martes, 30 de noviembre de 2010

LOS FUTUROS QUE VIENEN (David de Ugarte, socio del Grupo Cooperativo de las Indias)


Los futuros que vienen

La descomposición global y la importancia de la comunidad en el siglo XXI


Información general sobre este libro

Créditos y reconocimientos

Este libro fue escrito en 2010 por David de Ugarte, socio del Grupo Cooperativo de las Indias, quien lo cede al dominio público.

La maquetación y el diseño de la edición en papel son obra de Beatriz Sanromán y Beto Compagnuci que también ceden su aportación al dominio público.

Sin la orientación y crítica de Juan Urrutia, Natalia Fernández y María Rodríguez, socios del Grupo Cooperativo de las Indias, y la discusión y el trabajo cotidiano de toda la comunidad indiana, este libro nunca habría visto la luz.

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El capitalismo que iba a venir

La promesa de la globalización

A finales de los 80 la relación entre libertad económica y libertades políticas parecía incuestionable. ¿Quién podía negar que en la perspectiva del Este europeo democracia, desarrollo y capitalismo iban de la mano? La masacre de Tiananmen lejos de negar el marco general parecía confirmarlo, los aires reformistas y las demandas democráticas, se decía, emergían de la naciente prosperidad que se palpaba ya en los polos experimentales de libre mercado.

Fuera del mundo comunista, las transiciones taiwanesa y coreana parecían reafirmar la idea: las libertades económicas y el libre comercio eran la puerta al desarrollo y la matriz de fuertes movimientos de reforma democrática que a su vez generaban marcos institucionales favorecedores de más capitalismo y más desarrollo. Democracia, desarrollo y capitalismo parecían tan inseparables como evidentes. Fukuyama lanzaba su libro El fin de la Historia1 y la Era Clinton inauguraba el que se preveía como gran tema del nuevo siglo: la globalización.

El término comenzó a usarse masivamente en los años noventa. En aquella década, tras el derrumbe del bloque soviético y el desarrollo de las políticas reformistas de Deng Xiao Ping en China, las economías socialistas comienzan su integración en el mercado mundial. El proceso consiguiente reacelera las tendencias a la integración en el antiguo bloque occidental: en 1993 la Comunidad Europea alcanza la integración plena de mercado y se convierte en Unión Europea con el compromiso de mercado único consensuado con el Tratado de Maastricht, en 1994 se firma el acuerdo de libre comercio entre EEUU, México y Canadá, en 1995 se funda finalmente la OMC. La emergencia de nuevas potencias que ahora, quince años después, estamos viendo es consecuencia directa de aquel acelerón del proceso de integración económica global.

Pero lo que a vista de pájaro parece una auténtica Belle Epoque también mostró los primeros síntomas de una descomposición sistémica. La misma caída del bloque soviético no puede ser relatada de otra forma. A pesar de las huelgas salvajes del movimiento obrero en Polonia en el 70, 76 y 81, a pesar de la resistencia no violenta de la intelectualidad checa e incluso de la guerra afgana, no fue la conformación de un nuevo sujeto político al estilo de los de la épica histórica del siglo XX lo que derribó al bloque socialista. De hecho no fue derribado de ninguna manera. Simplemente se descompuso para sorpresa de todos. Tony Judt2 describe muy bien la estupefacción de las propias élites opositoras, conscientes de vivir en un entorno donde

La mayoría de la gente vivía en una especie de «zona gris», un lugar seguro, pero sofocante, en el que el entusiamo había sido sustituido por el asentimiento. Era difícil justificar una resistencia activa y plagada de riesgos contra la autoridad, porque, una vez más, para la mayoría de la gente común, resultaba innecesaria. Lo más que cabía esperar eran «actos realistas, no heroicos». En líneas generales los intelectuales hablaban entre sí en lugar de dirigirse al conjunto de la comunidad.

Era la primera vez que un bloque económico y político se desmoronaba. Es más, se descomponía desde su mismo centro, incapaz de mantener la economía y las relaciones sociales en marcha.

La URSS, cuya economía dirigida se orientaba a mantener la carrera armamentística con EEUU, venía dependiendo desde los años setenta del comercio de granos con sus enemigos teóricos para poder mantener su abastecimiento interno. El sistema -en teoría cerrado- era incapaz de sostenerse económicamente sin recurrir al comercio internacional, y la población, políticamente inane, simplemente no se creía ya los incentivos socialistas y se acomodaba discretamente en las grietas del sistema. «Ellos hacen que nos pagan y nosotros hacemos que trabajamos» solía bromearse. Los ochenta es la época de los conseguidores, el mercado negro, las epidemias de alcoholismo y el absentismo laboral masivo.

Sin poder materializar el disenso en un sujeto político colectivo, la historiografía de hoy ha de contar el proceso como el fracaso de una tendencia de la élite del PCUS, la de Andropov y Gorbachev, cuyo modesto propósito reformista -revivificar la fe de la población en las instituciones y acomodar a la URSS y sus satélites europeos en el comercio global- se le habría ido de las manos. En realidad, las palancas del poder simplemente se deshicieron en sus manos. El golpe de 1991 escenificó bien tanto la impotencia del nuevo poder como la de sus sectores críticos. El hundimiento se mostraba en tiempo real ante las cámaras.

Pero ante los ojos del mundo el proceso aparecía como un producto de la inconsistencia de una utopía totalitaria fallida. No se enmarcaba en un fenómeno global. Era cosa de ellos, los del otro lado del telón de acero. Lo demás eran consecuencias más o menos directas como la llegada al poder de los muyahidines en Afganistán.

Cierto que la primera guerra del Golfo debería haber abierto una cierta reflexión, pero el foco estaba en otro lado. Al caer el bloque soviético el bloque occidental dejaba de tener sentido, perdía irremediablemente cohesión ante la ausencia del enemigo histórico. En palabras del presidente Bush, llegaba el tiempo de un Nuevo Orden Mundial en el que los países exsocialistas conocerían un crecimiento sin precedentes similar al milagro económico europeo de postguerra.

Con todo no faltaban síntomas de descomposición entre las economías más débiles. Somalia y Rwanda fueron algo más que anécdotas o un producto del reacomodo de las antiguas zonas de influencia dentro del bloque norteamericano. La anexión de la República Democrática Alemana por la República Federal Alemana mostró lo difícil que podía llegar a ser «reeducar» a una población cuyos lazos sociales se habían visto seriamente afectados por la descomposición dentro de una sociedad de mercado por próspera que fuera. La llegada masiva de emigración rusa a Israel, con su secuela de crimen organizado de alto nivel pero sobre todo con su resistencia a la integración lingüística y cultural también contaba algo importante.

Pero, en la mirada de la época, no dejaban de ser fenómenos periféricos o costes heredados. El centro vivía en la excitación de la inminencia de una nueva juventud. Su contraseña era globalización.

Como ocurre en muchos casos históricos el manifiesto más claro y completo de la promesa de la globalización se publicó cuando las razones para dudar de que la tendencia pudiera llegar a imponerse estaban generalmente fundadas. Como es tan común en nuestra época, se trató de un ensayo pulp, un libro de tirada masiva traducido a decenas de lenguas y convertido rápidamente en icono. Como también es común en estos casos su título -The World is Flat3- no correspondía exactamente al contenido del libro que más que defender la idea de que la Tierra es ya plana -una metáfora para subrayar las potencialidades del comercio, la competencia y la colaboración transnacional- defendía que se estaba aplanando.

En el modelo de Friedman la emergencia de Internet y la cultura hacker por un lado, con la internacionalización de las empresas por otro, unidos ambos por la ruptura geográfica de las cadenas de valor, producirían una verdadera popularización del capitalismo, una auténtica e irrefrenable globalización de los pequeños que impulsaría un desarrollo generalizado al permitir competir en condiciones de igualdad a cualquiera en cualquier lado.

Los globalistas podían mostrar como la reducción de la pobreza en el mundo, continua desde el arranque del capitalismo industrial, se había acentuado drásticamente desde 1989, sobre todo cuando a finales de los noventa los cambios en Asia comenzaron a reflejarse en las estadísticas. Los críticos señalaban que los niveles de desigualdad también se habían disparado4. El debate sobre la globalización (o para los antiglobalistas sobre el neoliberalismo) se enmarcaba así en unos moldes heredados de la batalla ideológica de la guerra fría, relativamente asumibles en la dialéctica derecha-izquierda en sus distintas variantes culturales.

Lo cierto es que por primera vez y por las mismas causas, emergía una nueva pequeña burguesía tanto en el centro como en la periferia que se conectaba más entre sí que con el entorno del poder económico establecido. De Shanghai a Berlín y de Nairobi a Sao Paulo pasando por San Francisco, pequeñas empresas comenzaban a disfrutar de un mundo con Internet, líneas aéreas de bajo coste y una parte importante del capital-conocimiento libre. Existir en el mundo se tornó en pocos años barato y accesible… no sólo para empresas convencionales, por supuesto, también para movimientos sociales, redes criminales y organizaciones terroristas5. La batalla de Seattle, el nacimiento de Al Qaeda y Alibaba.com no sólo tienen en común la fecha, año 1999, sino el sustrato de una estructura de comunicación distribuida transnacional y una base generacional nueva.

No en vano es también el momento álgido de la burbuja puntocom. Para los chicos listos de la nueva clase media emergente en la periferia y para los hijos de las generaciones desencantadas del mundo desarrollado, se trata en cualquier caso de una gran noticia: la capacidad de influencia que añoraban en casa se vislumbraba accesible a un paso, o mejor, a un click con el ratón. Basta con ampliar el campo de batalla. Algo que, en los noventa, la explosión del uso de Internet haría accesible para muchos.

La promesa de las redes distribuidas

De todos los eslóganes ciberpunks de los noventa seguramente el más ambiguo y por lo mismo el más potente sea el del grupo español: «Bajo toda arquitectura de información se esconde una estructura de poder».

La tesis que sintetizaba6 iba mucho más allá de la desconfianza o el rechazo ante la centralización de la información personal y el creciente poder censor de la llamada propiedad intelectual. Usando la estructura de las redes de comunicación como metáfora de la estructura de poder, los ciberpunks españoles explicaban las características de las formas políticas y mediáticas como expresión de las propiedades sociales de las tres topologías básicas de una red: centralizada, descentralizada y distribuida. A la época de las comunicaciones centralizadas -el correo de postas- correspondían el periódico local, el club de la revolución francesa, el estado absoluto y la república jacobina. Mientras que a la revolución del telégrafo debíamos el sistema mediático contemporáneo (agencias, periódicos nacionales, ediciones locales), los partidos y sindicatos de masas implantados en el territorio, la interconexión de las bolsas, la empresa multinacional y el estado democrático federal.

¿Qué traería un mundo basado en redes de comunicación distribuidas como Internet? El fin del poder de filtro sobre la información y el estallido de las grandes agendas públicas nacionales en universos de agendas comunitarias. En una palabra, el fin del encuadramiento nacional de la conversación social y, al alimón, el de las trabas al comercio de inmateriales. Pero también el fin de la propiedad intelectual, de la empresa autoritaria, de los incentivos basados exclusivamente en el salario y hasta del sistema educativo al uso.

Recordar que bajo toda arquitectura de información se escondía una estructura de poder suponía dotar de sentido político a la explosión del uso social de Internet que comenzaba en la segunda mitad de los noventa. El futuro se convierte entonces en un mito poderoso y temible, manejado por veinteañeros y liderado por hackers y nerds que hasta un minuto antes no hubieran podido aspirar más que a un trabajo por debajo de su cualificación.

El futuro influye más en el presente que el pasado decía otro eslogan del grupo ciberpunk en aquellos años. La burguesía que tradicionalmente había despreciado los valores del hacker empieza a sentirse azorada por las grandiosas expectativas de un futuro cibernético. Expectativas infladas, y un total desconocimiento de la cibercultura y lo que representaba, se convirtieron en la fórmula de una especulación ansiosa y descontrolada: la burbuja puntocom. Páginas web que compraban cadenas consolidadas de medios, portales de proveedores que salían a bolsa… el despropósito parecía no tener fin. Hasta que el NASDAQ comenzó a caer entre ayes y maldiciones, demostrada la imposibilidad de monetarizar aquellas inversiones desaforadas.

Los inversores clamaban contra la misma estructura de la red y su neutralidad, que impulsaba una oferta prácticamente ilimitada a la que los usuarios podían acceder en igualdad de condiciones sin tener en cuenta el capital inicial de los promotores de un sitio u otro. De hecho la mayoría del tráfico empieza pronto a dispersarse por una pléyade de páginas personales y blogs que, casi de modo orgánico, imponen una cultura de la gratuidad.

Los valores de la ética hacker, que habían dado lugar años atrás al movimiento de derechos civiles en la red y al -entonces todavía minoritario, pero creciente- movimiento del software libre, se trasladan a la generación de contenidos. La blogsfera materializa el sueño de un gran medio de comunicación distribuido y hasta los periódicos -que en un principio se sienten amenazados- comienzan a abrir bitácoras para sus periodistas y opinadores habituales.

La emergencia de la blogsfera no hará esperar sus consecuencias políticas. Manila en 2001, Madrid en 2004 o París en 20057 son la piedra de toque de un nuevo tipo de movilización de masas que no necesita de partidos, nace de la deliberación espontánea en Internet y se moviliza usando teléfonos móviles que calcan en sus agendas el punto fino de la red social real.

Bajo la arquitectura distribuida de las nuevas formas de comunicación se escondía una estructura nueva de poder basada en la deliberación más que en la decisión, en la agregación espontánea de acciones individuales antes que en la votación colectiva. Se teoriza entonces la plurarquía8 y lo que Juan Urrutia había llamado, en un ensayo de 20019, la lógica de la abundancia.

Mientras, las revoluciones de colores -en menor medida en Serbia, mucho más en Ucrania- consagran al blog y a las comunicaciones distribuidas de bajo coste como forma de organización política en sí, como estructura civil paralela y coadyuvante de unos partidos de oposición que de por si hubieran sido incapaces de unirse en una alternativa electoral.

Es el momento álgido de la promesa de las redes distribuidas, un mundo donde el poder de filtro de las élites se desmorona ante una sociedad que, de alguna manera, al virtualizar su conversación, se independiza de la capacidad disciplinaria y homogeneizadora de los media y el estado.

En apenas una década, las redes distribuidas habían impuesto modos alternativos de generar y distribuir información, productos culturales y conocimiento técnico; su extensión social había abierto paso a nuevas formas nuevas formas de movilización y estas habían a su vez generado terremotos políticos.

Parecía inminente un impacto económico profundo y, de hecho, desde finales de los noventa las industrias ligadas a la llamada propiedad intelectual (software, audiovisual, farmacéuticas, etc.) venían anticipando los desastres que -para ellas- se avecinaban y proponiendo leyes dique contra el cambio sociotecnológico.

La unión de redes distribuidas y globalización, la globalización de los pequeños, parecía imparable. Nos sentíamos en el albor de un nuevo sistema, lo llamábamos el capitalismo que viene.

La promesa de la disipación de rentas

A finales de 2003, la Universidad Carlos III de Madrid encarga a Juan Urrutia una serie de artículos sobre el impacto de Internet y la globalización en la economía10. En aquel momento Tim O’Reilly aún no ha acuñado el término 2.0, pero el mundo económico está sorprendido al descubrir que las nuevas empresas estrella en Internet no son ya generadoras de contenidos al modelo puntocom sino meros prestadores de servicios, cuando no simples agregadores del contenido elaborado por los propios usuarios.

Urrutia comienza su serie hablando de las nuevas motivaciones, de la superación del homo economicus como base de los modelos de comportamiento. Durante meses, artículo a artículo, desgrana las formas que toman las principales instituciones económicas -el mercado, la propiedad, la empresa y la regulación estatal- cuando incorporamos la globalización y la comunicación en redes distribuidas.

El resultado es un concepto que concreta en tres palabras la subversión subterránea que estaba viviendo el mundo desde los noventa: disipación de rentas. En el lenguaje del análisis económico se llama rentas a todos los beneficios que exceden al beneficio en competencia perfecta. Y en competencia perfecta el beneficio es mínimo: el coste de oportunidad.

Las rentas están ligadas a distintas formas de monopolio. Sus dos ejemplos clásicos son las rentas derivadas de la llamada propiedad intelectual y las rentas generadas por la posición. Las rentas derivadas de patentes y otras formas de la llamada propiedad intelectual se generan gracias a un privilegio legal que impide a otros explotar una cierta innovación durante un tiempo estipulado legalmente. Las rentas de posición se producen porque o bien somos un intermediador necesario, que los agentes no se pueden saltar, o bien porque físicamente ocupamos un espacio determinado por el que los demás han de pasar. Tanto unas como otras entran en crisis en el capitalismo que viene.

Las rentas de posición se erosionan tanto con la globalización como con Internet. La virtualización de servicios había eliminado en los años anteriores barreras a la entrada de nuevos competidores en el sector servicios. Se acababa la época en que las agencias de viajes eran pequeños monopolios locales. Para 2005, el 75% de los turistas que llegaban a Andalucía habían decidido destino, hotel y medio de transporte consultando en Internet. Antes de darnos cuenta nuestro agente de toda la vida estaba compitiendo con las páginas inglesas de vuelos baratos y con las ofertas de las casas rurales que abrían página web.

La caída de barreras legales a la importación y la implantación de empresas de capital extranjero, la globalización en sentido estricto, ahondaba aún más en la herida. Llegan los nuevos bancos de segunda cuenta donde se opera llamando a un call center situado a miles de kilómetros o emitiendo órdenes a través de una web. En la industria la situación es aún más dramática. De los electrodomésticos a la máquina herramienta, los campeones locales ven erosionadas las ventajas de su posición en los mercados centrales ante la llegada de nuevos competidores de los países de bajo coste. En un primer momento se refugian en la diferenciación de las marcas premium, pero el embate es de largo aliento: los nuevos concurrentes ganan poco a poco calidad y capacidad de comercialización sin perder competitividad en precio. La única estrategia que queda a las empresas de los países centrales es asumir su pérdida de centralidad e invertir en los mercados de origen de su propia competencia11.

Por otro lado, las rentas de innovación también están en jaque. Una innovación aislada ya no genera por sí misma una ventaja a largo plazo porque la copia es cuasi-gratuita e instantánea. El impacto sobre los productores de objetos culturales y software es obvio, lo que aviva el discurso proteccionista de una industria que pretende defenderse de sus propios consumidores mediante leyes de propiedad intelectual cada vez más restrictivas. Pero el sector farmacéutico tampoco se libra: las nuevas tecnologías de síntesis, cada vez más asequibles, en el marco de la deslocalización del I+D en Asia y Africa empiezan a preocupar seriamente a unos laboratorios que, en realidad, ya no son laboratorios, sino -de un modo similar a sus colegas del electrodoméstico- gestores de grandes redes de marketing y carpetas de patentes.

La conclusión de Juan Urrutia es que en el capitalismo que viene, un marco en el que las rentas tienden a desaparecer, a disiparse, sólo la continuidad de la innovación produce rentas. La innovación ya no es puntual y concreta, ya no es una fórmula o un producto que generan una renta derivada de un monopolio legal (patente) o de facto (porque sea muy caro reproducirla).

En el capitalismo que viene la única manera de mantener ventaja sobre los competidores es dinámica, innovando continuamente para que, aunque el tiempo de liderazgo que nos dé en el mercado cada innovación concreta sea corto, en conjunto vayamos siempre uno o dos pasos por delante de una competencia resignada a copiarnos.

Cuando una vez preguntaron a Juan Urrutia por qué había que aprender a innovar respondió:

Para aprender a vivir arrebatados por el cambio.

Cuando la promesa de la globalización se unía a la de las redes distribuidas el resultado era un verdadero leitmotiv de la ética hacker del trabajo, un grito de guerra de los nuevos valores. En el horizonte se dibujaba un modelo económico a nuestra medida. El capitalismo de amigotes, el juego de las élites hereditarias amparadas por el estado y el control del acceso al mercado, tenía tan poco futuro como las puntocom. Porque el tiempo jugaba a nuestro favor, ¿o no?

Las fuerzas en contra

De la globalización a la descomposición

A pesar de la hipersignificación del término globalización, su fondo económico no es otro que el de una progresiva integración entre mercados. Globalizar no es más que tejer interdependencias entre las economías. En la promesa del capitalismo que viene las economías ya no podrían entenderse desde lo local, lo nacional o incluso desde lo regional, sino únicamente de forma global.

La globalización se construye desde cada mercado sobre tres vectores: libertad de movimientos para las personas, las mercancías y los capitales. Mientras el último alcanzaba ya cierta fluidez en los noventa, el segundo avanzó correosamente tras la puesta en marcha de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y el primero, las personas, encontró cada vez más y más violentas cortapisas… con las que chocaron las nuevas migraciones masivas del interior asiático a la costa en desarrollo, de Africa a Europa y de Centroamérica y México a EEUU.

En un primer momento las resistencias a la globalización se dieron sobre todo en los países ricos. El desarme aduanero y la libertad de competencia amenazan en primer lugar sectores como el agrario o el cultural que han sido pilares de la construcción identitaria y clientelar del estado nacional. El capitalismo que viene no iba a ser bien recibido por todo el mundo. El desequilibrio entre los tres vectores acentuó pronto la inseguridad de los sectores más protegidos. Bajo distintas formas aparecieron tanto en Europa como en EEUU nuevos enfoques para el nacionalismo y junto a ellos sectores que pedían tiempo, tiempo para reformar la globalización, tiempo para hacerla más armónica. Pero no pretendían impulsar aún más el libre comercio y la libertad de movimientos de las personas, sino al revés, restringir una vez más el movimiento de capitales y levantar barreras no arancelarias al comercio (como las famosas claúsulas sociales). Son los altermundistas.

A finales de la primera década del siglo XXI, la evolución de China y otros países asiáticos demostrará en los hechos que las cláusulas sociales sólo ralentizan la salida de la pobreza. No es la única lección: los nuevos triunfadores asiáticos reforzarán también el modelo capitalista autoritario, sirviendo de referencia tanto para los países exsocialistas como para la sociedad de control hacia la que apuntan los estados nacionales en los países ricos.

Pero el cierre de filas de las redes clientelares y los privilegiados del mundo nacional en torno al estado no es un fenómeno periférico. En EEUU y en Europa las industrias dependientes del monopolio de la propiedad intelectual (cultura y entretenimiento, farmacéuticas, software, …) tuvieron cada vez más abiertamente un papel estratégico en las políticas estatales. Del Digital Millenium Copyright Act de Clinton al ACTA de Bush y Obama, el control social hacia dentro y el imperialismo tecnológico hacia fuera se convierten en la base del orden mundial impulsado por la UE y EEUU.

A otra escala, fenómenos similares de fusión y parasitismo clientelar aparecen alrededor de todos los estados. Los sectores no competitivos y las viejas clases de linaje cierran filas en torno al estado, restringiendo su alcance y su capacidad: enquistándolo en nacionalismo. La estrategia les resulta útil para evitar la pérdida de poder a corto plazo, pero a medio plazo es también destructiva para el propio mercado interno, sobre todo en los mercados nacionales más débiles.

En consecuencia surgen progresivamente «zonas de sombra» allí donde el estado no llega por su propia definición nacional o donde es incapaz de mantenerse por su pérdida de potencia económica. Son estos espacios los primeros en ser ocupados por paraestados y redes criminales transnacionales. Es el terreno natural de Hamas, el Primeiro Comando da Capital o los cárteles mexicanos.

Pero, ¿de dónde salían estos movimientos? Las políticas de captura funcionaron como el perro del hortelano: al limitar el alcance de la globalización y cercenar el desarrollo del capitalismo que viene sin recursos ni capacidad para conseguir un cierre total o alternativo en un ámbito menor, el nacionalismo de las élites privó a las clases medias de acceso a las posibilidades de competir en la globalización al tiempo que les negaba ya la protección clientelar.

Son las nuevas clases globales de la postmodernidad. Los descolgados de la globalización. Las élites medias de las estructuras sociales de la periferia, eran ya hijas de Internet y las compañías de vuelos baratos. Si volvemos atrás un lustro y miramos las biografías personales de sus líderes veremos que los dirigentes de los cárteles mexicanos habían estudiado en inglés en buenos colegios, los activistas de AlQaeda habían ido a universidades occidentalizadas y hecho viajes de estudios a Europa e incluso la dirección del Primer Comando da Capital paulista gestionaba vía satélite el curso de sus tráficos en tres continentes con la eficiencia de los sistemas de logística y mensajería punteros en el mercado. Pocas cosas pueden representar mejor hasta qué punto hemos entrado en una nueva etapa que esa nueva lumpenburguesía transnacional.

De hecho es sumamente reveladora sobre el significado de la descomposición misma.

La descomposición es el producto de un equilibrio de fuerzas mantenido demasiado tiempo, entre el capitalismo que viene y los sectores que viéndose perjudicados por él mantienen sin embargo el control sobre el aún formidable poder del estado. Estructuralmente se trata de un molde ya conocido. Si hacemos memoria es el mismo proceso que llevó al desmoronamiento del bloque soviético, congelado en la dicotomía entre autarquía estatalista e ingreso en el mercado mundial. En sistemas como aquellos donde toda la propiedad era estatal y la producción era dirigida por la clase política, el compromiso del estado con los privilegios de sus propias élites y redes clientelares no podía sino resultar tan paralizador como arrasador en su hundimiento. Eso fue lo que vimos a finales de los ochenta: no el triunfo de una ideología o un bloque sobre otro, sino el coste social y político de la resistencia nacional de las élites a aceptar la inserción en el mercado global. Inserción tanto más dolorosa cuanto que sólo es realmente abordable si se desbloquea el ascensor social… en sus dos sentidos.

Evidentemente las consecuencias y las formas concretas están siendo distintas en cada parte del mundo en función de su lugar en el mapa económico y político mundial. Lo que en EEUU genera el Tea Party, en Venezuela genera el chavismo y en Palestina a Hamas. Lo que en Somalia abre paso a una al Qaeda local, Al Shebah, en Michoacán da lugar a la familia; lo que en Rusia produce el fenómeno Putin en EEUU y la UE se manifiesta como leyes tendentes a la sociedad de control. Pero en realidad se trata de la misma obra representada en distintos escenarios con distintos contextos.

Una triste representación que de paso demuestra cómo el altermundismo no puede sino ser contraproducente y el antiglobalismo directamente reaccionario pues ambos acaban alimentando y dando razón de un enquistamiento nacional del estado indistinguible de su captura por las redes empresariales y clientelares que están en el origen de la descomposición misma. La diferencia es, en todo caso interna: los antiglobalistas pretenden la captura por los campesinos subsidiados o los funcionarios públicos, los neonacionalistas por los exmonopolios estatales y el capital de toda la vida. La nación siempre fue un imaginario de significados ambiguos.

La descomposición no es una consecuencia de la globalización, sino de su estancamiento ante la resistencia de los sectores del poder económico y social dependientes del estado nacional. Resistencia que hasta ahora ha conseguido frenar el verse sometidos a una creciente competencia,
pero que –para lograr postergar ese hecho– ha sacrificado la cohesión social e impulsado, para encubrirlo, políticas cada vez más autoritarias vestidas, eso sí, de canto identitario al imaginario nacional.

Claro que la generación de identidades nacionales desde el estado también había sido erosionada por la globalización y, sobre todo, por la naturaleza transnacional de las comunidades virtuales nacidas de la blogsfera. ¿O no?

La regresión de Internet

El año 2007 es el año de la gran celebración dospuntocerista: se multiplican los congresos y conferencias en todo el mundo, los medios hablan continuamente de la Wikipedia y aunque todavía siguen hablando de blogs, empiezan a recoger noticias sobre los primeros pasos de Twitter y el crecimiento de Facebook. La búsqueda «web 2.0» alcanza su máximo histórico según las gráficas de Google Trends, a partir de ahí dibujará una escarpada bajada. El iPhone de Apple sale al mercado.

Es también año de presidenciales en Francia. Sarkozy quiere ganar la batalla de la red. Un mapa publicado entonces muestra a los más de 80.000 blogs que apoyan al candidato. A la cabeza de ellos el famoso bloguero Loïc LeMeur aporta el conocimiento del terreno y el prestigio hacker con el que el candidato quiere resarcirse del susto de las ciberturbas de 2005. Pero el sistema político europeo no es como el americano: las redes no están para recoger fondos, sino para expresar adhesión. No ponen en jaque a los viejos aparatos electorales, que a diferencia de en EEUU no les necesitan para ganar independencia de los grandes contribuyentes, sino que los refuerzan a la manera de una hinchada futbolística. Y la vieja guardia se da cuenta. Tras la campaña se pulsa el botón de apagado.

El día después de las elecciones presidenciales, las gigantescas redes de blogs de ambos candidatos se deshinchan rápidamente. Un sabor agridulce queda incluso entre los seguidores del nuevo presidente. El aparato político, sin embargo, está encantado. Creen haber encontrado una forma de incluir la red en la campaña que la concibe como el aparato de una provincia periférica más. El coste invisible habrá de pagarse más tarde, cuando al intentar legislar sobre Internet, grandes sectores de la blogsfera no se sientan ya comprometidos con el presidente y se dediquen a erosionar su popularidad.

No obstante, un nuevo modelo se está asentando. Tan sólo unos meses después, en enero de 2008, las primarias estadounidenses serán una campaña basada en el prejuicio en la cual a la red no le queda otro papel que el de mero canal para alimentarlo. Romney, Obama y Clinton no salen indemnes. La comunicación política en red se entiende, desde un malévolo infantilismo, como terreno de video-maledicencia y juego de cromos. En ese marco, lo realmente novedoso de la campaña en red de Obama fue unir las técnicas recaudadoras que los demócratas habían ensayado en 2004 con la concepción de hinchada en red de Sarkozy, en una cultura de la adhesión a la que servicios como Facebook se ajustan como un guante.

Adhesión. Esta es la clave de la comunicación y la política en Facebook. La palabra pertenece en ella al líder, que por primera vez se comunica directamente con una masa de adherentes que ya no viven en foros y blogs, sino en pequeñas fichas donde el tamaño mismo de los mensajes difícilmente permite generar reflexiones alternativas y espacios deliberativos autónomos.

Tras la victoria presidencial, Obama escenifica su resistencia a dejar la Blackberry. Hay mucho contenido y densidad simbólica en este gesto. A diferencia de Sarkozy, el líder no quiere dejar la red. Quiere seguir comunicándose directamente con ella. A fin de cuentas, el modelo no es ya el de la emergencia y efervescencia conversacional que asustaba a los aparatos. Se ha convertido, y es el mérito de Obama haberlo entendido, en unidireccional. En una radio alternativa que el presidente pretende utilizar como un nuevo Roosevelt. El país, el pueblo, se ha convertido en un recipientario homogéneo que escucha directamente al hombre que representa la esperanza y habla cada vez más con lenguaje papal, situándose discursivamente por encima de la política. 2008 parece 1932 sin hiperinflación.

Los nuevos servicios estrella serán pronto jaleados por los medios tradicionales. La campaña presagia ya una estrategia de recentralización de la red en la que Google ha sido pionera. La cultura de la red, que ya había pasado de la interacción de la blogsfera al participacionismo de la Wikipedia, se precipitaba hacia un escalón aún más bajo: la cultura de la adhesión.

La metáfora ciberpunk de las topologías de red ha de ser leída en sentido contrario. De 2002 a 2005 los relatos de futuro se construían a partir de la blogsfera (una red distribuida) y de la experiencia y consecuencias sociales de la cultura de la interacción que llevaba pareja y que, a las finales, no era sino la experiencia social de la plurarquía en un entorno definido por la lógica de la abundancia.

De 2005 a 2007, los años del dospuntocerismo, el foco mediático recaerá sobre la Wikipedia, Digg y otros servicios web participativos: agregadores de contenidos cuyo crecimiento insinúa una arquitectura de red descentralizada. Discursos que exaltan la cultura de la participación. Pero participar no es interactuar. Se participa en lo de otro, se interactúa con otros. Los nuevos servicios dospuntoceristas se piensan desde la generación artificial de escasez: votar, decidir entre todos los que pasen por ahí la importancia de una noticia o la relevancia de una entrada enciclopédica y, sin tener en cuenta la identidad o los intereses de nadie, producir un único resultado agregado para todos. Todo se justifica sobre el discurso dospuntocerista. El rankismo y el participacionismo se convierten en arietes de una mirada sobre la red donde se recupera la divisoria entre emisores y receptores.

Pero, desde 2008, Facebook y Twitter, dos redes centralizadas basadas en la cultura de la adhesión, se convierten, en parte gracias al tranquilizador reenfoque obamista, en los favoritos de la prensa del mundo. Sus usuarios crecen exponencialmente y hasta el Departamento de Estado recomienda a los disidentes iraníes que los utilicen -en lugar de los blogs- para coordinar sus protestas. Los ciberactivistas chinos pronto descubrirán lo fácil que es censurar o eliminar cualquier medio de comunicación centralizado. Fan-Fou, la versión local de Twitter, se cierra de la noche a la mañana durante los conflictos étnicos en el oeste del país. In-Q-Tel, el fondo de inversiones de la CIA, centra sus inversiones en empresas dedicadas a espulgar y analizar la ingente cantidad de información centralizada por los cada vez más masivos libros de cromos del siglo XXI.

Tampoco es que las grandes compañías tecnológicas se hubieran compinchado con los estados para matar la red en una conspiración de altos vuelos. Simplemente habían descubierto, por fin, una clave para evitar la disipación de rentas que en Internet había sido aún más característica que en ningún mercado.

Son los casos de éxito favoritos de las revistas económicas: Google, Facebook, Apple… Todos ellos apostaron por competir utilizando la infraestructura como ventaja competitiva, para atesorar la mayor información de los usuarios posible y generar escasez artificialmente mediante «corralitos» cerrados. El iPhone y el iPad se presentan como la forma al fin encontrada de monetarizar Internet y hasta de recuperar el poder de la prensa tradicional. Wired se pregunta -feliz- si la web ha muerto12. La nueva apuesta consiste en conseguir que los usuarios se olviden del navegador, ese peligroso botón de todo lo demás, que pone tan difícil obtener rentas extraordinarias y obliga a innovar continuamente.

En tan sólo ocho años, la evolución de la Web 2.0 ha conseguido revertir -al menos en parte- el desastre que el fracaso de las puntocom supuso para los que querían dominar la red sin asumir los valores de un mundo que es al mismo tiempo distribuido y globalizado. También en la red el capitalismo que viene parece retrasarse.

El futuro está enfermo

Una parte esencial de la promesa del capitalismo que iba a venir era que el paso de una sociedad de economía y comunicación descentralizada -el mundo de las naciones- a un mundo de redes distribuidas, hijo de Internet y la globalización, erosionaría para siempre la identidad definida en términos nacionales13.

La experiencia social de la Internet distribuida había hecho aparecer nuevas identidades y nuevos valores desde los 90. No parecía ilusorio que a largo plazo acabaran superando y subsumiendo a la visión nacional y estatalista del mundo.

La identidad nace de la necesidad de materializar, o cuando menos imaginar, la comunidad en la que se desarrolla y produce nuestra vida. La nación apareció y se extendió precisamente porque las viejas identidades colectivas locales ligadas a la religión y a la producción agraria y artesanal ya no representaban de modo satisfactorio a la red social articulada sobre el mercado que producía el grueso de la actividad económica, social y política que determinaba el entorno de las personas.

A mediados de la última década para un número creciente de personas, el mercado nacional cada vez expresaba menos el conjunto de relaciones sociales que daban forma a su cotidianidad. Ni los productos que consumían eran nacionales, ni lo eran los contextos de las noticias que leían, ni -producto de la lógica transnacional de la blogsfera- lo eran la mayoría de aquellos con los que las discutían y cuya opinión les interesaba.

La identidad nacional se estaba quedando muy pequeña y muy grande al mismo tiempo: se estaba volviendo ajena. No pocos historiadores, politólogos y sociólogos predecían e incluso abogaban por una privatización de la identidad nacional. Un proceso que habría de tener similitudes con el paso de la religión al ámbito de lo personal y privado que caracterizó el ascenso del estado nacional. Pero la cuestión es que esa privatización, esa superación, sólo puede darse desde un conjunto de identidades colectivas alternativas.

Lo realmente interesante era, sigue siendo, que las comunidades y redes virtuales identitarias que apuntaban posibilidades de construirlas no sólo se definían por ser transnacionales, sino que manifiestaban una naturaleza muy distinta a la de las grandes comunidades imaginadas de la Modernidad, como la propia nación, la raza o la clase histórica del marxismo. Eran, son, comunidades reales: sus miembros se conocen uno a uno incluso aunque no se hayan encontrado fisicamente jamás.

En un momento de lo que parece un ciclo vital, algunas de estas comunidades deliberativas empiezan a desarrollar identidades fuertes. Sus miembros sueñan con trasladar el conjunto de su vida a ese entorno de libertad y abundancia. Es el sionismo digital, un momento inestable en la definición comunitaria que adolece de la falta de una economía propia pero que está en el origen de muchos de los nuevos movimientos transnacionales y de nuevas formas comunitarias empoderadas económicamente: las filés14.

Sin embargo, lo que nos dice la experiencia social es que el efecto cultural que ha tenido la bajada de escalón en los modos de relación del modelo blogs y comentarios al de los libros de caras como Facebook ha conllevado, en términos generales, la generación de una mayor cultura de la adhesión a costa de una menor lógica de interacción. También, y parece una consecuencia lógica, muchísimos menos discursos sionistas digitales y un verdadero parón en la aparición de núcleos de filés.

Estas experiencias, con independencia de sus límites y posibles críticas, representan la tensión de comunidades que, desde identidades más o menos sintéticas, comenzaban a transcender la lógica conversacional de la blogsfera y buscaban ir más allá en una lógica transnacional. Este retroceso es, además, significativamente síncrono y coherente con la constatable renacionalización de las conversaciones en las blogsferas que se observa desde 2008. El modelo de socialización bajo Facebook y Twitter ha tenido un fuerte impacto sobre la cultura de la red que va más allá de los peligros generales de recentralizar la comunicación: renacionalizar las conversaciones y limitar seriamente la aparición de nuevas identidades y modelos sociales.

Pero, ¿qué ha pasado con lo que ya había? Por un lado tenemos todas esas islas en la red que nacieron en el marco de la promesa de un mundo distribuido. Muchas son comunidades y movimientos ya consolidados; los estudiaremos en la tercera parte de este libro. De momento sólo remarcaremos una idea: las comunidades reales construyen un futuro para ellas, las identidades imaginadas creen en el futuro, un porvenir igual, reluciente o catastrófico, para todos.

Por otro lado tampoco hay que desdeñar el impacto de la emergencia de las redes distribuidas y la globalización en los viejos movimientos sociales de valores universalistas basados en estructuras nacionales. El eslógan con el que abríamos este libro -«bajo toda arquitectura informacional se esconde una estructura de poder»- todavía tiene una lectura más.

Las organizaciones y las ideologías mutan al cambiar las herramientas a través de las cuales se representan y organizan. El modo de organización de una red es su forma de reproducir un cierto modelo de poder. Los movimientos que surgen a partir de los 90, desde los antiglobis de Seattle o Porto Alegre al Tea Party son algo «diferente» de sus directos antecesores de la izquierda o la derecha de la guerra fría, cuyos modos y cosmovisión siguen configurando las grandes organizaciones políticas de referencia.

Pero la evidencia de la descomposición implica que los discursos que hacen suya la lógica de un mundo distribuido no se han tornado hegemónicos y, por tanto, su representación social no ha salido del marco del sistema de un poder para el que son un cuerpo extraño, aunque no por ello deja de darles forma.

En general, cada sujeto, discurso o comunidad que surge en un periodo de cambio de las estructuras de comunicación, representando nuevas formas de poder, tiene un doble antagonismo latente: con su pasado (o mejor dicho, con los sujetos del viejo mundo que les dieron origen) y con su futuro (los antagonistas que están definidos en un «lenguaje de poder» similar).

A partir de ahí comienza la promiscuidad y el baile de alianzas, la búsqueda del «mal menor» y la adopción de programas en los que la representación niega el significado.

¿Qué sería lo particular de los sujetos que están apareciendo ligados a la descomposición? En realidad un tanto de descomposición es inevitable en toda bisagra histórica. Pero la cuestión es que ahora no es un producto, una fricción irremediable dentro de un afianzamiento progresivo de una nueva forma de poder. Ahora la descomposición es el fenómeno dominante, el marco global que da forma y límites a sus componentes. Por eso el relato épico clásico (un sujeto colectivo que enfrenta antagonistas y funda una nueva sociedad) se torna imposible. Descomposición es descomposición también, y sobre todo, de los sujetos con los que se componía la narración histórica: las clases, las naciones, los grupos de interés, el marco de mercado… con ellos muere ese futuro que se pretendía el futuro y que es precisamente aquel por el que los universalistas se afanan.

Ese futuro universal es hoy un enfermo crónico en fase terminal. Nacido en el siglo XVIII, tuvo su crisis adolescente con el Romanticismo, su madurez con el progresismo decimonónico y su primera crisis grave con los genocidios cometidos por el estado alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Como ocurre con los viejos dictadores, su existencia se ha convertido en una convención inoperante que a duras penas puede ser considerada relevante por nadie. Hace ya mucho que el proyecto ilustrado que le mantenía en pie no le insufla vida alguna. La idea misma de postmodernidad podría entenderse como la consciencia del fin del proyecto ilustrado, como su último y trágico momento de lucidez.

Por supuesto, no falta quien intenta acudir al lecho del enfermo con ánimos y promesas de nueva juventud. Pero no, no es lo mismo. No es lo mismo la Wikipedia de Wales que la Enciclopedia de Diderot, del mismo modo que las guerras de los neocons no pueden compararse al terremoto social y político de las guerras napoleónicas.

El mundo del proyecto ilustrado, el mundo que tenía futuro porque se pensaba en términos universales se parece cada vez más al Ubik de Philip K. Dick: todo se descompone en él. Cuando Wales levantaba la última y modesta utopía ilustrada, la participación en el conocimiento universal, la realidad trajo adhesión, cuando los neocons levantaron la bandera de las guerras quirúrgicas e instantáneas llegaron las guerras de final autoproclamado.

Asumámoslo, el futuro universalista ya no está entre nosotros, ya no es real simplemente porque, como recordaba en su novela PK Dick, «realidad es aquello que, cuando dejamos de creer en ella, no desaparece» y el hecho es que el futuro ya no nos vale ni como hack para modificar el presente: dejamos de creer en él y desapareció. Por eso murió el Ciberpunk, por eso se secó su literatura: hasta para ser pesimista o crítico con el futuro hay que creer en él. El futuro es un personaje tan inverosímil en nuestro tiempo como Amadís de Gaula.

El diagnóstico es simple: no hay futuro universal sin categorías sociales universales. Categorías que nos son ya cotidianamente ajenas, que intuimos necesariamente totalitarias.

Desde las periferias ideológicas del viejo sistema, el vértigo se apodera del discurso. Antiglobis y Tea Party comparten aires decrecionistas y argumentos conspirativos. Unos y otros son conscientes de que las bases materiales de los futuros pasados no pueden generar otros nuevos. La palabra comunidad no se les cae de la boca. Aunque cuando la usen no quieran decir comunidad, sino cantón, condado, ciudad o parroquia, al modo de las Transition communities. El único futuro que pueden fantasear es el de un colapso económico, energético o ecológico. Expresan con ello que necesitan, para volver a poder tener futuro, un nuevo punto de partida que haga todo más pequeño. Cuesta creer en el estado nacional. En el mercado nunca creyeron. E incluso a los que alguna vez lo alabaron desde esas bandas ahora tampoco les sirve: no deja de tener gracia leer al padre de las reaganomics fantasear como serían los efectos terminales de la descomposición en EEUU para llegar a la moraleja de que nunca tendría que haber salido del pueblo.

La descomposición tiñe al universalismo de pesimismo cataclísmico y ansias religiosas más o menos inconfesables. No es sólo que el proyecto ilustrado se haya tornado una utopía reaccionaria, es que también supura descomposición por cada poro.

Y, frente a todo esto, la pequeña comunidad real, último atractor de orden, de cohesión social mínima. Definitivamente sin futuro, pero con una nueva promesa: no un único futuro para todos sino miríadas de ellos. We few, we happy few, we band of brothers…

De la revolución a la segregación

Del universalismo al comunitarismo

La Internet que tanto quisimos, la gran fiesta de la promesa, del mito del capitalismo que viene y la globalización no puede dejarse de lado simplemente porque haya desaparecido como el futuro. A fin de cuentas todo futuro con artículo definido delante murió también en estos años o anda enfangado en la mugre de la descomposición. Como Foucault comentó respecto al mayo francés, más bien deberíamos valorar que

Es capital que decenas de millares de personas hayan ejercido un poder que no ha adoptado la forma de organización jerárquica.

Y centrarnos en pensar futuros particulares, futuros para alguien con nombre y apellidos, futuros para comunidades reales y no para grandes sujetos imaginados, que como héroes homéricos, forjarían la Historia a partir de sus vocaciones y destinos.

No es algo evidente ni socialmente fácil de aceptar. Típicamente cuando los indianos debatimos con algunos amigos surge una diferencia de perspectivas. Una diferencia que a las finales podría resumirse como la diferencia entre pensar desde lo universal y pensar desde nuestra comunidad real.

Muchos amigos piensan que nuestros aportes quedan cojos por ello, que son poco generalizables, que nuestros resultados son útiles poco más allá de nuestro entorno. Nosotros lo vemos desde un punto de vista diferente: ¿Por qué pensar desde los supuestos intereses de unas abstracciones que no existen por sí mismas y que en todo caso no representan a las personas a quienes queremos y que nos importan? ¿Para qué? Sin embargo, es la forma en que se nos enseña a pensar desde niños. Pensar desde el lugar de Dios, que es el del estado nacional; pensar por todos.

Es obvio que esta mirada universalista estaba profundamente arraigada en el pensamiento y la teología cristianas. Las leyes morales se justifican y fundamentan sobre la universalidad de la Creación. A las finales, todos somos iguales en la Ley de Dios. Sin embargo, el mundo medieval es un mundo estamental, donde la gente define su identidad desde la comunidad real y donde la teología católica imperante, la escolástica, se hace famosa por su casuística. El universalismo como lo conocemos hoy tiene otro origen.

Nos cuenta Foucault como, en el siglo XVIII, con la emergencia del absolutismo que prefigura al estado nacional, surge un nuevo tipo de racionalidad, una nueva forma de pensar lo social. Lo que Foucault llama el nacimiento de la biopolítica no es sino el comienzo de una nueva mirada -la razón de estado- que convierte en objetos colectivos a conjuntos de personas con una serie de características comunes. Pero objetivar es también cosificar, convertir grupos de personas en cosas, en abstracciones. Las clases aparecen por primera vez como objetos de la atención del estado -en vez de los estamentos feudales- en el Tableau Economique de Quesnay. Pronto serán objetivados también los connacionales y los extranjeros, que ya no serán esos iguales imaginados a partir de la lengua escrita y el mapa, sino un objeto social descrito por la Estadística -este nuevo saber sobre los datos que en su mismo nombre recuerda el carácter exclusivo, casi siempre secreto, que el estado le otorga en un principio.

Estadística, Economía, Sociología, Historia, Criminología y, finalmente, Psicología serán las primeras concreciones de los saberes propios generados desde los nuevos poderes asumidos por el estado, que precisa de abstracciones estadísticas para totalizar y fortalecer su dominio interno y externo.

En Economía será La riqueza de las naciones la que empiece a marcar, ya en su mismo título, la distinción entre las preocupaciones del absolutismo intervencionista y el estado nacional liberal. La Historia, con las nuevas formas científicas que siguen a la revolución francesa, empezará después a conquistar el pasado para la nación hasta demostrar su carácter natural, intemporal y, por tanto, cohesionador en una era de terremotos sociales. Una naturalidad que se funde con la idea smithiana de la mano invisible y la lógica del laissez faire del primer liberalismo. A su zaga, la Sociología alcanzará con el positivismo la forma «completa» de un saber basado en la experiencia de un poder que ensaya ya la escolarización general y hace sus pinitos en el sufragio universal.

A lo largo del prodigioso siglo XIX, las ciencias sociales diseñarán los relatos y construirán los sistemas de análisis que el estado nacional requiere para pensar la nación. Es un periodo histórico en el que de imaginarse, de defenderse como proyecto, la nación pasa a ejecutarse, a convertirse en el sistema operativo de la vida social para todos y en cada lugar, a través de un nuevo estado al que el hegelianismo ya había sabido ver como materialización de la comunidad imaginada. Y los jóvenes hegelianos serán el alma de la revolución paneuropea de 1848, la primavera de los pueblos que definiría las naciones canónicas del continente.

La idea de la nación configuradora, que constituye como nacionales a cada uno de nosotros, se hará poco a poco tan hegemónica que cuando en el siglo XX Joyce repudie el nacionalismo con su famosa frase sobre Irlanda15, no podrá sino ser tachado de filobritánico o su afirmación disculpada como boutade poética.

Durante el mismo siglo XIX, pero sobre todo durante el XX, las herramientas de objetivación del estado nacional, sus saberes científicos, darían definitivamente la vuelta a sus objetos y los convertirán en identidades delegadas, en nuevos sujetos (imaginados) colectivos, definidos dentro de la nación e igualmente constituyentes de cada uno de nosotros: tendremos entonces no sólo que pensar como connacionales amantes de la patria eterna, sino además como hombres o mujeres, como trabajadores o profesionales, como miembros de una raza, como minusválidos o como miembros de subgrupos de cualquier tipo, imaginados y echados a andar para mejor gestión del estado. Porque estas nuevas comunidades imaginadas también nos reclaman una lealtad que a las finales hay que materializar en organismos especializados de la maquinaria sociopolítica (sindicatos, asociaciones, etc.). El objeto social (clase, raza, sexo..) pasa poco a poco de atributo del connacional imaginado a hilo de una urdimbre que presuntamente nos personalizaría, dentro siempre de la identidad nacional constituyente.

El sistema educativo y mediático estirará y ejercitará, desde la infancia, a cada uno en este universalismo fractal y nacionalista. Cada individuo pensará en los términos de los objetos sociales del poder y se identificará sobre ellos hasta el paroxismo. La razón de estado, razón al fin del estado nacional, podrá entonces confundirse con la razón democrática y sólo ella será socialmente razonable.

Sólo la experiencia de un nuevo tipo de socialización empieza a generar la experiencia de un nuevo poder personal y comunitario transnacional, que a su vez impulsa un nuevo tipo de saberes que repudia la identidad imaginada desde los viejos objetos sociales nacidos de la matriz absolutista del XVIII.

Las comunidades reales nacidas de los años de la promesa se afirman por encima de todos los objetos sociales queridos del estado porque no los necesitan. Cuando una comunidad se torna independiente económicamente, cuando se hace filé, el poder es la comunidad misma, no el poder sobre la comunidad.

En otras palabras, las comunidades reales piensan desde un nosotros no abstracto que significa caras, recuerdos, nombres y apellidos reales, cuando pueden explicar su economía desde su propia práctica colectiva de mercado. No necesitan recurrir a abstracciones para imaginar quiénes son contándose cómo sobreviven. Los sujetos imaginados del estado postmoderno (género, juventud, etc.) no son sino nuevos dioses celosos que pretenden ser nuestros progenitores. No los necesitamos. Ni siquiera necesitamos esa abstracción conocida como Humanidad. Esa es la sencilla verdad.

El pensar en todos, el ponerse en lugar del Dios omnisciente como condición de autonomía -verdadera esencia de la Modernidad- no es, hoy por hoy, sino un callejón sin salida. No puede ser una condición para construir o juzgar futuros. Hoy todo universalismo juega en el equipo de la descomposición porque afianza la imposibilidad de romper el impasse. De nuevo Foucault:

Hablar de un «conjunto de la sociedad» fuera de la única forma que conocemos, es soñar a partir de los elementos de la víspera. Se cree fácilmente que pedir a las experiencias, a las estrategias, a las acciones, a los proyectos tener en cuenta el «conjunto de la sociedad» es pedirles lo mínimo. El mínimo requerido para existir. Pienso por el contrario que es pedirles lo máximo; que es imponerles incluso una condición imposible: puesto que «el conjunto de la sociedad» funciona precisamente de manera y para que no puedan ni tener lugar, ni triunfar, ni perpetuarse. «El conjunto de la sociedad» es aquello que no hay que tener en cuenta a no ser como objetivo a destruir. Después, es necesario confiar en que no existirá nada que se parezca al conjunto de la sociedad.

Pensar desde y para la comunidad

En la segunda parte de El padrino hay una escena en la que la familia espera en la mesa para celebrar el cumpleaños de don Vito. Comentan el ataque japonés a Perl Harbour, que se ha hecho público el día anterior. Sonny, el hermano mayor llama pardillos (a bunch of saps) a las miles de personas que han corrido a alistarse voluntariamente en el ejército.

They’re saps because they risk their lives for strangers.

Extraños. Arriesgar la vida por extraños, por desconocidos imaginados nebulosamente tras una categoría abstracta. Michael, el menor, anuncia entonces que él mismo ha sido uno de ellos. Los hermanos se enfadan: ¿Cómo es posible que rompa el corazón de su padre en el día de su cumpleaños con una noticia así?

El contraste resulta deslumbrante: el arrojo por la patria es una mera estupidez, un sacrificio hecho por extraños a los que nunca llegará a conocer y a los que no está unido por ningún lazo. El idealismo, el honor americano… no pueden tener más importancia que los sentimientos del padre que ve empañada la celebración familiar con la noticia del sacrificio de su propio hijo en el ara de la defensa nacional. Sí, Michael es un pardillo, un inconsciente, un alienado que pone fantasías prefabricadas por encima de su propia gente.

Porque la verdad es que la comunidad imaginada ni siquiera puede ser realmente imaginada por nosotros. No tenemos capacidad para imaginar muchas más personas de las que componen nuestro entorno vital. Y tampoco es de extrañar. Antes de la revolución industrial un europeo medio no veía más allá de un centenar de rostros diferentes en toda su vida. En nuestra especie la mera existencia de espacios sociales de centenares de personas es un problema sumamente reciente, comenzó hace tan sólo nueve mil años y sólo para la exigua minoría urbanizada antes del siglo XX.

Entre la comunidad imaginada y la comunidad real hay mucho más que una distinción conceptual, hay una verdadera fractura de realidad. Ni siquiera pensamos en una y otra de la misma manera, con las mismas partes del cerebro. Parece comprobado por la Neurología y sustentado por la evidencia histórica16 que tenemos una limitación física, un techo fisiológico que no nos permite procesar más que un cierto número de relaciones interpersonales. Somos fisicamente incapaces de relacionarnos en un espacio de fraternidad de más de ciento cincuenta personas. A partir de ahí nuestro cerebro salta, cambia de objeto y de manera de pensar simplemente porque es incapaz de manejar tanta información.

Se habla no pocas veces de la escala humana como algo deseable. Pero la escala humana no es otra cosa que todo lo que hay por debajo de esa dimensión comunitaria máxima. Es el tamaño del cuerpo social en el que es posible pensar. Más allá simplemente reaccionamos, pensamos no en un conjunto de personas sino en un constructo intelectual, en un objeto único y abstracto. Cuando el contador ha utilizado todas las cifras se resetea. Para quien sepa provocarlo somos fácilmente manipulables.

En un libro reciente17, Daniel Gardner recogía numerosos estudios psicológicos realizados en la última década para evidenciar la incapacidad de nuestro cerebro para valorar racionalmente el riesgo a partir del momento en que los números sobrepasaban determinados umbrales. En nuestra cabeza, la alternativa a la escala humana es simplemente mucho o nada. La consecuencia es una sobrevaloración continua de los peligros que se nos presentan desde el discurso político, la ciencia o los medios. A partir de ahí, se produce la generalización de un lenguaje del miedo que juega con esta limitación básica de nuestra capacidad intelectual, se extiende por todos los ámbitos de poder y sirve para generar consensos sociales reactivos.

Por eso la nación, el género, la clase y todos los inanes diosecillos imaginados por el poder para encabezar sus relatos están siempre sufriendo nuevos peligros, ataques y dolores, presentándonos a plebiscito medidas que pretenden defender poblaciones que no podemos visualizar frente a riesgos que no podemos dimensionar.

La máquina del poder queda así investida de una razón propia, superior, magnífica y a la vez temible. Hoy, la representación del estado a través del lenguaje del miedo no sólo nos lleva, como recuerda Gardner, a aceptar continuas cesiones de bienestar y libertades; también configura la imagen social del poder como una razón cuasidivina y omnisciente que es capaz de pensar en planos donde los comunes nos perdemos. Pobre sociedad si no fuera pensada desde el estado.

Los antiguos egipcios sabían que su dios-rey existía, pero no podían mirarle directamente, ni tan sólo nombrarle, por eso le llamaban por el nombre del lugar en que vivía: Fer-aa, la casa grande. Hoy hablamos de corporaciones, gobiernos y formas de gobierno, las casas grandes del poder, pero sólo unos pocos parecen capaces de entreabrir los dedos de la mano con la que castamente tapan sus ojos para descubrir la paranoia terminal del dios-estado. Las sociedades que se definen sobre escalas desmedidas sólo pueden vivir en el miedo y expresarse en su lenguaje de peligros, retos y sacrificios… muchos sacrificios.

Pasar a pensar desde la comunidad real, para la comunidad real, es dejar de tener miedo, plantar, frente a las deificaciones cotidianas del poder, la medida de una escala razonable, inteligible y amable.

Nos han enseñado en la escuela que esos tamaños no cuentan en el gran relato, que no cambian las cosas. Pero no es verdad. Esa gran teogonía de nuestro tiempo que es la Historia que se enseña en secundaria, olvidó decirnos que los mismos monasterios que ocupaban las páginas sobre la Edad Media rara vez llegaron al centenar de miembros, que los famosos gremios por lo general rondaban la decena de artesanos. Como ellas, las comunidades reales de hoy que son capaces de pensar, actuar y crecer sin alienarse en objetos sociales abstractos tienen un fuerte impacto en su entorno. Necesitan, claro está, de dos herramientas que resultan revolucionarias en la descomposición: una economía comunitaria resiliente y libre interconexión en el mercado.

Economías comunitarias

Enfrentar la construcción de la propia economía implica desarrollar la interconexión con el entorno. Y, para las comunidades nacidas de la Internet de esta última década, entorno quiere decir entorno identitario antes que territorial. Pero no hay que equivocarse, estamos muy lejos del social commerce en Internet: no se trata de organizar estilos de vida, se trata de generar virtualmente mercados capaces de aumentar la resiliencia de sus componentes.

John Robb18 defiende vehementemente la necesidad de un tipo de software, que él llama darknets, que caracteriza de tres maneras: debe ser capaz de automatizar las reglas sociales y económicas de cada comunidad o grupo de comunidades; debe garantizar acceso igual y uso efectivo a todos los miembros, rápida integración a los nuevos y una cierta opacidad frente al mundo exterior; y, en cualquier caso, no debe situarse al margen, sino en paralelo y conjunción, al sistema económico global, usando monedas reales y facilitando intercambios comerciales, para no degenerar en una especie de juego de rol económico ni retrotraerse hasta el nivel de comunidad conversacional.

No es ni mucho menos el único que anda en el empeño. La demanda de este tipo de máquina social de tejer mercados identitarios es evidente. Para las filés y otras comunidades con empresas la prioridad del momento no es ya abrir tiendas sino construir bazares para mercadear con pares y ajenos.

Los resultados que podemos esperar no tendrán, en un primer momento, el alcance universal y masivo que nos prometían el desarrollo de Internet y la globalización, pero dibujan un espacio transnacional cuyas consecuencias últimas van más allá de su impacto meramente económico. A fin de cuentas, el bazar de la civilización arabomusulmana, como el foro romano o el ágora griega no era sólo un lugar para la compraventa. Era también un espacio de interacción política y social y -se olvida demasiado a menudo- el lugar donde maestros, filósofos y cadíes arbitraban conflictos y se encontraban con sus discípulos. El Tribunal de aguas de Valencia o el Consejo de hombres buenos de Murcia son joyas culturales que nos recuerdan que el mercado no es exclusivamente una relación monetaria sino sobre todo una relación social definida por su forma distribuida y la ausencia de agentes decisivos no consensuales. El mercado mediterráneo, el bazar, fue la cuna de la plurarquía.

Lo cierto es que, incluso el mercado competitivo más unidimensionalmente considerado es un generador de cooperación que empuja hacia la eficiencia en el uso de los recursos. Y, si nos ponemos ya en el modelo del capitalismo que viene, la disipación de rentas empuja además hacia una innovación permanente. Es decir, cuanto más competitivo sea un mercado, más cohesión social generará y más intrincada será la cooperación que produzca.

Pero en Teoría Económica, para que un mercado sea «competitivo» es necesario que no existan barreras de entrada. No se trata sólo de que cuatro o cinco grandes luchen entre si manteniendo una tensión a la baja en los precios. En la lógica del análisis económico es necesario que, en principio, cualquiera pueda disponer de las herramientas necesarias para hacer una oferta e incorporarse a la competencia. Los recién llegados o mejor aún, la tensión generada por los que innovan para poder incorporarse con la ventaja temporal de la novedad o una mayor eficiencia, es el verdadero motor del modelo.

Sin embargo, en la práctica, el acceso a las grandes cantidades de capital necesarias para producir a bajo coste casi cualquier objeto físico, hacía, hasta hace poco, que sólo pudieran ser competitivos los mercados de bienes muy básicos con muy poco valor añadido -las «commodities»- y, más recientemente, los muy «virtualizados» como el software o los contenidos comercializados a través de Internet. Pero eso también está cambiando.

En navidades del año pasado todos los medios tecnológicos españoles hablaron del GeeksPhone One, el primer «smartphone» hecho en España. El secreto: diseño propio, Android (es decir, software libre de licencia blanda), producción en una factoría china y venta directa a través de Internet. Resultado: 100.000€ de capitalización que fueron asumidos entre tan sólo seis socios. El resultado era más barato que ningún otro smartphone liberado y fue un éxito comercial: en un mes el número de pedidos ya superaba el plan de producción.

Constantemente se hacen públicas ofertas similares en todos los campos, pequeñísimas empresas de dos o tres socios que crean un producto de nicho, lo producen en Asia y lo venden a precios más que competitivos por Internet obteniendo buenos beneficios. Puro capitalismo que viene produciendo y consumiendo sucesivas olas de innovación.

Una dinámica acelerada cada vez más, conforme el principal elemento creativo -el diseño del hardware- se va liberando también. Es lo que en Estados Unidos se llama «the maker revolution»: un nuevo modelo que extiende a los objetos de producción industrial la lógica de producción comunitaria y bajo dominio público del software libre. Desde aperos y máquinas de construcción a teléfonos móviles y ordenadores, de coches eléctricos a libros, un acervo común de conocimiento práctico liberado se convierte en el nuevo gran bien público transnacional, la verdadera infraestructura que permite soñar una nueva promesa para nuestro tiempo: la autonomía productiva de la comunidad real.

Vivimos la «comoditización» de la industria. No de un producto o una gama de productos, sino del hecho de producir industrialmente. Asia se ha convertido en «la impresora 3D del mundo». Y a consecuencia vemos emerger un modelo de empresa pequeña que produce deslocalizadamente para un mercado amplio, rara vez nacional o regional, normalmente global, a través de Internet. Es una nueva escala que queda lejos de la lógica industrial tradicional precisamente porque refleja el increíble desarrollo de la productividad del último medio siglo. En esta cadena, hasta las empresas chinas que manufacturan son realmente pequeñas para los viejos parámetros.

El resultado de la «comoditización» de la industria es la «decomoditización» de los productos: más productos de nicho, porque al final todo lo que no sea nicho es un nicho mal atendido por un producto masivo.

Ahora operemos la agregación que viene: muchas pequeñas empresas más o menos comunitarias, filés, redes de profesionales, industrias locales, cooperativas… se agrupan en pequeños mercados que se interconectan entre si tejiendo una red transnacional y distribuida de comercio e intercambio cultural no controlado ni controlable por nadie. En un principio sirve para vender más y comprar más barato. Les permite crecer. Tan pronto como comienzan a aflorar relaciones de confianza nacidas del intercambio reiterado, la colaboración en la red empieza a producir proyectos conjuntos que se benefician de las diferencias entre los mercados locales en los que cada uno opera. La promesa de la globalización se torna accesible. Otros se dan cuenta de que ofrecer servicios en la misma red, en el propio bazar global es interesante por sí mismo al punto de desarrollar productos específicos. El mercado virtual global empieza a coger cuerpo y ganar autonomía.

En otras palabras, el ADN común de todas estas comunidades reales nacidas de la promesa de las redes distribuidas y la globalización de los pequeños produce un tipo de comportamiento que, al agregarse, incorpora a otros y reconstruye al mismo tiempo el tejido social de mercado y el espacio pluriárquico de la red. La interconexión de economías comunitarias en bazares electrónicos libera un espacio social donde el capitalismo que viene ya no es una expectativa, sino un puntual invitado.

Los futuros que vienen

Hemos comenzado este ensayo intentando comprender las nuevas expectativas abiertas tras la caída del muro de Berlín: redes distribuidas, globalización y, a consecuencia de la confluencia de las dos anteriores, disipación de rentas. Es decir: meritocracia generalizada e innovación permanente.

Vimos luego cómo se expresa la resistencia a asumir las nuevas reglas por aquellos que ven, en la sociedad abierta, un peligro para sus rentas: desde las industrias de la propiedad intelectual a la burocracia o los campesinos hipersubsidiados, pasando por las redes clientelares del estado y los cacicazgos que las articulan. Y, lo que es más importante, cómo esta resistencia no ha sido lo suficientemente potente como para conseguir una regresión al mundo descentralizado, pero sí para frenar el desarrollo de un mundo distribuido organizado sobre ese capitalismo que no acaba de venir del que nos hablaba Juan Urrutia.

El resultado es un impasse en el que lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no acaba de morir, pero en el que las condiciones que harían posible salir adelante se desmoronan: la descomposición. Un fenómeno global que se lleva por delante estados enteros, destruye las bases del mercado y la cohesión social y se alimenta de las zonas de sombra dejadas por un estado cada vez más autoritario, que ha sido capturado por los intereses que más temen la apertura de las reglas de juego.

En otras palabras: la descomposición se manifiesta cuando el capitalismo que viene no tiene fuerza suficiente para imponerse frente a un estado nacional capturado por los sectores que dependen de él para mantenerse, pero el estado nacional -sobrecargado por ellos- tampoco tiene ya fuerza para mantener intactas las bases tradicionales de cohesión social en una globalización controlada.

Para hacer el cuadro aún más desesperanzador, la promesa de las redes distribuidas tampoco se ha desarrollado como nos hubiera gustado. La llamada web 2.0, contemplada en perspectiva, no ha sido sino una regresión hacia formas de socialización centralizadas y controlables, jaleadas por los medios e impulsadas por unas cuantas grandes empresas cuyo objetivo último es asegurar un espacio propietario, a cubierto de los efectos de la disipación de rentas. Las consecuencias culturales de esta contrarrevolución tecnológica son casi inmediatas: la conversación en la red se renacionaliza, el espacio deliberativo distribuido se contrae y la explosión de identidades, agendas y pequeñas economías comunitarias transnacionales se ve puesta en cuestión. El horizonte es aún más oscuro: el estado apuesta cada vez más abiertamente por la destrucción de la neutralidad de la red y la captura, por las operadoras, de su potencialidad global de mercado.

Cuando buscamos qué sujetos colectivos pueden enfrentar este proceso global nos encontramos con que el impacto de las tres promesas sobre las grandes corrientes ideológicas del mundo anterior ha sido insuficiente, cuando no contradictorio: los descendientes globalizados y distribuidos de la derecha y la izquierda del siglo XX siguen atados a una lógica de pensamiento -el universalismo- que sin duda fue muy progresivo en los albores del capitalismo industrial, pero que hoy alimenta la descomposición hasta sus últimas consecuencias.

Finalmente, los nuevos sujetos emergidos de la descomposición son agentes multiplicadores de la descomposición misma: redes como alQaeda, maras y organizaciones criminales transnacionales, se superponen a los apóstoles de un pesimismo generalizado. Incapaces de creer en un futuro nacido de la evolución del status quo, sectores enteros de la sociedad asumen utopías arcaizantes y catastrofistas que rechazan los fundamentos del bienestar.

Es natural que crezca sin parar la desconfianza hacia un estado cada vez más disciplinario, empeñado en defender a sus redes clientelares frente a la sociedad abierta. El rumor social recuerda, cada vez más, a la desanimada mirada de la población rusa durante los años finales del totalitarismo soviético. Hace poco John Robb se planteaba en voz alta19:

¿Qué sistema social, político y económico puede al mismo tiempo protegerte de los excesos de un incontrolable y turbulento sistema global y mejorar tu calidad de vida? Una cosa está clara, los fallidos estados nacionales no son la respuesta. Son meras líneas en un mapa. Muebles en el solar de la economía global. Fáciles de manipular y dar forma a tu gusto si cuentas con el dinero suficiente. Salas de estar de conveniencia para los numerosos okupas que parasitan la economía global.

La difuminación del horizonte del capitalismo que viene y sus consecuencias no han pasado tampoco desapercibidas. Peter Thiel, creador de Paypal y primer accionista de Facebook, afirmaba, en una entrevista para el primer número de 2010 de la revista Wired20, que la enorme innovación del último siglo no se va a mantener sólo por inercia. Aseguraba que, sin el crecimiento fruto de esa innovación continua, las diferencias sociales del capitalismo se tornarán insoportables. Cerraba el mensaje afirmando que el presente parece carecer de un relato sobre el futuro capaz de impulsar el cambio tecnológico y social como lo hicieran la fe en el progreso durante el siglo XIX, la idea del bienestar en la postguerra mundial o la promesa de las redes distribuidas en los noventa.

Thiel y Robb forman parte de una amplia corriente de pensadores tecnófilos que, ante la perspectiva de un desarrollo acelerado de la descomposión durante la crisis económica, vuelven su mirada hacia las comunidades reales nacidas de la socialización en Internet.

Es posible un futuro cercano en el que las presiones sociales de la Segunda Gran Depresión deshollen el contrato social en las democracias occidentales y que la única salida, al menos para aquellos que no queremos permanecer pasivos, sea construir algo nuevo. Una comunidad resiliente que pueda protegernos y mantenernos. Una comunidad que pueda proporcionar prosperidad y un futuro que merezca la pena. Una comunidad que pueda competir con éxito a nivel global al tiempo que protege a sus miembros de la desnaturalización de una mano invisible desatada.21

Cada cual propone distintas fórmulas para la resiliencia, aunque algunos ingredientes, o cuando menos intereses, son recurrentes: conocimiento libre en red, comercio global de inmateriales, producción física en la proximidad. Algunos retornan a una visión territorial de lo local. Surgen grupos como Open Source Ecology, que optan por generar un repositorio de hardware libre para explotaciones rurales: desde tractores a palas excavadoras libres de patentes y construibles a bajo coste.

Otros, como Thiel, siguen pensando en cambiar el mundo, en volver a poner en marcha los motores que impulsan el capitalismo que viene. Pero no encuentran otra herramienta para ello que dar soporte a comunidades transnacionales que se sitúen -literalmente- fuera de los estados22.

Por otro lado, la idea de la filé, nacida en el mundo latoc pero con cada vez más eco en el anglomundo sigue representando algo más sofisticado -transnacional, sostenida sobre una estructura económica democrática y sin otra aspiración territorial que disponer de cómodos espacios de comercio y trabajo en ciudades no demasiado afectadas por la descomposición-, conserva el liberador espíritu mercader de la globalización de los pequeños, mientras mantiene las condiciones necesarias para organizar una economía real sobre una ética hacker del trabajo.

En lo que hoy podemos ver como el testamento político del ciberpunk literario23, Bruce Sterling se planteaba cómo sería un nuevo movimiento político del siglo XXI y remarcaba como

antes que nada este movimiento necesitaría una ideología genuinamente nueva (…) que no necesita parecer política en el sentido tradicional, podría parecer tan tonta y excéntrica como al principio parecía el feminismo. (…) Podría llevarnos algún tiempo darnos cuenta de que los padres del movimiento no son seres estrafalarios, que incluso, han pensado profundamente sus temas y son serios sobre sus cuestiones. Con el paso del tiempo podrían verse ganando importantes discusiones y atrayendo adherentes intelectualmente serios.

Es realmente lo que estamos viendo a partir de todas estas líneas de pensamiento y comunidades que han optado por pensar desde y para la comunidad real. Pensar el mundo desde un conjunto de personas con nombres y apellidos, que siempre estuvo ahí y que podemos procesar y entender sin reducir nuestra razón y nuestros afectos a meras abstracciones, puede parecer tonto, incluso excéntrico, pero tras casi trescientos años de Ilustración, revolución industrial y nacionalismo, suena genuinamente nuevo.

Sterling imagina una estrategia para su platónico movimiento de la Era distribuida que, vista desde casi una década de distancia, resulta casi profética:

Este movimiento debería ser proglobalizador y multilateralista. No le gustaría localizarse en un solo estado nacional, dado que los gobiernos nacionales están severamente limitados y que los llamamientos al patriotismo local son autolimitativos. (…) Este movimiento encontrará sus primeras bases de poder fuera de las naciones: en ciudades, en ONG’s y en empresas globales dentro y fuera del sector lucrativo- en casi cualquier sitio no envenenado por el agotamiento de la política tradicional. (… ) Los muy ricos se ven poco incumbidos por los estados nacionales. Los desposeidos los temen y desconfían de ellos. (…) Si el capital se mueve por el globo y es seguido por una amplia multitud de desarraigados que de alguna manera son representados por ese dinero, podría significar una nueva coalición de fuerzas genuinamente globalizadoras.

Esta estrategia no puede dejar de resultarnos familiar, aunque hoy quizás lo expresaríamos de otra forma. Pero en cualquier caso, más allá de profecías y tendencias, la importancia de todo este magma, cuyo principal elemento en común es la superación del universalismo de la Modernidad, no reside en las formas concretas del futuro que cada una de las comunidades persigue para sí misma.

Como hemos visto, el futuro fue la primera víctima de las redes distribuidas. El futuro como teleología universal, como esperanza igual para todos, ha muerto. Y la descomposición no puede resucitarlo. En su lugar tenemos una multitud de futuros sintéticos, enarbolados por cada comunidad real para si y a su medida. Al menos en esas comunidades que han sabido dotarse de una estructura económica y en las que lo hagan a partir de ahora.

Por el contrario, lo importante está en el ADN común que las une y les revela unos progenitores comunes: las promesas de la globalización y las redes distribuidas. Su tendencia a la interconexión distribuida y a la negación práctica de las fronteras nacionales es, precisamente, la que está dando materialidad a aquellas expectativas abiertas por Internet y la caída de los bloques del siglo XX. El bazar virtual será, sin duda, el futuro particular donde las expectativas pluriárquicas de entonces se harán realidad y el capitalismo que viene no será un nuevo Godot.

Las resistencias de los viejos poderes a la globalización y las redes distribuidas nos han legado el dramático panorama de la descomposición mundializada. Pero, en ese mapa de razones para el pesimismo brillan, oponiendo postmodernidad a descomposición, la reemergencia de la comunidad humana real y la crisis del universalismo. Son algo más que una buena noticia, son los cimientos de un nuevo mundo y con toda seguridad, de unos cuantos futuros que merecen la pena.

Notas

1. The end of History and the last man por Francis Fukuyama en Avon Books, 1992

2. Postwar: A History of Europe Since 1945 por Tony Judt en Penguin Books, 2006.

3. The World Is Flat: A Brief History of the Twenty-First Century por Thomas Friedman en Farrar, Straus and Giroux, 2005

4. On Analyzing the World Distribution of Income por Anthony B. Atkinson y Andrea Brandolini en World Bank Economic Review, 2010

5. Guerras posmodernas, Jesús Pérez Triana en Ediciones El Cobre, 2010.

6. Desarrollada en «El poder de las redes», David de Ugarte en Ediciones El Cobre, 2007.

7. El presidente Estrada de Filipinas se ve obligado a dimitir en 2001 tras la formación de una ciberturba masiva en las calles de Manila madurada en foros y páginas personales y autoconvocada mediante teléfonos móviles. El 13 de marzo de 2004, en la víspera electoral, miles de personas salen a las calles en Madrid y poco después en toda España para protestar contra la manipulación electoral de la información sobre el atentado yihadista de dos días antes. En noviembre de 2005 una serie de acciones de la policía en los barrios marginales parisinos acaban en el levantamiento masivo del banlieu y en la quema de miles de coches durante días. Véase «El poder de las redes», David de Ugarte en Ediciones El Cobre, 2007.

8. Término usado por primera vez por los ensayistas suecos Alexander Bard y Jan Soderqvist para definir el sistema de decisión colectiva de la netocracia. Según estos autores en plurarquía «todo actor individual decide sobre sí mismo, pero carece de la capacidad y de la oportunidad para decidir sobre cualquiera de los demás actores» por ello «hace imposible manterner la noción fundamental de democracia, donde la mayoría decide sobre la minoría cuando se producen diferencias de opinión». Véase: «Netocracy: The New Power Elite and Life After Capitalism» por Alexander Bard y Jan Soderqvis en Reuters-Pearson, 2002.

9. Redes de personas, Internet y la lógica de la abundancia: un paseo por la nueva economía por Juan Urrutia en Ekonomiaz: Revista vasca de economía, ISSN 0213-3865, Nº. 46, 2001, pags. 182-201

10. Publicados secuencialmente en 2004 por el Instituto Flores de Lemus de la Universidad Carlos III en su Boletín Macroeconómico y aparecidos después como «El capitalismo que viene» en la editorial El Cobre, 2008.

11. Cómo salir de la crisis: Cinco propuestas para enfrentar el cambio de sistema productivo desde la internacionalización por Josu Ugarte en El Arte de las Cosas, 2010.

12. The Web Is Dead. Long Live the Internet por Chris Anderson y Michael Wolff en el número de Wired de septiembre de 2010

13. Idea desarrollada en «De las naciones a las redes» por David de Ugarte, Enrique Gómez, Pere Quintana y Arnau Fuentes en Ediciones el Cobre, 2008.

14. Filés: Democracia económica en el siglo de las redes por David de Ugarte en Ediciones el Cobre, 2009.

15. Tú crees que digo que Irlanda es importante porque le pertenezco… pero Irlanda es importante porque me pertenece a mí

16. Co-Evolution of neocortex size, group size an language in humans, por R.I.M. Dunbar en el Human Evolutionary Biology Research Group, Department of Anthropology, University College London, disponible en http://www.bbsonline.org/documents/a/00/00/05/65/bbs00000565-00/bbs.dunbar.html, véase también «Filés: Democracia económica en el siglo de las redes» por David de Ugarte en Ediciones el Cobre, 2009.

17. The Science of Fear: How the Culture of Fear Manipulates Your Brain por Daniel Gardner en Penguin, 2009.

18 John Robb es autor del conocido ensayo Brave New War (John Willey & sons, 2007) y del blog Global Guerrillas (http://globalguerrillas.typepad.com). Tras años como analista de conflictos y colaboraciones ocasionales en grandes medios estadounidenses como el Washington Post, Robb ha consolidado una audiencia de decenas de miles de lectores. Profundamente tecnófilo -él mismo diseña software comercial y ha fundado e invertido en varias empresas tecnológicas- lleva más de dos años centrando progresivamente su discurso en la construcción de comunidades resilientes.

19. John Robb en «Central Question of 21st Century Governance» en su blog Global Guerrillas, 4 de enero de 2010. http://globalguerrillas.typepad.com/globalguerrillas/2010/01/journal-central-question-of-21st-century-governance.html

20. Utopian Pessimist Calls on Radical Tech to Save Economy por Gary Wolf en Wired, enero 2010. Disponible en http://www.wired.com/magazine/2010/01/st_thiel/

21. John Robb en su blog Global Guerrillas, 14 de septiembre de 2010. http://globalguerrillas.typepad.com/globalguerrillas/2010/09/journal-d2-update.html

22. Thiel impulsa el proyecto Seasteding (http://seasteading.org/). La idea política de fondo, deudora en muchas referencias del viejo ciberpunk literario, es que sólo la existencia notoria de una pléyade de filés y comunidades reales con modelos económicos propios y establecidas en aguas internacionales, obligaría a los estados a competir en su oferta de libertades, recuperándose así el clima social que la innovación necesita.

23. Tomorrow Now: Envisioning the Next Fifty Years por Bruce Sterling en Random House, 2002

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