domingo, 19 de abril de 2009

ENTREVISTA A GUILLERMO O’DONNELL Por Jorge Fontevecchia

“En los 70 hubo un criminal maniqueísmo. Creí que había concluido con la democracia, pero ahora está reapareciendo "

Es el académico argentino en ciencias políticas más reconocido en el exterior y vuelve a vivir a su patria tras treinta años de enseñar en las principales universidades del mundo. Sin compromisos con el aquí y ahora, dice que al kirchnerismo “le conviene resucitar fantasmas y polarizar en un execrable odio todo aquello que se le opone”. Y que el primer Perón “no fue democrático”. Desde hace más de quince años su especialidad es el cesarismo, las democracias delegativas y decisionistas. Vino al lugar justo para su estudio.
—¿Qué hace uno de los mayores politólogos del mundo, premio de la Asociación Internacional de Ciencia Política, ex presidente de esa asociación, uno de los intelectuales argentinos más respetados en el exterior, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Yale, miembro de la Academia Norteamericana de Artes y Ciencias, profesor e investigador de universidades como las de California, Stanford, Oxford, Cambridge y Notre Dame, entre varias otras, qué hace –repito– una persona así, volviendo a los 73 años a vivir a la Argentina después de décadas viviendo en el exterior?
—Mi mujer y yo hemos estado volviendo a la Argentina, desde hace 15 años, dos meses por año. Mantuvimos el contacto con la familia, amigos, colegas, y siempre muy prendidos con la Argentina. Pero a los 73 años hay cosas más imprescindibles, como la familia y los amigos, y uno se pregunta dónde prefiere morirse. De manera que estamos de vuelta.

—Imagino que habrá lectores a quienes su apellido sólo les suene por su hermano Pacho O’Donnell o por sus hijos periodistas: María O’Donnell y Santiago O’Donnell. ¿No teme, tras tantos años fuera del país, como le sucede a Mario Bunge, por ejemplo, ser más valorado en el exterior que en la Argentina?

—En defensa mía, le diría que he escrito muchas cosas en muchos lados, pero no son más que una obsesionada reflexión sobre la Argentina. Todos mis trabajos han sido este intento obsesionado de tratar de entender nuestro país. Hay muchas maneras de estar afuera, y la mía y la de mi mujer ha sido esa, lo cual, en parte, también explica este regreso permanente.

—¿Cuántos meses lleva en la Argentina?

—Cinco, más o menos.

—Va a ser interesante cuando lo vuelva a entrevistar dentro de un tiempo. Hay una frase que se utiliza entre los periodistas, que dice que si uno es corresponsal en un lugar, al año cree que sabe todo. Si lo dejan dos años, empieza a descubrir que hay algunas cosas que no sabe, y si se queda tres o cuatro, no sólo se da cuenta de que hay mucho que no sabe, sino también que nunca lo va a saber.

—Me está poniendo inseguro porque de cualquier cosa que diga de la Argentina va a quedar la duda de si sé en serio.

—Por el contrario. La cercanía genera cierta miopía, como la que tenemos los periodistas tan cerca de los políticos, y distorsiones. En cambio la distancia permite observar el panorama.

—Hay un sano relativismo: nunca hay un punto de vista privilegiado, tanto el cercano como el lejano tienen sus pros y sus contras.

—La primera de sus obras que se convirtió en libro de estudio clásico en ciencias políticas fue “El Estado burocrático autoritario”. Por estar escrito en 1982, usted ponía énfasis en el papel de las Fuerzas Armadas en la formación de ese Estado burocrático autoritario, pero luego, a lo largo de los años, en todos sus reportajes también continuó colocando a la dictadura y a su primer ministro de Economía, Martínez de Hoz, como la explicación y el punto de inflexión del continuo empobrecimiento argentino. Kirchner, Duhalde y Alfonsín coinciden con esa visión, que es muy popular en la Argentina. Pero aprovechando su profundidad intelectual me gustaría animarnos a ser políticamente incorrectos y tratar de extender esas responsabilidades no sólo a los ex represores. Por ejemplo: ¿por qué Chile, con una dictadura no menos autoritaria, que aplicó políticas igual o más conservadoras o neoliberales y que además no se interrumpieron con los gobiernos democráticos, sino que continuaron, pasó de tener un producto per cápita de la mitad del argentino en 1976 a uno superior en la actualidad?

—Ese libro lo terminé en 1977, pero no lo pude publicar hasta finales de 1982, por obvias razones. Hasta entonces era impublicable. Creo que hubo un par de cosas importantes. La clandestinización del Estado tuvo un efecto corrosivo terrible, porque no hay negación más profunda de lo público del Estado que un Estado que se clandestiniza. Tuvo corrosión hacia el interior de las Fuerzas Armadas, desarticuló al Estado y se juntó con una política, en el caso de Martínez de Hoz, estrictamente regional, el sueño de volver a una Argentina agropastoral que ya no existía. En el caso de Pinochet, primero fueron tiranos más inteligentes; segundo, asumieron los costos de represión abierta, que no los corroyó de la misma manera, y tercero, las políticas siguieron la línea de desarrollo anterior. Por ejemplo: Pinochet nunca privatizó el cobre, al contrario, fue una fundamental fuente de divisas para su gobierno y que después aprovecharon los gobiernos subsiguientes.

—La dictadura argentina tampoco privatizó YPF.

—Sí, pero YPF ya tenía déficit, estaba muy mal administrada, y el cobre siguió dando beneficios muy grandes. Se dieron una serie de circunstancias que alcanzan a explicar estas diferencias. Recordemos que a la salida de Pinochet, la situación económica en Chile era todavía mala. Ahí realmente asume en Chile una coalición que gobierna muy bien, sin picanas, que se toma en serio las cosas y que no intenta establecer cortes abruptos con algunas líneas económicas.

—Los militares, por ser empleados del Estado, en todo el mundo siempre fueron estatistas; si el Estado administraba mejor en Chile y aquí no, si allí no quisieron ocultar la represión y aquí sí, treinta años después –aunque en incomparable situación– Moreno hace lo mismo con el INDEC; si luego la democracia chilena que asumió fue más eficaz que la de aquí, y podríamos seguir... en lugar de contentarnos asignándole nuestra decadencia a la dictadura, ¿no deberíamos reflexionar sobre nuestra matriz antropológica, que une tanto a los gobiernos democráticos como militares?

—Dos temas. El puntual es que Chile siempre tuvo un mejor Estado. La posibilidad de estar en un Estado que funciona, donde los carabineros no son coimeros, creo que da un instrumento para cualquier gobierno, que en la Argentina nos hemos dedicado a destruir sistemáticamente. Contesto lo segundo: en la Argentina hay un problema de concepción de qué es el poder, qué es la autoridad. Estoy de acuerdo con que sería ridículo encontrar un culpable, pero sí quiero rescatar que hay períodos (Menem-Cavallo-Roque Fernández) que ampliaron mucho la pobreza y la desigualdad. Hubo ciertos momentos históricos en los que las decisiones que se tomaron acentuaron seriamente esto. Si bien no se debe culpar a uno solo, tampoco se debe exculpar.

—Otro tema políticamente incorrecto, y por tanto poco abordado en las causas de la pobreza, es el de la migración. En la Ciudad de Buenos Aires, durante los cinco años de presidencias kirchneristas, se duplicó la cantidad de personas que viven en villas miserias. Nadie podría sostener que la pobreza en el país se duplicó en el último lustro, sino que se produjo un flujo inmigratorio que no pudo ser absorbido. Hace tres décadas muchos ciudadanos chilenos migraban a la Argentina; ese desplazamiento se extinguió porque Chile mejoró, pero ese no es el caso de Bolivia, Paraguay y, hasta no hace mucho, Perú. Al no existir barreras, ¿no es lógico que la gente se desplace al lugar donde imagina tener mejores posibilidades?

—La Argentina es un país que no tiene fronteras para el tráfico de drogas, para introducir las cosas más espectaculares de manera ilegal, y tampoco tiene fronteras razonables para regular el tránsito de las personas. Se podría debatir democráticamente en el Congreso. El tránsito de personas a través de fronteras es un derecho humano. Lo que no es un derecho es la residencia ilegal. Creo que hace falta una discusión y un proceso democrático serio con gente que conozca del tema, y no que reaccione emocionalmente, para producir una cortina que todo Estado tiene que tener.

—Volviendo a la “matriz antropológica” para comprender nuestro retraso, en un texto suyo de la Universidad de Notre Dame, titulado “Accountability horizontal”, se refiere al diferente peso relativo del componente liberal, republicano y democrático que tienen los distintos países: en Estados Unidos, los componentes liberal y republicano son más fuertes que el democrático; en Francia, los componentes fuertes son el democrático y el republicano y sólo el liberal es débil, mientras que en países como la Argentina los componentes tanto liberal como republicano son débiles y el democrático no es especialmente fuerte, pero sí lo es comparado con los otros dos. ¿Cómo es por un lado en España e Italia, y por otro, en Chile y Brasil?

—Le agradezco la lectura. Creo que en la Argentina hay una tradición muy acelerada de lo que yo llamo democracia delegativa. Comenzada por el yrigoyenismo, continuada en forma poco democrática por el peronismo y seguida luego por Menem y hoy, claramente, por los Kirchner. Es la idea de que es democrático en el sentido que gobierna quien es electo en elecciones que son relativamente libres. El componente republicano le agregaría, pero eso se junta con una serie de controles, accountabilities, a través de los cuales el Ejecutivo es controlado y el circuito del poder pasa por una serie de instituciones. El componente liberal incluye el hecho de que esos resguardos ocurren y se dan para extender a través de la información no sólo derechos políticos, sino también civiles, una serie derechos de garantías. Aquí, una vez que al presidente lo votaron, tiene todo el derecho del mundo y el deber de hacer lo que mejor le parece. Por lo tanto, como la democracia delegativa tiene esa visión, cualquier poder que intente controlarlo es una molestia que tiene que ser eliminada. Esa es la visión negativa de la democracia donde hay casi cero componentes republicanos y casi cero liberales. En general, las democracias parlamentarias europeas, como Francia y España, tienen un componente democrático y republicano importante. Y también tienen una tradición fuerte de existencia de las libertades.

—¿Y la herencia de la España de Franco, hasta 1978, o la de la Italia de Mussolini en Italia?

—Mussolini llega por un putsch no electoral, impone una mayoría ficticia en el Parlamento, suprime todas las libertades. Con excepción de Perón, que no fue democrático, los demás han mantenido…

—¿El primer Perón no fue democrático?

—Fue una conexión de negativa cesarista que rápidamente dejó de ser cesarista porque pugnó por libertades fundamentales.

—¿Hay un componente no democrático que heredamos del corporativismo italiano y constituye nuestra matriz autoritaria y movimientista?

—Estar hablando con Fontevecchia (N.d.R.: apellido italiano) me exime de fundamentar por qué estoy en desacuerdo con eso. Las poblaciones van adquiriendo historia en el transcurso de cada país.

—¿Se independizan de su origen?

—Aparece constituido socialmente con las circunstancias políticas. Uno puede hacer comparaciones, pero no están determinados por ese tipo de razones convencionales. Hay razones más políticas, más históricas que ayudan a explicar. Además, no son inamovibles. Brasil tiene una tradición movimientista; Vargas, otro que no fue democrático; Collor intentó hacer un experimento claramente delegativo. Pero después, la buena producción política. Cardoso reconduce la cosa hacia mecanismos que son claramente de democracia representativa. No hay nada que esté inscripto indeleblemente en ningún país. La política puede cambiar, y el desafío de la Argentina hoy es si puede cambiarlo.

—¿Hay cuestiones históricas estructurales muy difíciles de cambiar?

—La historia tiene un peso enorme, pero estas cosas pueden ser cambiables. Por eso estamos haciendo lo que hacemos, alguna esperanza nos tiene que quedar. Esta concepción delegativa (actual) ahora se mezcla con los 60 o los 70. En los 60 y 70 hubo un criminal maniqueísmo. Por un lado, los Montoneros y sus aliados, y por el otro, la Triple A y sus ideólogos: una visión maniquea en la que todo el bien está de un lado y todo el mal del otro. El otro entiende cualquier cosa que yo haga como un acto de agresión vital. Eso lanzó esta dialéctica de la aniquilación. El país queda polarizado. Nosotros recordaremos años en los cuales estábamos capturados en medio de un combate terrible, sin estar en ningún bando, con voces acalladas. Esta visión maniquea creí que se había extinguido con la democracia, y me parece que está reapareciendo de manera que puede llegar a producir daños terribles a este país. Esta es mi gran preocupación actual. Es muy riesgoso.

—En la España de Franco esa nación poseída por la dialéctica de la muerte no mató a 30 mil ciudadanos sino a un millón; fue la mitad de un lado y la mitad del otro, se mataban entre familiares. Sin embargo, pudieron superar esa dialéctica. No se puede decir que Chile no estuvo preñado de la misma locura en los años 70; Sudáfrica es un ejemplo diferente pero igualmente desgarrador. Si estos países pudieron superar sus traumas y nosotros no, ¿no será porque estamos sobredimensionando las consecuencias que en el presente tiene aquel pasado?

—En Madrid fui a un acto en una plaza donde el Comité Central del Partido Comunista español anunció con altavoces que habían aceptado una serie de condiciones, y a partir de ese momento todos los españoles iban a usar la bandera española, que era la bandera franquista. Yo los vi llorar, pero aceptar el precio para reconstituir la posibilidad de vivir juntos. Se abrazaban llorando. En este momento, no es tanta la vigencia de las banderas, sino la resurrección de visiones maniqueas. Desgraciadamente, los Kirchner y sus seguidores tienen una visión maniquea: todo aquel que está del otro lado es canalla, o es el idiota útil de los otros. En esa lógica, donde quien porta esa visión tiene la misión sagrada, el deber de llevar adelante el proyecto que él sabe que es lo mejor para el país, éste no tiene límites.

—La etimología de resentir es autoexplicativa: re siente el pasado. Vive el pasado como si estuviera sucediendo hoy; el inconsciente es atemporal, decía Freud.

—Exactamente. Ahora no me quedan dudas de que estamos frente a un elenco gobernante muy pequeño que está convencido de que tiene una misión casi sagrada a cumplir, y que por lo tanto le conviene resucitar fantasmas y polarizar en un execrable odio todo aquello que se le opone. Es una técnica que implica varias cosas: quien está convencido de que tiene esta misión no tiene aliados, sólo tiene seguidores o súbditos que son piezas a usar según la necesidad; a quien es el portador de esa causa, y para el cual vale todo, no le importa acarrear tras de sí gente despreciable, porque ellos también son elementos favorables a la famosa relación de fuerza.Tampoco importan entonces las alianzas. Para el tipo de política que anunció muy provisoriamente Kirchner, obviamente, hacían falta alianzas, la famosa transversalidad, pero para esta lógica de poder no hay aliados posibles, sólo súbditos o colaboradores. No me sorprende que esta lógica haya dado por destruida la transversalidad, y haya tenido que refugiarse en el lugar donde cuenta con la posibilidad de adquirir súbditos. Por otro lado, el problema con los súbditos es el mismo que tenían los reyes absolutos, que no eran tan absolutos, porque tenían dos problemas. Uno, lidiar con los remanentes de los señores feudales, cuya lealtad era siempre condicional, dependía de relaciones de fuerza, pero les hacían falta porque si no, no gobernaban el territorio. Segundo, ya que esos súbditos son desconfiables, hay que crear una corte chica. Cortesanos que son incondicionales, que hacen los mandados y que es gente que tiene una gran ventaja para el rey absoluto: dependen totalmente de él. Sin él no tienen futuro, no tienen nada. Esa gente tampoco es muy confiable, porque como está en una situación humillante en su gestión va a ser muy oportunista. El rey absoluto se rodea de desconfianza y se achica. El rey mueve piezas, por ejemplo, a la reina, pieza importantísima. Pero, finalmente, la función de la reina es proteger al rey, incluso si para ello es necesario que ella misma caiga. Hay una lógica de poder; una vez concebido así, hay que imponerla, por un lado, destituyendo al otro y, por el otro, subordinando. No tener herederos complica: hay que negociar, discutir la división de las cosas, y los subordinados a los que se va reemplazando. En ese contexto, perder una elección es una tragedia insoportable porque no es más el mecanismo normal de una democracia representativa de intercambio de gobierno, sino un síntoma de fracaso de esa causa noble. Por eso, no se pueden perder elecciones, y hay que hacer todo lo posible por no perderlas. Hemos llegado a ese punto.

—Perder una elección, ¿qué significaría?

—Si estoy convencido de que soy portador de una causa sagrada, de que yo la conozco y alguna gente de buena fe la comparte, y tengo la suerte comprobada mil veces… ese perder es el fracaso del proyecto que va a salvar a la Nación. Ahí está el lado del cesarismo en el cual aquello otro que amenaza derrocarme es la antipatria, el triunfo de los peores intereses.

—Si se pierde una elección ¿vale una revolución?

—Es una tragedia. No sé qué van a hacer porque está fuera de la lógica del ejercicio del poder. Y la gran pregunta es, si esta elección no es favorable al Gobierno, qué va a pasar sobre todo en el lapso que media entre un Congreso y el próximo. Es muy preocupante. Lo notable es que a través de esta mentalidad delegativa, cesarista, creamos situaciones, y después, cada tantos años, llegamos al límite con amenaza de catástrofe, y no logramos lo que, por ejemplo, hoy lograron en Chile, Brasil, Uruguay: una cierta normalidad en la política.

—Las instituciones son redes.

—Estos sistemas son intrínsecamente antiinstitucionales; las instituciones entorpecen, demoran.

—En reflexiones sobre las cuatro dimensiones del Estado, mencionó la de ser “un foco de identidad colectiva”, construir un “nosotros”. Kirchner, si lo miráramos históricamente dentro de cien años, ¿nos resultaría coherente como una continuidad de la Argentina movimientista de Yrigoyen, de Perón?

—Yrigoyen fue mucho más democrático que los peronistas. La Argentina no tiene una historia pacificada, todavía nos seguimos peleando ardorosamente. Si observamos otros países que tuvieron más éxito, vemos que han hecho acuerdos, pero no constituyen identidades duras, sino pacificables. Brasil tiene una historia pacificada; Chile y Uruguay la están logrando. Hemos visto en los últimos años intentos de reavivar fervorosamente cosas que podrían haberse llevado de manera normal por vías judiciales o institucionales. Seguimos alimentándolas muy fuertemente por intereses, ideologías.

—La violencia real de Videla, como arquetipo de la dictadura, y la violencia simbólica de Kirchner, ¿no son resultado de una misma identidad agresiva?

—La violencia de Videla fue un pico increíble. Lo de Kirchner es violencia verbal que no incita directamente a la violencia física; tiene un estilo muy agresivo y polarizante, pero de ahí a la violencia hay una instancia. El kirchnerismo corporiza hoy esta concepción delegativa, movimientista, cesarista, y esto tiene raíces muy profundas y muy viejas. Hay un cierto sentido común que acepta que quien gana tiene derecho a mandar y que le importa poco la institucionalidad, la legalidad. Ahí tenemos mucho trabajo por hacer, y lo estamos haciendo. En cuanto a Videla, y había civiles, creo que empezaron una lógica de matanza en ambos lados.

—Para reconciliar, ¿no es necesario decir que en el ’76 muchos argentinos pedían que los militares se hicieran cargo del gobierno, y también aceptar que Kirchner representa un estilo nacional y no es hijo de un repollo?

—Estoy de acuerdo. Hay una violencia en la sociedad que se expresa de distintas maneras, como, por ejemplo, la violencia de ciertos comportamientos. Con respecto al ’76, sí había un hastío y un miedo a esa violencia que parecía incontenible y que se aparecía por todos lados. Bombas, asesinatos, muertes, autos anónimos... Creo que ahí aparece el tema de Hobbes, establecer a toda costa un poder en que el miedo es el fundamento, y dice: “Yo acá vengo por el orden”. Es cierto que en ese momento buena parte del país recibió con alivio la noticia. No creo que haya querido las crueldades clandestinas, pero que era un momento hobbesiano, lo era.

—En “Estado burocrático-autoritario” se refirió a cinco tipos básicos de crisis y dos de agudización. El cuarto nivel era el de crisis económica para “poner en su lugar” a las clases trabajadoras y medias cuando los beneficios obtenidos por los trabajadores redujeron la acumulación de capital hasta el punto de ser las empresas poco rentables. Eso sucedió en la crisis de 2001 que desembocó en la megadevaluación que, reduciendo los salarios reales, devolvió a muchas empresas altas tasas de rentabilidad. ¿Cómo concilia esa realidad con la percepción muy popular hoy sobre que en la convertibilidad los trabajadores fueron perjudicados?

—Fue un momento hobbesiano también, no de violencia, pero de reclamo generalizado de que volviera a haber un Estado. Eso creo que fue la llegada de Kirchner, que comenzó a ejercer el poder y la sensación de alivio que eso generó le dio un sustento que dura hasta hoy. Apareció de vuelta quien pusiera cierto orden.

—¿Con los militares se pedía orden frente a la violencia física; con Kirchner, orden frente a la violencia económica?

—Y que devuelva la sociedad a la normalidad. Hay que recordar cuánto se interrumpió en la vida cotidiana de los argentinos durante las hiperinflaciones o en épocas de matanzas generalizadas. No se sabía cuánto iba a costar una manzana mañana, y los que teníamos alguna figura pública no sabíamos quién nos iba a matar. Con unos amigos hacíamos el chiste macabro de que el derecho humano que había que agregar a la lista era saber quién te va a buscar. Esas interrupciones brutales crean esta demanda de reconstrucción de poder de una manera muy violenta en 1976 y la forma no perversa ni violenta con la aparición de un poder que, más o menos, empezó a ordenar hechos cotidianos o socioeconómicos que eran intolerables.

—1976 y 2002...

—... fueron dos situaciones hobbesianas, donde hay una demanda de Estado, de que se reconstituya el poder público. ¿Cuántas de estas situaciones nos han marcado? Estas son cicatrices que quedan, aunque nosotros mismos no seamos muy conscientes. Somos una sociedad con muchas cicatrices.

—La misma generación aquí tuvo las dos, mientras que los españoles tuvieron una sola.

—Y muy atrás en el tiempo.

—Está muy arraigada la idea de que la convertibilidad castigó a la clase trabajadora. Puesto en perspectiva, ¿no fue al revés, que el problema es que no pudo incluirla a toda, pero a la porción de la clase trabajadora que incluía la benefició y lo que sucedió en 2002 fue que los salarios reales se redujeron a la mitad permitiendo también que el desempleo se reduzca a la mitad?

—La Argentina es uno de los países de América latina donde más ha crecido el sector informal en los últimos veinte años; en otros países ha disminuido. Esto tiene consecuencias sociales y políticas enormes, entre ellas, el gran negocio que es la pobreza para ciertos políticos. Es cierto, la devaluación tendió a disminuir los salarios, y por un lado ayudó a activar la economía, se crearon muchos empleos, formales e informales. Lo que no se logró, y creo que se intentó muy poco, es formalizar el trabajo. No hubo una política seria para pasar al sector formal a esas grandes masas que fueron las que generaron las crisis y las políticas, insisto, primero de los militares y luego de Menem.

—Ya la década pasada, con llamados a elecciones en países de Europa del Este y previamente en Latinoamérica, antes gobernados por dictaduras, usted desarrolló el concepto de democracias delegativas, donde sólo se cumplía el “accountability” vertical de penar a los gobernantes con el voto cada equis cantidad de años, pero no con el “accountability” horizontal, que se realiza de forma permanente y no sólo en el momento de elecciones, a través de una verdadera división de poderes, del funcionamiento no sólo formal de los organismos de control y auditoría, la estricta separación de lo público y lo privado. ¿Cómo hizo Kirchner para, al principio de su gestión, conseguir su apoyo, siendo usted un especialista en democracias débiles y habiendo Kirchner llevado al paroxismo su encuadramiento de gobierno decisionista?

—A mí nunca me sedujo Kirchner. Jamás he ocupado ni pensé ocupar ningún cargo en su gobierno, siempre he sido un observador escéptico. Entre mis numerosos pecados no está el de haber sido seducido por el kirchnerismo de ninguna manera. He tenido discusiones fervorosas con amigos y colegas que se han mostrado muy entusiasmados con el kirchnerismo.

—¿Por ejemplo Horacio Verbitsky, quien me contó que Ud. presentará su libro en la Feria del Libro?

—Va a ser un gran libro histórico, tengo gran respeto por su obra, le ha aportado a la historia argentina de manera fundamental. Un desacuerdo político no implica que uno no respete la obra de la otra persona. Es importante marcar las fronteras legítimas de la independencia personal, como hace usted, como hago yo. A mí me gustaron algunas primeras medidas, el movimiento inicial de reactivación de la economía. Tuve mis dudas, pero me pareció importante esta actitud inicial frente al Fondo, porque la insolencia y el daño que le causó el Fondo a la Argentina justificaban un tema de restauración nacional. Me gustó también la idea de un desarrollo más industrialista, de un desarrollo del empleo. Todo eso empezó muy bien. Al mismo tiempo, veía síntomas negativos muy fuertes que hicieron que en ningún momento lo apoyara. Hasta ahora quise reflejar algunos beneficios de la duda, sobre todo después de que Cristina en su campaña prometió volver a las instituciones, una democracia más participativa. Me parecía irresponsable lanzarme a una crítica que no tuviera en cuenta las posibilidades.

—Usted ya definía como uno de los síntomas de estas democracias débiles al cesarismo y el plebiscitarismo hace años, y ahora al regreso a su patria se encuentra con que el oficialismo propone practicarlo en extremo en las elecciones colocando a las cabezas de los Poderes Ejecutivos del principal distrito electoral como candidatos a un Poder Legislativo, y avisan que no asumirán para así plebiscitar su gestión.

—Le digo algo más. Lo central de una concepción delegativa de poder es que los controles molestan, el voto material del pueblo me da derecho a hacer lo que a mí me parece mejor para el país.

—El fin justifica los medios.

—La concepción justifica los medios.

—¿Eso mismo pensaban los militares?

—Por supuesto. Esas visiones mesiánicas, polarizantes, maniqueas no son privilegios del delegativo: corresponden a muchos. La característica del delegativo es que es electo democráticamente. El establecimiento de una mayoría oficialista en el Consejo de la Magistratura me parece gravísimo y creo que desdibuja el mérito de la Corte que nombraron. La anulación del control, los intentos de amordazar a los organismos de control. Con los fondos de las AFJP hubo una solemne promesa de crear una comisión de control constituida por diferentes sectores sociales: ni siquiera se ha constituido formalmente, lo que implica que esos fondos enormes están sin ningún control público. Esas cosas sumadas apuntan a una discrecionalidad del poder que es una característica de las democracias delegativas “exitosas”. Consecuencias: sociedades complejas, muy diversificadas, tiene un creciente costo de percepción de la arbitrariedad. Esto también se expresa en que este poder no puede perder elecciones porque sería el fracaso de la Nación. Por eso, esta idea de las candidaturas testimoniales es consistente, pero rompe incluso la lógica democrática, porque republicana o no, liberal o no, se supone que en un mecanismo democrático los ciudadanos votamos a partidos y personas que queremos que integren la función para la cual sean elegidos, como condición fundamental para que tenga sentido el voto. Esta desvirtuación no sé si es ilegal, pero es profundamente violadora de una cosa tan fundamental como es el voto en la democracia. Esto puede llevar a la muerte lenta de la democracia. Nuestras democracias difícilmente mueran por un espectacular golpe de Estado, pero también mueren lentamente.

—Donde los derechos no se pierdan de derecho sino de hecho.

—De desuso.

—Que ni siquiera se proteste.

—O que se proteste mucho, pero sin dirección. Y creo que en esta Argentina nuestra el riesgo de que la democracia muera lentamente es muy fuerte. Un día uno se despierta y se da cuenta de que la democracia ya no está.

—Otros ejemplos de la caracterización de cesarismo, que usted prefiere al uso de la palabra populismo, es el líder que se siente la encarnación de los verdaderos intereses de la Nación y ve en las instituciones un obstáculo; en el Parlamento, una demora; y en un Poder Judicial independiente, una molestia. ¿El diagnóstico que hizo hace una década se aplica perfectamente a la actualidad?

—Sí, claramente. Gracias. Este tipo de valoración se aplica bastante rigurosamente al caso que nos preocupa, porque está muy presente en ellos la idea de que son los que saben qué es bueno para nosotros. Y los que están en desacuerdo son la antipatria, la canallada.

—¿Por qué prefiere decir cesarismo en vez de populismo?

—El populismo es una teoría bastante más amplia que está demasiado contaminada por las distintas visiones. Es un término demasiado ambivalente.

—Puede ser populista una dictadura sin elecciones. Ahora, ¿cómo se hace para ser cesarista a través de un sistema de elección popular si no se es populista? ¿Un cesarista votado no tiene que ser obligadamente populista?

—En todo cesarismo hay un componente populista. Pero éste es un problema de índole semántico. El populismo está tan contaminado… que prefiero no usarlo.

—¿Cuáles son sus diferencias con la visión de Laclau sobre el populismo?

—El populismo tiene históricamente entre las naciones latinoamericanas un componente de apelación a la activación política de un sector popular postergado. Es una apelación vertical a través de la cual el líder populista quiere constituir ese pueblo con muy poca autonomía, porque hay una relación muy personal y muy directa entre el líder y ese pueblo dislocado sin mediación institucional. Es un gobierno antiinstitucionalista. Y a partir de eso el populismo ha logrado ser exitoso y producir cambios importantes, por ejemplo, en la Argentina. Entonces para mí, el populismo es una forma política. Para Laclau, en cambio, el populismo es un componente necesario y permanente de la política. Y no estoy de acuerdo con eso.

—Hay una injusticia que resolver para una clase mayoritaria que está postergada.

—Más que de una clase, diría de un pueblo, porque el populismo tiene esa cosa de no ser una apelación a una clase, sino a un pueblo que es un conglomerado de clases y sectores. Justamente, la ventaja del populismo es la de ser una apelación diferenciada a un pueblo postergado, sometido y desconocido al cual quiere movilizar políticamente. Ahora, también puede venir por derecha esto. El cesarismo puede no ser populista en el sentido que estoy hablando. Puede ser cesarismo mussoliniano, digamos.

—Pero para ser elegido por el voto popular, necesariamente tiene que ser populista.

—No necesariamente. Para hablar de cesarismo, tomo el caso de Mussolini, que fue electo y reelecto por una clase media muy alienada. El gran éxito de Mussolini, al ejercer un populismo de derecha, fue el volverse enemigo de una clase obrera marxista y revolucionaria. Y contra ese enemigo, encontró el apoyo de una clase media y un sector agrario muy de derecha. El cesarismo no necesariamente es populista en el sentido que yo lo uso. Claro que todo populismo que quiera ganar va a tener que ir a elecciones y alcanzar la mayoría de votos.

—¿Podríamos decir que si hay crisis hay cesarismo?

—Si hay crisis, hay tendencia a producir soluciones que pueden ser cesaristas o no. La crisis del ’76 no se resuelve cesarísticamente. La crisis es una invitación a producir hechos políticos que prometen la reconstitución de un estado primario. El ’76 no fue una política cesarista: era una política que no buscaba movilizar, sino desmovilizar. En otras crisis, el cesarismo más democrático intenta movilizar sectores para que lo apoyen en su intento de reconstitución de un orden.

—Usted dijo: “Es muy cómodo tener un Congreso que diga a todo que sí porque los costos no son visibles a corto plazo”. ¿Se podría decir que el cesarismo es también cortoplacista?

—Lo que pasa en el Congreso es paradigmático. Todavía no asumió su función propia de legislador (votando proyectos propios y no rechazando o aceptando los del Ejecutivo). En los países que conozco, cuando se habla del gobierno, se habla del Ejecutivo, del Legislativo y a veces también del Judicial. En la Argentina, en cambio, cuando se habla del gobierno, se habla del Ejecutivo. Leemos: “El gobierno mandó al Congreso un proyecto de ley”. Esta expresión está resumiendo perfectamente esta concepción histórica profundamente delegativa y mayoritaria que recorre al país. El día que el gobierno no sea sólo el Ejecutivo vamos a tener una democracia.

—¿La emergencia no hace a los ciudadanos temporalmente proclives a maximizar la efectividad a costa de minimizar la transparencia? ¿No hay una relación entre la violencia y la velocidad?

—Cuando la crisis llega a la textura de la sociedad, se genera la demanda de que aparezca algún poder que restituya cierto orden.

—¿No se reclama, además, que el orden se restituya rápido?

—Claro, el poder tiene que ser rápido y efectivo. El tema es que si esa política es medianamente exitosa a corto plazo, no puede continuarla en el largo plazo. Entonces, como al mismo tiempo es adversaria de las instituciones, se encierra sobre sí misma, y la continuidad de aquello que funcionó termina siendo fatal.

—¿Kirchner no comprendió que a un De la Rúa que huía en helicóptero le seguiría un tiempo en el que la sociedad estaría dispuesta a conceder poderes extraordinarios, pero que con la solución de la crisis, inevitablemente, esos poderes extraordinarios no iban a continuar siendo tolerados?

—Los poderes extraordinarios, que son una delegación terrible, son un invento Menem-Cavallo. De ahí, expresando las tendencias sociales, nunca se tocaron…, a pesar de que la actual presidenta haya sido una opositora a estos poderes. Es otra encarnación de una representación delegativa. Como el Congreso molesta, se delegan los poderes y uno gobierna como quiere.

—La dictadura, Menem o Kirchner, todos los ciclos fundacionales asumen con poderes extraordinarios. Lo que no alcanzan a comprender tanto los dictadores como los cesaristas es que estos poderes no son eternos.

—Hay un detalle que es muy cierto. Si yo soy presidente, ¿por qué demonios voy a prescindir de estos poderes? Es un instrumento fantástico para no andar tropezando con las otras instituciones. Cuando llegan las crisis, ese poder se ha alienado tanto y ha creado tantos rencores y ha despreciado tanto a las instituciones que si bien sería el momento ideal para utilizarlo, ya no se tiene o genera una muy razonable desconfianza.

—Una vez que se abre esa caja de Pandora, no se puede cerrar. Cuando se reciben esos poderes especiales, ya no se devuelven.

—En la Argentina, sí.

—¿Y en el Imperio Romano?

—Bueno, era por seis meses.

—Pero no fue por seis meses.

—El caso de Julio Cesar es distinto, porque cuando desoye al Senado da un golpe militar, cancela el Imperio Romano y lo asesinan. El cesarismo es una palabra que viene de un señor que dio un golpe militar. Es cesarismo porque estaba del lado de las masas, pero después el Senado reacciona matándolo. Por suerte no estamos en eso.

—¿Percibe en la velocidad una señal de nuestro estilo? ¿Le asombra la manera en que manejan los argentinos?

—No me asombra, sino que me asusta.

—¿Velocidad es una forma de agresividad?

—Creo que hay una pérdida de reglas.

—¿Puede tener que ver esto con esta idea de rápido?

—Insisto con que siempre hemos tenido un Estado muy pesado, pero muy poco estable. En el Estado ha faltado siempre ejemplaridad, es decir, funcionarios que den el ejemplo cumpliendo ellos mismos las normas que hay que cumplir.

—¿Siempre o se aceleró en los últimos años?

—Viene de hace mucho. Ya en la Década Infame los comportamientos corruptos eran muy importantes.

—En la Argentina se ha utilizado el empleo público como un sustituto de los subsidios por desempleo y se ha agravado con la ley de estabilidad. ¿Cómo puede haber una burocracia eficaz en este contexto?

—Estoy de acuerdo con eso. Pero hay cosas interesantes, por ejemplo, lo de crear una carrera dentro del espacio del empleo público.

—En un reportaje que le realizó Verbitsky, dijo que en Estados Unidos el 75 por ciento de los diputados y el 80 de los senadores son reelectos por algún período, mientras que en la Argentina sólo el 17 de los diputados lo eran, y atribuía a esa baja expectativa de continuidad que no se preocuparan por ser mejores legisladores y representar los intereses de la zona que los votó, sino la de satisfacer al caudillo político que lo pondría o no en las listas. Entonces usted se quejaba de que las internas eran sólo para presidente y vice, y no para cargos legislativos, pero ahora ni para esos puestos hay internas, porque se proponen personas que ni siquiera van a cumplir con su función. ¿Se habría imaginado esto diez años atrás?

—No, mi imaginación no llega a eso. Pero esto tiene que ver una vez más con el Congreso y su desvalorización. El Congreso no es ni ha sido parte de un circuito de poder. El Congreso vota lo que el Gobierno quiere y no lo que quiere la gente.

—¿Si el Gobierno fuera sólo el Ejecutivo, como el Congreso es parte del Gobierno, transitivamente, el Congreso tendría que ser la escribanía del Ejecutivo?

—Claro, tiene la obligación de votar lo que el Gobierno quiere. Esta corta permanencia también tiene que ver con que los gobernantes acá conciben su cargo como un tránsito hacia mejores puestos. En países como Brasil y Chile, en el Congreso hay staff de profesionales muy preparados que proveen insumos para que los legisladores legislen. En la Argentina esto no existe. El puesto es para algún pariente, para el operador o para algún técnico. Por eso cuando llega el momento de legislar quedan muy expuestas las presiones y los intereses de todo tipo. Y éste es un síntoma de por qué la sociedad reconoce en el Congreso la desvalorización de los espacios institucionales.

—¿Que se postulen personas con el mismo apellido que gobernantes reconocidos es otro indicio de estos liderazgos no democráticos?

—Hay picardía. Está también la persona que se elige para pasar a otro cargo o que se elige para no asumir o que aparece en un distrito en el que nunca vivió.

—¿Y específicamente, el tema del apellido?

—No es algo antidemocrático.

—¿Es patriarcal? ¿Arcaico? ¿Feudal?

—Si yo creo que así voy a conseguir más votos para ganar, es lícito, porque queda a decisión de la gente si vota a favor o no. Pero si propongo que se vote a alguien que no va a asumir, voy en contra de algo fundamental de la democracia.

—¿Cómo habrían tomado en Estados Unidos que Hillary Clinton se presentara como candidata a suceder a su marido sin unos períodos de interregno, y cómo afectó en su derrota en las primarias contra Obama el protagonismo de su esposo?

—Claramente, en el caso de Hillary es respetable. Pero cuando aparecía Clinton, la desfavorecía porque era algo así como un paternalismo.

—En Argentina, inicialmente, fue al revés: Kirchner favorecía a Cristina.

—Sí, porque aparecía Cristina proponiendo cambios en esa misma continuidad. Acá hay que volver al tema de la democracia delegativa. Los monarcas absolutos dependían de sí mismos, y la sucesión les aseguraba en principio esa lealtad personal a ellos. Pero en estas democracias delegativas hay muy pocas personas en las que se puede confiar. ¿Si ha traicionado a tantas personas, por qué no lo van a traicionar? El parentesco da mayor garantía de que esto no va a ocurrir. Este reaseguro perverso es consecuencia de una concepción del poder conducida sin principios y que, por lo tanto, desconfía de todos.

—Reflexione sobre que lo que generó desvalor en Estados Unidos acá generó valor.

—Lo que pasó en la elección de Cristina tiene que ver con que el gobierno venía con un resurgimiento arrasador, y estaba la sensación de que las cosas iban bien. Por eso la continuidad con esa cosa de volcarse más al diálogo era una opción atractiva.

—Reflexione sobre que los principales candidatos del peronismo para 2011, Reutemann y Scioli, son deportistas.

—En la Argentina ya casi no hay partidos: hay espacios. El espacio es propiedad de un líder personalista. Y el principal problema del líder personalista es que tiene muy pocos acompañantes que puedan ser candidatos porque monopoliza con su figura el espacio que representa. Este es un problema muy profundo de la política argentina, no sólo del peronismo. Los espacios son tan personalistas que cuando llega el momento de proponer candidatos no los tienen.

—¿La sociedad busca en los deportistas el éxito que anhela?

—Lo que muestra la incapacidad de los partidos políticos, devenidos espacios, de generar figuras.

—Usted se refirió a “zonas marrones” como el lugar de impunidad donde no llega la ley. ¿Esto se da en ambos extremos sociales, en los más poderosos que casi tienen impunidad, y entre los más marginales de los carteles de la droga y el delito?

—La legalidad del Estado cubre todo el territorio y todas las clases sociales de un país. Una cosa que pasa mucho en América latina y en la Argentina es que hay zonas enteras en las que el Estado está presente por sus burocracias, pero en las que su legalidad se ha borrado. Esto es lo que yo llamo “zonas marrones”, en las que rigen legalidades mafiosas.

—Las favelas de Río de Janeiro.

—O en buena parte del territorio colombiano.

—La inseguridad es un problema creciente en Latinoamérica. En Brasil, las dos presidencias de Fernando Enrique Cardoso y las dos de Lula han reducido sostenidamente la pobreza, sin embargo la violencia continúa aumentando. Otra pregunta políticamente incorrecta: ¿estamos asignado a la pobreza como causa principal de inseguridad un papel sobredimensionado?

—Sociológicamente, hay una distinción. Una cosa son las causas sociales estructurales que predisponen a los fenómenos de ilegalidad. Pero esa predisposición estructural tiene que ser actuada por factores sociales y políticos. Y ahí intervienen dos cosas muy importantes: una, por supuesto, es la presencia de las drogas, y otra la incapacidad del Estado de comportarse como un agente únicamente legal. La Policía, innegablemente, actúa como cómplice y beneficiario muchas veces de esta ilegalidad. No se debe negar el componente estructural: en el mundo hay estadísticas que muestran que el crimen es mayor mientras mayor es la desigualdad. Pero claro, estamos hablando de una estructura que se mueve por factores mundiales, sociales, políticos, etcétera. Y en este sentido, hay un gran fracaso que es la falta de legalidad del Estado argentino.

—¿Los países que pasaron por represión y dictaduras militares tienen un tabú con la inversión en cárceles y fuerzas de seguridad?

—Es cierto. Nos ha quedado cierta vacuna contra la represión. Pero confío muy poco en la capacidad de las fuerzas policiales de actuar de manera correcta. Y si uno puede confiar poco en el agente que tiene que dar la vacuna, se vuelve reticente a autorizar medidas que serían más normales en donde no se dan estos experimentos.

—¿En la medida en que no podamos superar este tabú, la inseguridad va a seguir en alza?

—No es un tabú, sino la duda sobre cómo van a actuar las fuerzas policiales.

—En la Argentina habría alrededor de 180 mil personas condenadas por delitos graves y en la cárceles espacio para 70 mil. Como el hacinamiento hace que en lugar de reformar se aumente el resentimiento del preso, los jueces promueven la libertad condicional. Para un pueblo que soportó centros clandestinos de detención, invertir en cárceles parece una blasfemia. ¿Hay que desideologizar este tema?

—El horror de las cárceles es algo que ha sido mostrado. Y es cierto que existe un tabú. Pero además está el problema de los muchos detenidos y sus condenas. Es un problema atroz porque es de una ilegalidad terrible. No puede haber gente encarcelada con condenas en proceso.

—¿Las denuncias del oficialismo respecto de que el sector agrario era desestabilizador en los 70 le parecen correctas o fue un fantasma exacerbado del pasado?

—Si bien tengo poca simpatía por todos esos intereses políticos y económicos, creo que no era destituyente. He escrito sobre el papel realmente antidemocrático de algunos sectores agrarios en los años previos al ’76. Expresaba muy bien la Argentina oligárquica de esa época. Ahora, también me parece que el tratamiento de este tema por parte de Néstor Kirchner ha sido muy torpe porque ha magnificado al mismo sector que quiso atacar.

—¿A qué atribuye la popularidad de Alfonsín después de su muerte?

—Alfonsín siempre tuvo una recepción bastante positiva por parte de la gente. Incluso en el último tiempo creció la comprensión con respecto a su gestión. Después, su fallecimiento ayudó a revalorizar un concepto que Néstor Kirchner detesta, que son los valores republicanos; es decir, honestidad, la figura de una persona que no acumuló riquezas, etcétera. Lo mismo pasó con Illia. Y esto es muy importante, sobre todo en momentos así.

—Al funeral de Illia no fue nadie. Entonces, ¿la masiva concurrencia fue sólo por los méritos de Alfonsín en el pasado o por la necesidad presente de expresar que faltan esos valores?

—Hay una demanda de transparencia y el deseo de no tener que estar siempre sospechando. Y esto Alfonsín lo corporizaba muy bien. De Illia me acuerdo que iba al Senado en colectivo, que me parece una imagen extraordinaria. De alguna forma, Alfonsín responde a esta demanda, y por eso no le gusta a Néstor Kirchner.

—¿Alfonsín fue un estadista?

—No, cometió errores graves. Fue un verdadero demócrata y creo también que heredó una situación terrible que, para peor, estaba muy oculta, por lo que le llevó un buen tiempo darse cuenta de lo que le había dejado el gobierno militar.

—¿Le cabe a algún político latinoamericano contemporáneo el término de estadista?

—Una persona por la que siento mucha simpatía es el ex presidente chileno Patricio Aylwin porque empezó en una situación muy difícil y gobernó con mucho pluralismo. Fue muy prudente en una serie de cosas.

—Le tocó el ejuiciamiento a Pinochet, o sea que puede ser comparable a Alfonsín, aunque no haya sido el primer presidente de la democracia.

—Exacto. Además, heredó una presidencia de cuatro años y cuando le propusieron la reelección se negó porque había jurado por cuatro años. Y ese gesto me parece que tiene un valor de ejemplaridad impresionante.


—Durante su gobierno, Alfonsín quiso incorporar a los intelectuales, sin éxito. ¿Por qué no funcionó y por qué es difícil que funcione en la Argentina?

—Hay cierta soberbia en el intelectual que piensa que puede educar porque estudió. Mi condición de intelectual es totalmente ajena, y por eso jamás me ha tentado.

—Al final del menemismo, impulsó con Nun un proyecto de sumar intelectuales a la Alianza.

—No, para nada.

—¿No estaba muy cercano a Chacho Alvarez?

—Sí, porque yo venía de realizar una experiencia en Costa Rica para impulsar un estudio para mejorar la calidad de vida. Varios dirigentes se enteraron y me invitaron a discutir sobre el tema. Fuimos a varias reuniones con diferentes sectores políticos para discutir si se podía hacer o no, y en una reunión aparecieron 40 ñoquis. Bueno, después seguimos conversando hasta que el huracán arrasó con todo. Y fue ésa mi relación con Alvarez.

—¿Qué papel deberían cumplir los intelectuales?

—Primero hay que preguntarse quiénes son los intelectuales. Es mucha gente. Los periodistas también son intelectuales.

—¿Qué papel deberían cumplir en los gobiernos?

—El rol principal es ser molesto.

—Para eso estamos los periodistas.

—Y también los intelectuales. Deben hacer una crítica democrática de la democracia. Ese rol se cumple en el periodismo, en la facultad y, fundamentalmente, en los gabinetes del Gobierno.

—¿Cómo evalúa a los intelectuales de Carta Abierta?

—Ahí hay mucha gente por la que siento mucho respeto, pero no tengo mucho contacto personal. Creo que es el tipo de personas que cuando hay un proyecto bueno… Pero también señalan el despotismo de los últimos tiempos frente al cual este sector se siente descuajado. Y en ese sentido cumplen de manera legítima con su función.

—¿A qué intelectual de Carta Abierta rescata?

—(…)

—¿A Horacio González?

—No lo conozco. Lo he leído, pero no lo conozco.

—¿Y qué intelectual argentino lo hace pensar?

—¿Qué me pregunta? Muchos. No sea malo. ¿Quiere que me echen del país mañana?

—Esta semana la Legislatura porteña lo declaró Ciudadano Ilustre de la Ciudad.

—Ha sido un gran honor. Sobre todo porque fue de manera unánime, con el acuerdo de los distintos sectores.

—¿Y qué se ve del país después de no haber estado 30 años?

—Primero, una ciudad muy sucia. Segundo, que me parece mucho más difícil de lo que me esperaba. Por ejemplo, conectarse a Internet, acceder a una página o hacer un trámite. Y, además, en Estados Unidos o en Brasil, en donde viví, cuando vas a pagar los impuestos, llamás a un contador. Acá, llamás a un abogado. Creo que todo es resultado de esta predisposición a no cumplir con las normas o reglas de convivencia.

—¿Viviendo en EE. UU. relativizó las dificultades que propone vivir en Argentina y no simplemente venir de visita?

—“Estar de” no es lo mismo que “vivir de”. Descubrimos que “vivir de” es mucho más complicado.

—Y “trabajar para”...

—Claro. Está el “para” por todas la complicaciones y trabas. La vida cotidiana es mucho más difícil.

—¿Llegó el fin del Consenso de Washington?

—Creo que se ha convertido en una categoría metafísica. Porque se sabe muy poco quién fue, quién votó... Sí llegó el fin de una actitud que el Consenso de Washington aconsejaba, y que es una actitud permisiva por parte de los Estados en relación con los mercados financieros.

Ahora, ¿en qué grado los Estados contemporáneos van a regular los mercados financieros para evitar los riesgos de estas crisis? Está por verse.

—¿Habrá un cambio sustancial en el capitalismo o simplemente atraviesa una de sus crisis cíclicas?

—El capitalismo es un productor de crisis y de crecimientos. Su mayor virtud es su dinamismo y, a su vez, es un creador constante de desigualdad porque el dinamismo genera desigualdades. Estos son momentos de ajuste. No es tanto la estructura productiva física, sino el tratar de regular los excesos de las entidades financieras. Y está por verse la voluntad política y técnica de los Estados centrales para realmente introducir variantes.

—¿Llegó el tiempo de fatiga de los Estados Unidos como líder del mundo?

—Estados Unidos con Bush incurrió en costos políticos impresionantes. Entró en un descrédito importante. Sobre todo en un gran escepticismo sobre su papel en el mundo. Esto es claro y fuerte, y va a determinar los papeles de Rusia o China, que pasarán a ocupar papeles de suma importancia. Ahora, en cuanto a si lo veo agitado, no. Porque estuve en gran parte de la campaña de Obama y vi una gran energía. La manera en la que el Partido Demócrata se movilizó y la capacidad de convocar fueron muy importantes. Hay que vivir ahí para percibir la potencia social. Es algo notable. Yo viví en España y en Inglaterra y uno no siente esa capacidad de creación y movilización de la sociedad norteamericana. Me parece que la presidencia de Obama implica una reenergización. Lo que pasa es que hay un peso mundial importante con la emergencia de Rusia, China o la India. Entonces no creo que Estados Unidos predomine con gran hegemonía.

—¿Es posible que se den liderazgos como el de Obama en Latinoamérica?

—Los contextos culturales son muy diferentes. Son casos muy lejanos.

—¿Alcanzará para que supere la retórica antiimperialista de Chávez, por ejemplo, o para que Estados Unidos se amigue con la región?

—Hay una herencia de problemas, un descuido de la región muy fuerte desde antes de Bush. Lo que está en juego es en qué grados se cumplen las promesas de darle más importancia a la región.

—¿Y que Estados Unidos vuelva a tener relaciones con Cuba puede ser un gesto que lo acerque a la región?

—La gente que está tratando de influir sobre Obama en su relación con la región muestra cierto compromiso. En cuanto a Cuba, la ventaja es que el voto cubano en Miami es anti Obama. Por lo tanto, Obama no depende de estos votos. Y esto le da un mayor grado de libertad a la decisión.

—¿Ve posible una reunión Obama-Castro?

—Al corto plazo, supongo que no. Creo que estos movimientos de Obama esperan una respuesta de Cuba. Y esto está por verse. Por el momento, la aparente rigidez del régimen cubano lo hace muy difícil.

—¿Ve intención en Cuba por adoptar el modelo chino?

—El modelo chino no implica necesariamente el acercamiento a los Estados Unidos. Puede implicar una forma de reforzar apoyos para afianzar una posición igual a la actual. Por ahora, realmente, no lo sé.

—¿Hay algo que no le haya preguntado?

—Para mí ha sido una conversación exigente. Le agradezco el trabajo que se tomó. Yo soy un intelectual con fama de huraño, y ésta ha sido una oportunidad inmensa

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