martes, 24 de junio de 2008

En busca de partidos estables

Timothy Garton Ash 28/10/2007

De vez en cuando, justo cuando estamos empezando a hartarnos, alguna cosa nos recuerda que la democracia es maravillosa। El domingo pasado, jóvenes polacos hicieron pacientemente cola no sólo en Varsovia y Wroclaw, sino en Dublín y Londres, para votar por una Polonia en la que puedan tener futuro। El placer más elemental de la democracia -nosotros, el pueblo, elegimos a nuestros gobernantes- les estuvo negado a sus padres hasta el fin del comunismo, en 1989। Los chicos de 18 y 19 años en esas colas también estaban experimentándolo por primera vez. La participación, aunque baja, fue la mayor desde las históricas elecciones de aquel año. Fueron sobre todo los jóvenes los que acudieron en un número que no se esperaba; el resultado ha sorprendido a todo el mundo.

Ya estaba bien. Había llegado el momento de cambiar. Así que, por utilizar una expresión rotunda, "expulsaron a los sinvergüenzas". El más moderado de los "gemelos terribles" sigue siendo presidente, pero Jaroslaw Kaczynski, más sanguinario y dado a las conspiraciones, ha dejado de ser primer ministro. Su partido, aunque obtuvo casi la tercera parte de los votos, sufrió una derrota inequívoca. E igualmente satisfactorio fue que dos pequeños partidos populistas y obstinados, el llamado Partido de Autodefensa y la Liga de Familias Polacas, consiguieran menos del 5%, por lo que no estarán representados en el Parlamento. La noche de las elecciones me gustó especialmente el momento en el que la televisión polaca conectó con el cuartel general del horrible Partido de Autodefensa para mostrar un salón totalmente iluminado y completamente desierto. No parecía que hubiera nadie aparte del periodista de la televisión y un melancólico portavoz con bigote. Se acabó la fiesta. El último, que apague las luces.

Éste es un buen resultado para la democracia, para Polonia y para Europa. En ciertos aspectos, la secuencia histórica no podría ser mejor. Una vez que Polonia está a salvo en la UE y la OTAN, la tendencia xenófoba, provinciana, retrógrada y germanófoba que siempre ha existido en la sociedad polaca tiene su oportunidad de gobernar. Lo estropea todo en sólo dos años. Entonces, una clara mayoría de votantes decide en elecciones libres y justas que ésa no es la Polonia en la que quiere vivir, no es el rostro que quieren enseñar al mundo. Quieren un país más moderno, más progresista, más europeo y más occidental. ¿Hay algo más claro y limpio que esta decisión libre? La democracia, como decía Karl Popper, es el sistema en el que la gente puede cambiar su Gobierno por medios pacíficos.

Por desgracia, los gemelos Kaczynski no se limitaron a empeorar las cosas para sí mismos; también empeoraron las cosas para un Estado débil, dominado por el sectarismo y la corrupción. Prometieron un país más fuerte y más limpio, y han dejado uno más débil y más sucio. El nuevo Gobierno polaco tendrá que trabajar enormemente para restaurar -mejor dicho, para instaurar desde cero- una buena práctica de gobierno, sujeta al imperio de la ley. No estoy seguro de que lo consigan. Ahora bien, por lo que respecta a la política exterior, el cambio debería ser más fácil. Dentro de la UE, este Gobierno seguirá estando más próximo a los euroescépticos, pero seguramente será moderado y razonable en la defensa de sus intereses nacionales. No se dejará llevar por un miedo anacrónico y decimonónico a Alemania. La tarea de incordiar en la UE volverá a recaer sobre su encargada tradicional, Gran Bretaña.

Existe otro aspecto en esta historia que tiene una dimensión más amplia. Desde el final del comunismo, la política polaca se ha caracterizado por su imposibilidad de consolidar partidos políticos grandes y duraderos, ni en el centro-izquierda, ni en el centro-derecha. A lo largo de los años ha habido partidos que han surgido y han desaparecido como solteros esperanzados en una sesión de citas rápidas. Los acrónimos no han dejado de bailar, como letras dentro de un caleidoscopio. Durante un tiempo pareció que los poscomunistas iban a crear un partido socialdemócrata moderno, pero todo se derrumbó en una ciénaga de escándalo y corrupción. Tampoco ha logrado este país abrumadoramente católico crear un partido democristiano moderno, como el de Alemania. Los políticos son siempre los mismos, los partidos cambian. El grupo que ha ganado en esta ocasión, la Plataforma Cívica, está en el Parlamento desde 2001. No hay más que un partido que haya estado presente de forma ininterrumpida desde 1989: el Partido Campesino (que es, por cierto, el socio más probable para formar Gobierno con la Plataforma). No creo que sea casual que este partido sea además el único que representa a un grupo social concreto y bien definido: los campesinos, benditos sean.

El caleidoscopio de acrónimos no es un fenómeno exclusivo de Polonia. Si se observan las elecciones de otros países poscomunistas, es frecuente ver una volatilidad parecida: menor en algunos sitios (la República Checa, Hungría) y casi equiparable en otros. Pero tampoco es sólo una cacofonía poscomunista. Piénsese en Italia, que al acabar la guerra fría sufrió un terremoto en su sistema político. Por lo que muestran las actas, ninguno de los partidos que se encontraban en la Cámara baja del Parlamento italiano en otoño de 1987 está todavía presente. El único que ha tenido escaños de forma ininterrumpida desde 1992 es el de Refundación Comunista (el segundo, que sólo estuvo ausente dos años, es el Partido Popular del Sur del Tirol, o Südtiroler Volkspartei; es decir, el premio es para los representantes de una minoría de habla germana y una ideología nacida en Alemania).

A principios de este mes, los italianos recibieron una invitación de otro partido nuevo. En un extraordinario sondeo de opinión, vagamente parecido a una primaria de Estados Unidos, más de 3,4 millones de votantes escogieron al alcalde de Roma, Walter Veltroni, para encabezar un nuevo partido de conjunto llamado (a la americana) Demócrata, que reúne a los antiguos Demócratas de Izquierdas y el antiguo Partido de la Margarita; es decir, a ex comunistas, ex democristianos, ex republicanos, ex liberales y ex socialistas (aunque tal vez, en el fondo de sus corazones, sigan siendo todas esas cosas). "No nos están pidiendo que seamos el siguiente escalón", dijo Veltroni, "sino que hagamos un partido completamente nuevo".

Para países como Gran Bretaña y Estados Unidos, que aguantan impasibles desde hace tiempo con los dos o tres mismos partidos, todo esto puede parecer una serie de mareantes danzas latinas y eslavas. Perder un partido político es comprensible, perderlos todos parece una auténtica dejadez. Por su parte, los politólogos disponen de complejos argumentos sobre la relación entre los sistemas electorales y los sistemas de partidos (por ejemplo, que las elecciones de tipo británico, en las que el ganador se queda con todo, son seguramente las que más favorecen un sistema de dos partidos).

Piénsenlo por un momento: si nuestros partidos tradicionales no existieran, ¿los inventaríamos? Lo más seguro es que no. Están ahí porque están ahí. Ya no representan a grupos sociales distintivos (es decir, el laborismo ya no representa a los trabajadores) ni principios característicos. En Gran Bretaña, laboristas y conservadores cruzan las líneas sin cesar en su lucha por ganarse el afecto de una (pequeña) clase media más o menos liberal. En la conferencia del Partido Laborista, el primer ministro, Gordon Brown, pronuncia un discurso propagandístico sobre la identidad británica, la ley y el orden, frente a un fondo azul y conservador; el líder conservador, David Cameron, se muestra descorbatado y progresista, aunque luego vuelve a arreglarse. Se roban uno a otro los planes políticos -el último, sobre la reducción de los impuestos de sucesión- como travestís que se pelearan por el mismo vestido de cóctel. Son meros aparatos para sumar intereses y prejuicios; máquinas para ganar elecciones, unidas sólo por la historia y el ansia común de poder. No obstante, tener un sistema de partidos estable sigue ofreciendo muchas ventajas. El problema es: ¿cómo crearlo si nunca se ha tenido, lo que ocurre en Polonia, o cómo recrearlo si se ha venido abajo, como en Italia?

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