegio y de que sus padres tengan trabajo "para no pedir limosna", añade otro más amplio: "que Europa ayude a los niños que viven en la calle".

Ahora, Rebecca está contenta. Desde hace unos días vive, sueña y dibuja en una pequeña casa de campo situada cerca de un pueblo de la Basilicata, una región montañosa y agrícola, 250 kilómetros al sur de Nápoles.

Cae la tarde y la luz de la antigua Lucana romana es un espectáculo. Rebecca y su padre, Stelian, reciben sonrientes en la puerta, su madre Georgina saca un café turco y una tarta, y enseguida la niña trae su carpeta de dibujos y los enseña. Despacio, con orgullo pero sin presumir: "Unos árboles de colores, un ángel, una playa italiana, unos niños bañándose, un príncipe y una princesa, una pareja de novios (italianos también), dos palomas, un jarrón de flores, un collar de Versace, fruta, más fruta...".

Rebecca salió de su pueblo, Siria jud Arad, cerca de Timisoara, hace cinco años; ahora habla rumano, romaní, italiano y un poco de español. "Lo aprendí en Ávila cuando vivimos en España", explica en italiano. "No teníamos casa y dormíamos en la furgoneta. Hice allí tercero de primaria, me acuerdo mucho de la profesora. Me quería mucho, le gustaban mis dibujos".

La niña es la líder de su familia. Y gran parte de su futuro. Aparte de su talento para pintar, reconocido por Unicef en mayo pasado cuando le otorgó en Génova el Premio de Arte e Intercultura Café Shakerato, Rebecca es dulce, educada y juiciosa. Mientras habla a toda pastilla, como un libro abierto, sus padres, Stelian, de 43 años, ex campesino y pastor evangelista, y Georgina, de 37; sus hermanos Samuel (17), Manuel (14) y Abel (9), y la mujer de Samuel, Lazania, embarazadísima a los 16, la miran con una mezcla de sorpresa y reverencia, como si fuera una extraña. En cierto modo lo es.

Los Covaciu llegaron a esta casa de noche. Venían en tren, un largo viaje desde Milán. Unos días antes, varios policías habían molido a palos a Stelian. "Me amenazaron con volver si les denunciaba", recuerda. Lo hizo, y hubo que coger el hatillo.

Ahora, mientras trata de superar el susto y el dolor de los golpes, Stelian, un hombre que cuando habla parece a punto de llorar, se declara "feliz, gracias a Dios y a estos señores italianos tan generosos que nos han dejado su casa".

Se refiere a G. y A., una pareja de mediana edad que reside en Potenza, la lejana capital de provincia. "Conocimos la historia de Rebecca por Internet, y de la noche a la mañana decidimos refugiarlos en esta casa que no usamos", explican. A cambio, una firma en un contrato de alquiler gratuito y por un año. G. y A. prefieren no ser identificados. "No queremos convertirnos en prototipo mediático de la familia italiana solidaria". Pero su altruismo ha devuelto la sonrisa a la prole de Stelian.

La familia llevaba cinco años sin dormir bajo un techo de verdad. "En Siria teníamos casa, pero no teníamos pan", explica Rebecca, "y comíamos de la limosna de los vecinos. Luego, en Milán, mis padres no encontraron trabajo", continúa sin dramatismo, "y también teníamos que pedir. No podíamos ir al colegio porque no teníamos casa. Pero ahora me han dicho que podremos ir".

Para poder acceder a la escuela, los Covaciu necesitan demostrar un domicilio fijo y estar apuntados en el censo municipal. Precisamente ésa es una de las razones que ha invocado el Gobierno italiano para elaborar el polémico censo de la comunidad romaní. De los 140.000 gitanos que viven en el país, la mitad son italianos y casi un tercio son rumanos. Y el 50% son menores de edad. Muchos de ellos están sin escolarizar.

Como otros compatriotas y hermanos de etnia, los Covaciu atravesaron con su furgoneta Hungría y Austria para llegar a Milán cumpliendo el rito del efecto llamada. Tras unos meses probando fortuna, sin éxito, decidieron intentarlo en España. "Un amigo que vivía en Ávila nos dijo que tenía casa, papeles y trabajo, pero llegamos tarde. Metimos a los niños en el colegio, pero no encontramos trabajo. Así que nos fuimos a Torrelavega, estuvimos dos meses. Volvimos a Milán".

Georgina habla italiano, algo de español y un poco de francés. También vivió en Alemania. "Fue en 1990, Samuel nació allí. Estábamos bien, pero a los dos años nos pagaron un subsidio y nos mandaron a Rumania". Aunque se define como "mitad rom y mitad no", lleva 10 dientes con fundas de oro. "¡Sólo cuestan 10 euros cada uno!", se defiende riéndose. "Nos los puso un médico sirio ambulante en Milán, ahora están de moda en Rumania. La única que se niega a ponérselos es Rebecca".

Al principio, en Milán, todo iba más o menos bien, recuerda la niña: "Hicimos una chabola con cartón y plásticos debajo de un puente en el barrio de Giambellino". Era un pequeño asentamiento ilegal donde vivían otras cinco familias de Timisoara. "Para comer, pedíamos en el mercado de los anticuarios. Sólo un par de horas, para que los niños pudieran comer", asegura la madre bajando los ojos. Como se ve en uno de sus dibujos de Rebecca, también ella mendigó algún "día triste"; su hermano Manuel, al que llaman Ioni, tocaba el acordeón.

Hace un año, Roberto Malini, un dirigente de EveryOne, una joven ONG proderechos humanos que atiende a unas 60 familias de etnia gitana en Milán, se cruzó en la vida de los Covaciu. "Vi a un grupo de gente insultando a un niño gitano muy flaco que les miraba aterrorizado mientras sostenía un perro en brazos". Era Abel, el pequeño. "Le acusaban de haber robado el perro y querían lincharle. Tratamos de poner calma, y en esas llegó su madre con los papeles del perro. Lo habían traído desde Rumania".

EveryOne se hizo cargo de las necesidades básicas de los Covaciu cuando éstos empezaban a entender que una parte del país estaba harta de los gitanos. "A nosotros nos da miedo la policía y nosotros le damos miedo a los italianos. Así es la cosa", dice Georgina.

Según el último Eurobarómetro sobre discriminación, los italianos son los europeos que, junto a los checos, se sienten más a disgusto con los gitanos. Un 47% de los encuestados en Italia afirma que no querría un romaní como vecino. La sensación crece en toda Europa, aunque la media de intolerancia en la UE a 27 es de la mitad: un 24%.

El miedo está instalado en mucha gente por lo menos desde hace ocho años. Ya en 2000, antes de las últimas elecciones ganadas por Silvio Berlusconi, la Liga Norte del actual ministro del Interior, Roberto Maroni, lanzó una furibunda campaña contra los romaníes usando los eslóganes oídos tantas veces desde que hacia el año 1400 los gitanos llegaran a Occidente: violan y asesinan a nuestras mujeres, raptan a nuestros niños, roban en las casas, no quieren trabajar ni ir a la escuela.

La letanía no incluía algunos datos que ayudarían a completar la fotografía. La esperanza de vida de los gitanos que viven en Italia es de 35 años. Su índice de mortalidad infantil es 10 veces más alto que el de los niños no gitanos. El último robo de un niño a manos de un gitano fue registrado en Italia en 1899.

"La estrategia del odio fue calando y dio muchos votos a la Liga y a la derecha", recuerda Malini. "Los gitanos pasaron de ser una molestia a convertirse en el centro de la emergencia de seguridad. Ahora, la consigna oficial es salvar a los niños gitanos de los ratones y de la explotación de sus padres. Para conseguir ese objetivo tan loable vale todo: que la policía los acose, aplicar ordenanzas discriminatorias como la de las huellas dactilares, e incluso sustraerle niños a las familias acusándolos de mendicidad o hurto para llevarlos al Tribunal de Menores. Hemos denunciado al Parlamento Europeo varios casos en Nápoles, en Rímini y en Florencia. ¿Quién roba niños a quién?".

Otra opción consiste en arrasar las chabolas ilegales e invitar a los pobladores a volver a su país. El 24 de abril, el gobernador de Lombardía envío la excavadora al barrio milanés de Giambellino con un grupo de antidisturbios. El minicampamento donde vivían los Covaciu quedó hecho escombros en un minuto. "Fue un desalojo brutal", recuerda Malini. "Les obligaron a salir de las chabolas y los pusieron en fila a contemplar la destrucción". Rebecca: "Nos dijeron que no podíamos recoger nuestras cosas porque con el nuevo Gobierno ya no íbamos a poder seguir en Italia". Los Covaciu y cinco familias más lo perdieron todo. "Estuvimos unos días durmiendo en la Casa de Caridad y Roberto nos mandó a Nápoles", añade.

Cuando el tren llegaba al sur, una turba organizada por la Camorra atacaba y quemaba los campamentos de Ponticelli, donde vivían 700 personas. "Dormimos en una escuela, había muchos rumanos", recuerda Rebecca. "Las mujeres contaban que pasaron mucho miedo. Se acercaba gente a las ventanas y nos gritaba: '¡Fuera de aquí, zíngaros, iros a vuestro país!".

Nuevo regreso a Milán. Rebecca sigue dibujando, el Gobierno anuncia las medidas de emergencia rechazadas esta misma semana en el Parlamento Europeo. Además de princesas y playas imaginadas, la niña pinta su vida real. Retratos de la marginación, la diáspora, la mendicidad. EveryOne los presenta al premio de Unicef. Entre 150 candidatos, Rebecca gana con Los ratones y las estrellas. "Primero dibujé a Roberto, me dijo que era una artista. Hice otros más, los puso en su página web y me dieron el premio y esta medalla".

Los medios la convierten por un día en "la pequeña Ana Frank del pueblo gitano". Sus dibujos viajan a la exposición colectiva Psique y cadenas, inaugurada el Día del Holocausto en Nápoles. Y son recibidos como testimonio contra la segregación racial en el Museo de Arte Contemporáneo Hilo de Hawai.

Tras la fama efímera, los Covaciu instalan su nueva tienda de campaña en la zona de San Cristóforo. Una mañana, hace 10 días, llegan dos hombres a la tienda y, sin mediar palabra, empiezan a pegar a Ioni y a Rebecca. El padre intenta defenderlos y también cobra. La ONG decide contarlo a la prensa. Dos coches de policía vuelven al lugar. "Eran los mismos del día anterior, pero esa vez llevaban uniforme", dice Rebecca. "Me metí en la tienda y me tapé con la manta, los policías se llevaron a papá y empezaron a pegarle. Le oía gritar muy fuerte".

"Traumatismo craneal por agresión". Eso dice el parte médico que el pastor evangelista recibió en la casa de socorro. Allí le visitaron otros policías. El mensaje era claro: "Si denuncias, volveremos". Covaciu decide denunciar. Eso supone irse de la ciudad, alejarse, esconderse. Ahí aparece la pareja de Potenza. "Cuando el Estado maltrata así a la gente, lo que consigue es que surja la solidaridad", medita el señor G.

Los Covaciu llegaron de noche a esta preciosa zona de Italia. A sólo dos kilómetros, hay un pueblo tranquilo, un colegio rural y un cura, don Michele. "La historia de los Covaciu prueba que no tenemos una política de integración", explica. "Todo depende del voluntarismo de la gente. Como la Biblia es una historia de emigración, Dios no se asusta".

Rebecca se despide regalando dibujos a todo el mundo.

-¿Qué vas a ser de mayor?

-Quiero cuidar de los niños pobres y ser pintora.

-¿Y tú crees que en Europa hay racismo?

-¿Qué significa racismo?